MELQUISEDEC, MAYOR QUE ABRAHAM
Considerad, pues, cuán grande era éste, a quien aun Abraham el patriarca dio diezmos del botín.
Ciertamente los que de entre los hijos de Leví reciben el sacerdocio, tienen mandamiento de tomar del pueblo los diezmos según la ley, es decir, de sus hermanos, aunque éstos también hayan salido de los lomos de Abraham.
Pero aquel cuya genealogía no es contada de entre ellos, tomó de Abraham los diezmos, y bendijo al que tenía las promesas.
Y sin discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor.
Y aquí ciertamente reciben los diezmos hombres mortales; pero allí, uno de quien se da testimonio de que vive.
Y por decirlo así, en Abraham pagó el diezmo también Leví, que recibe diezmos;
porque aún estaba en los lomos de su padre cuando Melquisedec le salió al encuentro.
HEBREOS 7:4–10
EL DIEZMO (Heb 7: 4–6)
El autor nos invita a considerar la grandeza de Melquisedec (Heb 7:4).
El hecho de que en todo el Antiguo Testamento sólo haya unos tres o cuatro versículos que hablan de él no debe cegarnos ante las grandes implicaciones espirituales de su persona y obra. Al contrario, necesitamos meditar en los hechos de su vida a fin de comprender su importancia como prefiguración del ministerio de Jesucristo.
Esto es justo lo que los primeros lectores necesitaban hacer, porque estaban en peligro de dejarse deslumbrar por la grandeza y gloria del sacerdocio levítico y de los sacrificios y ceremonias de la ley que aún se practicaban en Jerusalén. Seguramente sufrían el complejo de verse como una pequeña minoría despreciada por los líderes de la nación.
Allí, en Jerusalén, abarrotado por las multitudes, estaba el templo que Dios había mandado construir, en el cual los sacerdotes, vestidos de espléndidos ropajes, realizaban actos ceremoniales y sacrificios en medio de la gloria de la música, la arquitectura, la artesanía, el incienso y la pompa y ceremonia.
¿Qué somos nosotros –decían perturbados algunos de los creyentes cristianos– a la luz de todo esto? ¿Cómo podemos seguir manteniendo que Jesús es el Cristo y su evangelio la verdad cuando la mayoría de nuestros compañeros y hermanos carnales siguen participando en aquellas ceremonias fastuosas y niegan el evangelio cristiano?
El autor ve que la solución a sus dudas está en que mediten en Melquisedec.
A primera vista, nuestra reacción podría ser: ¿qué tiene que ver Melquisedec con todo esto? Tiene mucho que ver, pero no lo veremos si no dedicamos tiempo a la reflexión. Considerad, pues, cuán grande era éste.
La «consideración» nos llevará a comprender que, por muy gloriosa que sea la práctica del sacerdocio levítico, es pobre en comparación con aquel otro sacerdocio, cuya gloria no se ve tan claramente, pero que, en realidad, es muy superior. Sólo con dedicar unos momentos a meditar en el texto de Génesis, veremos –dice el autor– que el sacerdocio de Melquisedec es mucho más glorioso. Su superioridad se ve (vs. 4–10) en cuatro cosas:
- En que Abraham ofreció el diezmo a Melquisedec (Heb 7: 4–6).
- En que Abraham fue bendecido por Melquisedec (Heb 7: 6–7).
- En que, mientras los sacerdotes levíticos ejercían temporalmente su ministerio, el sacerdocio de Melquisedec y su orden es permanente (Heb 7: 8).
- En que Leví, el padre de todos los sacerdotes de la casa de Aarón, diezmó a Melquisedec en la persona de Abraham (Heb 7: 9–10).
Éstas son las cuatro ideas fundamentales que el autor utiliza para establecer la superioridad del sacerdocio de Melquisedec. Ahora vamos a repasarlas una por una.
Abraham ofreció el diezmo a Melquisedec (Heb 7: 4–6).
La primera, entonces, es que la superioridad del sacerdocio de Melquisedec se ve en que Abraham le dio el diezmo. Ningún judío podía cuestionar este hecho. En Génesis 14:20, cuando Abraham viene de la derrota de los reyes, se nos dice que él dio a Melquisedec los diezmos de todo. Todos los autores, tanto los rabinos como los comentaristas cristianos, están de acuerdo en el sentido de que este todo se refiere al botín que Abraham había conseguido a raíz de su victoria. En el texto posterior de Génesis 14, se nos dice que Abraham se negó a guardar nada de este botín para sí mismo, aun a pesar de la insistencia del rey de Sodoma.
Abraham le dice: He alzado mi mano a Jehová Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que desde un hilo hasta una correa de calzado, nada tomaré de todo lo que es tuyo, para que no digas: Yo enriquecí a Abram (vs. 22–23). Sin embargo, sí entregó a Melquisedec el diezmo del botín, porque con esto quería reconocer que Dios era el que le había concedido la victoria. La parte que le correspondía a Dios, se la da a Dios en la persona de su sacerdote Melquisedec.
Ahora, ¿qué implica esto? El autor nos ayuda a entenderlo en los vs. 4 a 6.
Lo primero que dice es que aun Abraham el patriarca dio diezmos del botín. ¿Por qué necesita decir aun y llamar a Abraham el patriarca, cuando todos los judíos sabían perfectamente que él era el padre de su nación? Si lo dice es con la intención de subrayar la grandeza de Abraham.
Él fue el principio de la raza, cabeza del pueblo. Aun por sus contemporáneos era tenido por un príncipe de su pueblo. Santiago 2:23 nos recuerda que Abraham era el amigo de Dios.
Su grandeza se veía en muchos sentidos: era grande en su relación con el Señor; grande en su riqueza y fuerza política; grande en su estatura moral; grande en las promesas divinas que heredó y persiguió; grande, en fin, porque era el patriarca.
Si ahora el autor llama nuestra atención a la grandeza de Abraham, es con el fin de demostrar que la de Melquisedec es mayor aún.
En la antigüedad, cuando los reyes verdaderamente gobernaban, muchas veces se veían obligados a rendir homenaje a otros reyes aún más poderosos. Imaginemos a dos reyes. Uno de ellos está sentado en el trono. El otro se arrodilla delante de él y le rinde homenaje. Es obvio que el que se queda sentado es mayor en autoridad que aquel que se doblega.
Lo mismo es cierto en el sentido religioso. Quien entrega los diezmos tiene menos autoridad espiritual que el que los recibe. A pesar de la incuestionable talla espiritual de Abraham, llegado el momento de la verdad, él es quien se doblega y hace homenaje a Melquisedec, ofreciéndole los diezmos.
El rey de Sodoma, ciertamente, reconoce la grandeza de Abraham; pero Melquisedec no necesita reconocerla; más bien Abraham tiene que reconocer la grandeza de Melquisedec, y esto a pesar de que era el patriarca, el padre de todos nosotros, como diría Pablo.
Luego, en el versículo 5, el autor describe cuestiones relacionadas con los levitas y el diezmo, cuestiones familiares para sus lectores, pero quizás no tanto para nosotros. Su argumento es una continuación del versículo 4. Básicamente, su idea es que la superioridad del sacerdocio de Melquisedec se ve en que los sacerdotes levíticos recibían diezmos de parte de sus hermanos israelitas (v. 5), pero que Melquisedec los recibía de parte del patriarca de Israel, Abraham (vs. 4, 6). Sin embargo, hay algunas cosas aquí que necesitamos explicar.
En primer lugar, el autor puntualiza que, al hablar de los diezmos, no está contemplando a todos los miembros de la tribu de Leví, sino a los que de entre los hijos de Leví reciben el sacerdocio y que, por lo tanto, tienen mandamiento de tomar del pueblo los diezmos según la ley. Hemos de distinguir entre los levitas y los sacerdotes. Los diezmos de Israel eran dados, en principio, a toda la tribu de Leví.
Esto se debía a que los levitas, en contraste con las demás tribus de Israel, no heredaron ningún territorio propio en la Tierra Prometida, sino que tuvieron que vivir en medio de los demás, sirviéndoles como maestros de la ley, como administradores de los bienes espirituales y, en el caso de los hijos de Aarón, como sacerdotes.
Aarón, el hermano de Moisés, era uno de entre los muchos descendientes de Leví, y Dios determinó que él y sus hijos ocupasen las funciones sacerdotales. Todos los sacerdotes, por lo tanto, eran levitas, pero no todos los levitas eran sacerdotes.
¡No todos los levitas eran sacerdotes! De hecho, no todos los hijos de la casa de Aarón pudieron serlo. Porque, para recibir el sacerdocio, eran necesarias dos cosas: ser de la casa de Aarón; y haberse santificado para el servicio de Dios. En cuanto a las condiciones para el sacerdocio, había una cuestión de linaje y otra de preparación espiritual.
Posiblemente, ambos requisitos estaban en la mente del autor al hablar de los que de entre los hijos de Leví reciben el sacerdocio.
De la misma manera que los israelitas en general tengan que diezmar a los levitas, éstos a su vez tenían que separar la décima parte y entregarla a Dios a través de los sacerdotes.
No queda del todo claro si inicialmente este «diezmo de los diezmos» era algo dado por los demás levitas a los sacerdotes, o si era dado por todos los levitas –incluidos los sacerdotes– al Señor. Pero, con el paso de los siglos, la práctica parece haber sido lo primero.
Así vemos, en Nehemías 10:35–39, cómo el pueblo se comprometió en pacto a traer los diezmos cada año para los levitas y cómo éstos tuvieron que dar la décima parte del diezmo a las cámaras de la casa del tesoro del templo para uso de los sacerdotes. Cuando llegamos al primer siglo, las costumbres habían vuelto a variar: los sacerdotes recibían los diezmos de parte del pueblo y los distribuían entre los levitas.
O sea, ¡las cosas ya iban al revés de lo que Dios había establecido en Números! Allí eran los levitas los que recibían los diezmos y daban la décima parte a los sacerdotes; ahora son los sacerdotes los que reciben los diezmos y los reparten entre los levitas.
Este cambio de las costumbres provoca que nuestro texto se preste a diferentes interpretaciones. Si el autor tiene en mente el mandamiento tal y como Dios lo dio al principio, significará que los sacerdotes reciben el diezmo de parte de sus hermanos, los demás levitas. Si, en cambio, tiene en mente la práctica de su día, significará que lo reciben de manos de los judíos en general. Quizás la referencia al pueblo deba inclinarnos hacia esta última interpretación.
Sea como sea, los sacerdotes levíticos recibían los diezmos de sus hermanos, ya fueran éstos judíos o levitas, y –añade el autor– fue así aunque éstos también hayan salido de los lomos de Abraham.
Los hijos de Aarón eran hijos de Abraham tanto como los demás judíos; pero por designación divina, en virtud del oficio y ministerio que realizaban, recibían el diezmo de parte de sus hermanos. Es decir, los demás judíos tenían que asumir la responsabilidad de dar la décima parte de todos sus ingresos a sus hermanos los levitas, aun cuando éstos no fueran mayores que ellos en dignidad, sino que todos procedían del mismo padre. Sin embargo, aunque todos en sí eran iguales, los levitas eran designados como «superiores» en dignidad espiritual en virtud de su oficio. El diezmo era el reconocimiento del carácter especial de la tribu de Leví, dentro de la nación, como administradores de los bienes divinos.
Ahora bien –dice el autor (v. 6)–, cuando volvemos al caso de Melquisedec, vemos que no se trata de unos hermanos que dan el diezmo a otros, sino del padre de la nación que se los da a un extraño. Melquisedec era un forastero sin credenciales y sin genealogía (¡que nosotros sepamos!). Pero su grandeza se ve en que todo un Abraham –no sólo un descendiente suyo– le ofrenda los diezmos de todo.
Naturalmente, estos énfasis pueden resultar de poco interés para nosotros, pero para los primeros lectores, que eran judíos todos ellos, que cada uno podía identificar su tribu y jactarse de su estirpe, no carecían de importancia.
Precisamente su orgullo nacional era uno de los factores que podía cegarlos ante el sacerdocio universal de Jesucristo. Pero aquí vemos a Abraham arrodillado delante de un forastero, reconociendo en él al representante legítimo del Dios Altísimo y entregándole los diezmos.
Lo primero que debemos deducir de esto es, por supuesto, lo que ya hemos dicho: que esta escena ilustra la superioridad de la autoridad espiritual de Melquisedec.
Es muy posible, por supuesto, que en otros sentidos Abraham fuera superior al Melquisedec histórico: de Melquisedec no se nos dice que fuese el amigo de Dios, ni tampoco que recibiese promesas divinas como las de Abraham, ni que hubiese manifestado la misma intensidad de fe y obediencia.
No se nos habla de la intimidad de su relación con Dios. La Biblia calla estos detalles. Pero en cuanto a orden, autoridad espiritual y sacerdocio, el texto está muy claro.
Abraham reconoce a Melquisedec como superior a él.
En cierto sentido, Abraham también ejerció como sacerdote. Él ofreció sacrificios al Señor. En aquellos tiempos, por supuesto, las instrucciones divinas en cuanto a la organización del sacerdocio no habían sido dadas. Los patriarcas, por lo tanto, asumieron funciones sacerdotales en momentos determinados. Pero, llegado el momento de la verdad, el patriarca Abraham reconoce la designación divina de Melquisedec como sacerdote.
La segunda implicación –que el autor todavía no ha hecho explícita– tiene que ver con el Señor Jesucristo. Si alguno de los lectores protestara ante la idea del sacerdocio de Jesucristo, aduciendo que éste no era hijo de Leví, la escena de Abraham y Melquisedec viene bien para enseñarle que hay otro legítimo sacerdocio, anterior al de Aarón y claramente superior a él, al cual el mismo Salmo 110 señala como el sacerdocio del Mesías.
El sacerdocio de Melquisedec, lejos de desaparecer para siempre del escenario de la historia, es el prototipo y anticipo del de nuestro Señor Jesucristo.
Todas estas ideas vienen reforzadas por un pequeño detalle de la redacción del texto. Habríamos esperado que el autor empleara el tiempo pretérito al hablar de la entrega de diezmos (y así lo han entendido nuestros traductores): Aquel cuya genealogía no es contada de entre ellos tomó de Abraham los diezmos.
Sin embargo, el texto griego emplea el tiempo perfecto: … ha tomado de Abraham los diezmos… La diferencia es tan pequeña que quizás sea arriesgado construir argumentos en base a ella, pero el tiempo perfecto, en este contexto, no deja de ser inusual.
Los dos tiempos indican una acción realizada en el pasado, pero el perfecto sugiere una acción que sigue siendo vigente en el presente. La entrega de los diezmos por parte de Abraham es un hecho del pasado, pero el empleo del tiempo perfecto para describirla sugiere un hecho reciente cuyas implicaciones aún están vigentes: la superioridad de Melquisedec sobre la casa de Abraham en cuanto a autoridad sacerdotal sigue en pie.
MELQUISEDEC, MAYOR QUE ABRAHAM: 2. LA BENDICIÓN (Heb 7: 6–7)
El tiempo perfecto también es empleado en la frase siguiente, y seguramente con la misma intención: [Melquisedec] ha bendecido al que tenía las promesas. La escena de la bendición también tiene implicaciones presentes. Abraham y sus descendientes siguen siendo los beneficiarios de una bendición dada por Melquisedec.
La autoridad del sacerdocio según el orden de Melquisedec sobre la casa de Abraham sigue vigente.
El autor nos recuerda que Melquisedec bendijo a Abraham aun siendo Abraham el que tenía las promesas. ¿Cuál es el significado de esto?
Abraham fue bendecido por Melquisedec (Heb 7: 6–7).
En el texto de Génesis 14 (vs. 19–20a) vemos que, cuando Melquisedec salió al encuentro de Abraham, le entregó pan y vino y le bendijo. Esto ocurrió –dice el autor– aun cuando Abraham hubo recibido de parte de Dios las promesas. Abraham podría haber respondido así ante la iniciativa de Melquisedec: ¡Un momento! A lo mejor no sabes quién soy. No debes confundirme con uno cualquiera, porque Dios ya ha intervenido varias veces para hablar conmigo. Dios me tiene a mí como su amigo. Me ha prometido grandes cosas.
Me ha dicho que me dará abundante descendencia y que voy a poseer estas mismas tierras donde tú ahora reinas. Dios me ha dicho que a través mío va a bendecir todas las naciones.
¿Quién eres tú, pues, para darme bendiciones a mí, si yo he recibido de labios de Dios mismo la promesa de que he de ser la fuente de bendición para muchos? A lo mejor, yo tendría que bendecirte a ti. ¿Y qué necesidad tengo de tu bendición si ya he recibido la bendición suprema de labios de Dios mismo?
De hecho, a la luz de lo que se nos dice acerca de estas dos figuras, habríamos esperado que, si acaso, Abraham bendijese a Melquisedec, como Jacob bendijo a Faraón. Pero no es así, y esto es importante. Abraham, por razones que no se nos explican, reconoce en Melquisedec a alguien superior a él y que tiene el derecho de bendecirle en nombre de Dios. Y dice el autor (v. 7): sin discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor.
Bendecir a alguien implica el reconocimiento de un orden espiritual. Podemos imaginar, por ejemplo, que un abuelo de familia, consciente de que el Señor pronto le llamará a su presencia, decida reunir a sus hijos y nietos y darles su bendición.
Pero, ¡qué fuera de lugar estaría que en esa reunión uno de los nietos dijese: Ahora voy a bendeciros también! Haría violencia al orden familiar. Al menos, la habría hecho en tiempos de nuestros antepasados. En nuestros días ha habido un trastorno tan grande de las costumbres que no nos sorprende ningún desorden social o falta de respeto.
Según el orden bíblico, sin embargo, sin discusión alguna, el menor es bendecido por el mayor. Es así, no porque un nieto sea intrínsecamente inferior a un abuelo, sino porque hay orden, autoridad y respeto en las estructuras que Dios ha dado a la familia, la sociedad y la iglesia. Dios espera que respetemos el orden en todos estos niveles.
Así pues, vemos a Abraham arrodillado delante de Melquisedec para recibir su bendición.
Curiosamente, a ciertos rabinos más o menos contemporáneos del autor de Hebreos, este detalle les dio mucho dolor de cabeza. ¿Cómo es posible que el padre de nuestra raza se haya doblegado ante un forastero y, para colmo, un forastero gentil? Con el fin de explicarlo satisfactoriamente y eliminar cualquier sospecha de inferioridad, decidieron que Melquisedec no pudo haber sido otro sino Sem, uno de los hijos de Noé que, según las genealogías de Génesis, vivió muchísimos años, aún en tiempos de Abraham.
Es como si aquellos rabinos dijesen: La única manera aceptable de explicar que Abraham se humillara delante de otro hombre, es diciendo que éste era un antepasado suyo. Pero, naturalmente, esta teoría carece de toda base bíblica y de toda probabilidad histórica. Si la mencionamos, sólo es para demostrar que a los judíos les resultaba inaceptable y humillante que Abraham recibiese la bendición de parte de Melquisedec.
Pero esto es lo que afirma la historia bíblica. Y las implicaciones para el sacerdocio levítico son muy claras: Abraham era el antepasado de Aarón, y Aarón era el padre de la línea sacerdotal de los judíos; cuando, pues, Abraham se arrodilla delante de Melquisedec, todos los sacerdotes del orden de Aarón también se arrodillan en la persona de su antepasado Abraham, reconociendo, implícitamente, la superioridad de Melquisedec sobre ellos. Y, por supuesto, el único sucesor legítimo de Melquisedec reconocido por las Escrituras es el Mesías. Éste ostenta un sacerdocio superior al de Aarón.
Por lo tanto, esta escena, en la cual Abraham recibe la bendición de parte de Melquisedec y da a éste el diezmo, simboliza el sacerdocio levítico arrodillado delante de aquel que anticipa a nuestro Señor Jesucristo.
LA «INMORTALIDAD» DE MELQUISEDEC (Heb 7:8)
Volveremos a estas consideraciones en un momento. Pero antes debemos mirar el tercer argumento del autor: [De Melquisedec] se da testimonio de que vive.
¿Qué quiere manifestar aquí el autor? De nuevo hemos de repetir lo que decíamos al comentar las frases: sin padre, sin madre, sin genealogía (v. 3).
El autor nos está indicando que el Espíritu Santo ha inspirado el texto de Génesis de una manera maravillosa. Para que Melquisedec pudiese ser el prototipo adecuado del Señor Jesucristo, era de suma importancia que se le viera como una figura que aparece en el escenario de la historia de repente, sin mención de sus antepasados ni de sus descendientes. Aparece y desaparece de las páginas de Génesis sin mayores explicaciones.
Por supuesto, se puede decir correctamente de Melquisedec, como de Abraham, Isaac y Jacob, o de Moisés y Elías, o de cualquiera de los santos de antaño, que vive. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Pero no es en su vida actual en la presencia de Dios en lo que el autor está pensando, sino en el sencillo hecho de que el Libro de Génesis no narra su muerte.
No es que literalmente no haya tenido ni padre ni madre, ni que literalmente no haya muerto. Si él verdaderamente era rey de una ciudad histórica, es obvio que tuvo padres, murió y fue enterrado. Pero estos datos no han sido registrados en las páginas de Génesis. El Espíritu Santo no ha querido inspirar una narración en torno a su comienzo y su fin. Porque conviene que todo sacerdote que vaya a anticipar al Señor Jesucristo en su sacerdocio no tenga principio ni fin.
En contraste con el sacerdocio de Aarón, que empezó cuando Aarón fue designado por Dios y acabó cuando murió, y en contraste con todos los descendientes de Aarón, que todos ellos nacieron, murieron y ejercieron un ministerio temporal, tenemos el sacerdocio de Melquisedec, de cuyo comienzo y fin no se nos habla.
Y, por supuesto, más allá de Melquisedec, tenemos a Aquel que es la gran figura que, en realidad, el autor de Hebreos está contemplando: nuestro Señor Jesucristo, que ni tiene principio ni tiene fin. Él es sacerdote perpetuamente.
Ciertamente nació, en cuanto a su humanidad, y también como hombre murió. Pero, en cuanto a su sacerdocio, podemos aplicar las palabras de Cristo mismo en Apocalipsis 1:18: [Yo soy el que] estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos. O podemos recordar lo que Pablo nos dice en Romanos 6:9: Él murió pero también resucitó, y la muerte ahora no le puede tocar, sino que vive eternamente.
Por lo tanto, ejerce un sacerdocio perpetuo. En la nueva dispensación, no hacen falta muchos sacerdotes. En el pasado, con el sacerdocio levítico, tuvo que haber una secuencia constante de nuevos sacerdotes, porque los anteriores envejecían y morían.
Pero nuestro Señor Jesucristo es sacerdote para siempre (Salmo 110:4). Y su prototipo, Melquisedec, en cuanto a figura literaria, también lo es: se da testimonio [de él] de que vive. Nunca aparece como figura muerta. En esto también se ve la superioridad del sacerdocio según el orden de Melquisedec.
MELQUISEDEC, MAYOR QUE LEVÍ (Heb 7: 9–10)
El cuarto argumento es quizás el más sorprendente de todos. El mismo autor parece reconocer esto, porque lo comienza diciendo: y por decirlo así…
Cuando Abraham entregó los diezmos –pregunta el autor– ¿dónde estaba Leví, aquel Leví a quien Dios designó para recibir los diezmos en Israel, aquel Leví que recibe diezmos (v. 9)? Aún no había nacido. Todavía estaba en los lomos de su «padre» –de hecho, bisabuelo– Abraham. Por lo tanto, cuando Abraham se arrodilló delante de Melquisedec, Leví también se arrodilló.
Según el modo de pensar de la antigüedad, un antepasado contiene en sí mismo a todos sus descendientes. Es cierto que la Biblia subraya el hecho de que ante Dios hemos de dar cuentas por nosotros mismos: nadie será juzgado por los pecados de sus padres.
En cierto sentido, pues, la misma Biblia es individualista. Pero no lo es tanto como nosotros en nuestra generación –¡y eso que vivimos en un momento en que, por las investigaciones de la sociología y la psicología, tendríamos que comprender que no podemos separarnos de la influencia de nuestros padres y de nuestra sociedad!–. Somos lo que somos, en gran medida, a causa de la herencia genética que hemos recibido de parte de nuestros padres y de la formación que ellos nos han dado. Sin embargo, solemos hablar como si fuéramos personas plenamente autónomas, no el producto de nuestra herencia.
Pero la Biblia reconoce ambas ideas: la fuerte influencia paterna y la responsabilidad del individuo. Por lo tanto, no debemos olvidar la dimensión colectiva de nuestra condición humana.
Cuando Abraham reconoció la autoridad de Melquisedec, toda la descendencia de Abraham estaba, de alguna manera, involucrada en su acción. El sacerdocio levítico se doblega ante el de Melquisedec.
Así pues –dice el autor–, por estas diferentes razones procedentes de la historia de Abraham y Melquisedec, el mismo Antiguo Testamento reconoce que, desde mucho antes de que se estableciese el sacerdocio levítico en el desierto, existía otro sacerdocio. Y, aunque es cierto que muchas veces lo anterior queda superado por lo nuevo (7:28; 8:13), en este caso no es así. El sacerdocio de Melquisedec se revela como superior por cuanto Abraham, como patriarca y padre de familia de los levitas, le dio los diezmos y recibió su bendición.
Hay un sacerdocio superior. Parecía que se había extinguido con el propio Melquisedec, pero ¡he aquí lo asombroso del caso! Siglos antes del nacimiento de Jesús, el salmista, inspirado por el Espíritu de Dios, profetizó que volvería a aparecer en la persona del Mesías. El sacerdocio superior lo ostenta el Señor Jesucristo.
Los israelitas tuvieron que ofrecer los diezmos a los levitas. Éstos, a su vez, los dieron a los sacerdotes de la casa de Aarón. Pero éstos últimos, a través de su padre Abraham, ofrecieron a Melquisedec el diezmo de todo. ¿Y quién es Melquisedec, sino el prototipo de nuestro Señor Jesucristo?
Por lo tanto, el autor nos invita a considerar la grandeza de ese hombre, y considerarla en estos términos: cuando vemos a Abraham arrodillado delante de Melquisedec para recibir la bendición y entregarle el diezmo, estamos ante un potente símbolo gráfico que nos dice que, en cuanto se manifieste el heredero del sacerdocio de Melquisedec, la actitud correcta de la casa de Aarón será la de echarse a sus pies en adoración y comprender que ya ha llegado a su fin el pobre sacerdocio terrenal que ellos ostentan. Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec.
Detrás de la figura sacerdotal de Melquisedec, vemos al Señor Jesucristo. Detrás de la figura arrodillada de Abraham, están los sacerdotes levíticos.
Lo que el autor intenta comunicar a sus lectores es el hecho de que nuestro Señor y su obra son superiores a todos los ritos y sacrificios que los sacerdotes levíticos celebran en Jerusalén. Lo dice, por supuesto, a fin de animarles a perseverar en la fe en Jesucristo y no sucumbir ante la tentación a volver al judaísmo. El homenaje que –por medio de Abraham– Aarón y Leví rindieron a Melquisedec es un potente símbolo de la superioridad y vigencia permanente del sacerdocio de Cristo.