EMANUEL, DIOS CON NOSOTROS [Mateo 1:22–23]

Emanuel, Dios Con Nosotros
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Todo esto aconteció para que se cumpliese lo dicho por el Señor por medio del profeta, cuando dijo:

«He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, Y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros».

LA CREDIBILIDAD DE LA ENCARNACIÓN

El ángel no sólo comunica a José cuál será el ministerio del hijo de María («salvará a su pueblo de sus pecados»). También le asegura que el niño es de origen divino («lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es»). 

La Navidad no es otra cosa sino la celebración de la venida de Dios a este mundo, de Dios en forma humana.
¿Realmente es concebible que en pleno siglo XX sigamos dando crédito a esta idea?
Muchos de nuestros contemporáneos ni siquiera se preocuparían por reflexionar sobre esta cuestión. 

Les parece una idea tan obviamente inverosímil que no vale la pena examinarla. Desde luego, podemos estar de acuerdo con ellos que es tan extraordinaria que o bien se trata de un fraude religioso, o bien del evento más maravilloso de la historia. 

Un poco de escepticismo nos conviene. Demasiados embusteros hay en este mundo, que se hacen pasar por santos, como para aceptar ingenuamente cualquier doctrina sin entender sus implicaciones ni examinar sus evidencias.

Desde luego, los autores bíblicos cuentan con que reaccionaremos con sorpresa y duda ante la historia de la Encarnación. A fin de cuentas esta fue la primera reacción de los mismos protagonistas de la historia. Zacarías, el padre de Juan el Bautista, al principio no creyó las palabras del ángel y quedó mudo en consecuencia (Lucas 1:20). María respondió ante la anunciación con la pregunta: ¿Cómo será esto? (Lucas 1:34). 

Acabamos de ver el escepticismo de José ante el embarazo de María, y su decisión inicial de separarse de ella. La Encarnación no es sólo extraordinaria y fuera de lo común. Es absolutamente única en la historia. No tiene punto de comparación.

A lo largo de la historia bíblica, la aparición de ángeles en la historia bíblica no es especialmente frecuente. Sin embargo, ya hemos dicho que en torno al nacimiento de Jesús hay al menos seis apariciones angelicales. Es así porque una noticia tan inaudita requiere ser comunicada por medios extraordinarios a fin de vencer la incredulidad de los que han de recibirla.

Nosotros no tenemos por delante la aparición de un ángel. Pero tenemos la evidencia de aquellos que dicen que son testigos oculares de ella. Si Jesús es quien pretendía ser, hay demasiado en juego para que descuidemos ligeramente su evidencia. Los Evangelistas anticipan nuestro asombro y entienden nuestro escepticismo. Sólo nos piden que dejemos de lado nuestros prejuicios a fin de escuchar lo que tienen que decirnos, antes de emitir nuestro veredicto.

La evidencia que nos ofrecen es doble. Por una parte apelan a los acontecimientos históricos en sí; por otra a las Escrituras, que proveen el anticipo, el marco y la interpretación correcta para los acontecimientos. (En esto siguen el principio que hemos indicado en el capítulo 3: que la verdadera experiencia cristiana siempre debe ser manifestada en hechos reales y respaldada por la Palabra de Dios.)

LAS EVIDENCIAS DE LAS ESCRITURAS

Empecemos con las Escrituras. Lo primero que debe frenar un poco nuestro escepticismo ante la Encarnación es el hecho de que «todo aconteció para que se cumpliese lo dicho por el Señor por medio de los profetas» (v. 22).

Este acontecimiento tan sorprendente, no lo es tanto. No lo es cuando recordamos que Dios mismo lo había prometido de antemano. Antes de reaccionar con escándalo o desprecio -dice Mateo- recordemos que hubo una larga preparación histórica para la venida del Mesías. No ocurrió inesperadamente. De hecho, toda la nación la había esperado desde hacía siglos.

Lo que dice Mateo aquí es de un valor histórico indiscutible. Si vas al Museo de Jesuralén, al pabellón llamado el Santuario de Libro, verás uno de los «rollos del Mar Muerto», un manuscrito del Libro de Isaías fechado incuestionablemente con anterioridad al nacimiento de Jesús. En este manuscrito, puedes leer en hebreo el texto siguiente:

Un niño nos es nacido, hijo nos es dado… y se llamará su nombre.… Dios fuerte, Padre eterno (Isaías 9:6).

Siglos antes de que Jesús naciera en Belén, un profeta de Israel había declarado que un día nacería un niño cuyo advenimiento representaría la presencia entre los hombres del eterno Padre, Dios omnipotente.
Unas generaciones después, el profeta Ezequiel, en el cautiverio de Babilonia, igualmente recibió un mensaje de parte de Dios. Era un mensaje de denuncia contra los sacerdotes de Israel: los «pastores» no cuidaban adecuadamente a las «ovejas», al pueblo de Dios. Por esto, dice Dios, en un día futuro El mismo vendrá para ser pastor de su pueblo:

«Porque así ha dicho Jehová el Señor: He aquí yo, yo mismo iré a buscar mis ovejas, y las reconoceré…… Yo apacentaré mis ovejas, y yo les daré aprisco, dice Jehová el Señor» (Ezequiel 34:11, 15).

No podemos por menos que asociar estas palabras con las del Señor Jesucristo:

«Yo soy el buen pastor… Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna … Yo y el Padre uno somos» (Juan 10:14, 27, 28, 30).

Lo importante para nuestra consideración, sin embargo, es lo siguiente: cuando los apóstoles sostienen que Jesús es Dios que toma forma humana para salvar a su pueblo y cuidar de ellos como Buen Pastor, no están inventado una idea revolucionariamente nueva, sino reafirmando algo que fue dicho por los profetas siglos antes de que ocurriera.
Si estamos dispuestos a hacer la oportuna investigación en los textos bíblicos, descubriremos una serie de evidencias que demuestran que el nacimiento de Jesús no fue una casualidad de la historia y que su significado no fue inventado posteriormente por los apóstoles, sino que había sido previsto hacía siglos por revelación divina, y su significado ya fue dado a conocer antes de que ocurriera. (Por supuesto, si no nos molestamos en estudiar estos textos ¡que luego no digamos que no existen buenas evidencias!) El Mesías no nació como una improvisación. No vino inesperadamente. Su Encarnación fue el resultado de una cuidadosa preparación divina a lo largo de los siglos, desde los mismos albores de la historia cuando Dios dijo a Adán y Eva que un descendiente suyo vencería el mal en este mundo (Génesis 3:15). En toda la historia de Israel, Dios había anunciado a su pueblo -paulatinamente, aquí un poco, allí otro poco, pero cada vez con mayor nitidez- la venida de un Salvador, de un Rey, de Jehová mismo, Dios con nosotros.
Por lo tanto, hay muchos textos del Antiguo Testamento que Mateo podría haber citado para demostrar que la Encarnación «aconteció para que se cumpliese lo dicho por el Señor». En cambio, él ha seleccionado una cita que, según el criterio de algunos comentaristas, es un texto polémico.
Antes de mirarla en detalle, quizás este sea el momento de hacer un paréntesis y considerar globalmente el uso que Mateo hace de las Escrituras.
Vez tras vez él nos dice que algo ocurrió «para que se cumpliese lo dicho por el Señor» en algún texto del Antiguo Testamento, pero cuando examinamos aquel texto descubrimos que aparentemente no tiene nada que ver con aquello que él dice es su «cumplimiento». Esto inicialmente resulta decepcionante. Incluso podemos empezar a sospechar que Mateo está practicando el engaño. Nos da la impresión de que arranca la cita de su contexto y la aplica de una manera arbitraria (un buen ejemplo será la cita de 2:15). ¡En otras ocasiones inventa citas que ni siquiera existen en el Antiguo Testamento! (ver p.ej. 2:23).
¿Mateo es un embustero o un ingenuo? ¿No sabe entender e interpretar el Antiguo Testamento?
Todo lo contrario. Somos nosotros los que no hemos entendido bien las percepciones de Mateo.
Es cierto que hay frases del Antiguo Testamento que hablan explícita y claramente de situaciones concretas de la vida del Mesías. Esto queda demostrado en 2:4–6: los expertos de la ley en seguida saben identificar el lugar de nacimiento del Mesías, porque Miqueas 5:2 lo dice explícitamente.
Sin embargo, estas frases no agotan todo lo que el Antiguo Testamento tiene que decirnos acerca de Jesucristo. Él mismo es el tema principal de las Escrituras desde Génesis hasta Malaquías (ver Lucas 24:27). Él mismo es el punto en el cual todas las líneas de pensamiento del Antiguo Testamento tiene su encuentro. Él no sólo cumple algunas frases de la Ley y de los profetas, sino las cumple en su conjunto (Mateo 5:17). Algunos textos que profetizan acerca de El, fueron redactados por profetas que conscientemente sabían que hablaban acerca del Mesías. Pero otros muchos reciben su «cumplimiento» en Jesucristo sin que el autor conscientemente estuviera pensando en Él.
En otras palabras, el Antiguo Testamento no sólo contiene declaraciones proféticas explícitas, sino palabras, ideas y patrones que implícitamente anticipan al Mesías. Ni la serpiente de bronce, ni la roca golpeada, ni el maná en el desierto eran reconocibles para Moisés como símbolos del Mesías, pero Jesucristo los «cumple» a todos (ver Juan 3:14; 6:48–50; 1a̱ Corintios 10:4). El Éxodo en sí establece patrones espirituales (la redención, el bautismo, el peregrinaje, el reposo, etc.) que no recibirán su cumplimiento verdadero hasta la venida de Jesucristo.
Es esta convicción y percepción que subyace las citas proféticas de Mateo. Cuando él afirma que Cristo cumplió lo que los profetas habían dicho, no necesariamente está diciendo que los profetas estaban pensando conscientemente en Cristo. Más bien ve que Jesucristo es el verdadero cumplimiento de muchas palabras que inicialmente fueron dirigidas a otras personas y situaciones. Es a la luz de esta percepción que debemos entender el versículo que estamos considerando.
Si miramos el texto de Isaías (Isaías 7:14) descubriremos que la cita procede de un pasaje en el cual el profeta se dirige al rey de Judá, Acaz. Este se encuentra en un gran apuro político. Su reino está amenazado por una alianza entre Rezín de Siria y Peka de Israel. Isaías es enviado por Dios para ofrecer consuelo a Acaz y prometerle que Dios le salvará de sus enemigos. Si él cree, puede pedir la señal que sea y Dios le contestará (7:11); si no cree su casa no tardará en seguir la misma suerte que los reyes de Israel y Siria (7:9b); vendrá una terrible desolación sobre la tierra (7:17–25). Acaz era un hombre impío e incrédulo y, por lo tanto, se negó a pedir una señal. Entonces Isaías le dijo:

«Por tanto, el Señor mismo os dará señal; He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel»

¿Qué quieren decir estas palabras? Evidentemente la «señal» que Dios va a dar a Acaz, la da en ratificación de su fidelidad a la casa de David a pesar de la amenaza de los enemigos, y aun a pesar de los tiempos difíciles que se avecinan (el cautiverio babilónico). Pero ¿en qué va a consistir la señal?
Algunos comentaristas modernos sostienen que sólo significa lo siguiente: que la señal dada por Dios a Acaz era que una joven tendría un hijo y le llamaría Emanuel, no porque fuera Dios, sino porque el niño en sí era la señal de que Dios estaba con su pueblo; por lo tanto -dicen- esta señal originalmente no tiene nada que ver ni con un nacimiento virginal, ni con la Encarnación.
Sin embargo, hay serias dificultades con esta interpretación:-

-En primer lugar no hay ninguna evidencia bíblica de que la señal jamás fuese cumplida en este sentido.
-En segundo lugar ¿qué clase de «señal» es el solo nacimiento de un niño llamado Emanuel? Una señal en la Biblia siempre es un intervención clara, poco usual, normalmente milagrosa, de parte de Dios. ¿Dónde está lo asombroso en el nacimiento de un niño?
-En tercer lugar, parece claramente establecido a estas alturas que la palabra hebrea traducida por «virgen» (almâ) no significa una mujer joven cualquiera, sino una joven no casada. Desde luego, esto es lo que entendieron los traductores de la versión griega del Antiguo Testamento en el segundo siglo antes de Jesucristo. Ellos no tenían ningún interés en modificar el texto hebreo a fin de hacerlo encajar mejor con el nacimiento de Jesús. Son traductores imparciales. Pero ellos no dudan en traducir esta palabra por «virgen» (párthenos)*
Aquí, pues, está la señal. Quien va a dar a luz es una mujer no casada. Y pienso que no hay ni amago de sugerencia en la profecía de Isaías de que el engendramiento sea fruto de una relación inmoral -casi sería blasfemia pensar que el Emanuel prometido por Dios fuera un bastardo- y en cambio sí hay indicación de que su engendramiento será extraordinario. Es de suponer que esta virgen concebirá sin haber tenido relaciones sexuales con ningún hombre. -En cuarto lugar, es obvio que el niño de Isaías 7:14 no es otro que el niño de Isaías 9:6. El nombre del uno «Dios con nosotros», no es muy diferente del otro: «un hijo nos es dado… Dios fuerte». Y puesto que los demás nombres que él recibe son descripciones de su persona (Admirable Consejero; Príncipe de Paz) es de suponer que «Dios fuerte» y «Padre eterno» también lo son. El niño se llama «Dios con nosotros», no sólo porque su nacimiento es señal de la presencia de Dios con su pueblo, sino porque Él verdaderamente es Dios con nosotros.
-En quinto lugar, el niño de Isaías 9:6, claramente no es un hijo cualquiera. La descripción del profeta no deja lugar a dudas de que se trata del mismo Mesías: «el principado sobre su hombro… lo dilatado de su imperio y la paz no tendrá límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo enjuicio y en justicia desde ahora y para siempre» (Isaías 9:6–7). Sabemos por el conjunto de las Escrituras que las promesas de fidelidad de parte de Dios a su pueblo iban a recibir su pleno cumplimiento en la venida del Mesías. Por lo tanto, es en torno a esa venida que esperaríamos que la promesa de fidelidad dada a Acaz recibiese su señal y cumplimiento. La «señal» en cuestión -como la que el ángel dio a los pastores (Lucas 2:12)- apunta hacia la identificación del Mesías que ha de venir. Claramente fue en este sentido que Mateo la entendió.
Por todas estas razones la interpretación que sólo ve aquí el nacimiento de un niño cualquiera nos parece totalmente inadecuada.
Por otra parte debemos reconocer que hay ciertas dificultades en pensar que Isaías tuviera en mente el nacimiento del Mesías. Principal entre ellas es el hecho de que el versículo 16 de su profecía parece indicar (aunque no necesariamente) que el niño nacerá antes de la eliminación de Rezín y Peka. En tal caso la profecía difícilmente puede aplicarse en primer lugar a Jesucristo.
Lo que, en todo caso, queda fuera de toda duda es el absoluto acierto de Mateo al aplicar esta profecía al nacimiento de Jesús. Aun si suponemos -y es mucho suponer- que hubo un primer cumplimiento de esta señal en tiempos de Acaz, es evidentísimo que las palabras de Isaías encuentran un cumplimiento mayor, más perfecto, más profundo y más verdadero en la Encarnación.
Jesús nació de una virgen, el único caso documentado de la historia. Las dos narraciones del engendramiento, el de Mateo y el de Lucas, escritos desde perspectivas tan diferentes, se ponen de un acuerdo perfecto para persuadirnos que los hechos realmente ocurrieron así. El engendramiento milagroso de Jesús es una «señal» poderosísima de que el niño que nace, si bien plenamente humano, no es un ser humano cualquiera, sino Dios con nosotros; como también la vida posterior de este Niño, única, irrepetible, inimitable, es la confirmación de que algo especial debería haber en su nacimiento.
Aun en el caso de que Isaías no estaba pensando en el Mesías, lo cierto es que sus palabras son cumplidas a la letra por los detalles del engendramiento de Jesús. Y de todos modos, como Mateo nos recuerda, lo que Isaías mismo haya pensando es una consideración secundaria, porque más allá de él estaba el Señor, hablando «pormedio del profeta», conocedor del final desde el principio, cuidando la exactitud de las palabras pronunciadas para que en todo correspondiesen a la Encarnación venidera.
Una última consideración en torno a esta profecía. Si el profeta dijo que «llamarían su nombre Emanuel» ¿cómo es que el ángel dio instrucciones de que fuera llamado Jesús?
La respuesta seguramente tiene que ver con el concepto hebreo de lo que es un nombre. Para nosotros el nombre de una persona no es más que una «etiqueta» que le ponemos para identificarla. Pero como hemos visto, para los hebreos el nombre reflejaba algún aspecto importante de su personalidad. A nosotros lo que nos importa de un nombre es la palabra; a ellos les importaba más el significado. Y en cuanto a su significado, desde el día de su nacimiento, Jesús es Emanuel. Este nombre es una descripción perfecta de lo que Él es en sí. Por lo tanto uno de los nombres que siempre llevará, mientras está en medio de su pueblo, es «Emanuel». Sin embargo, mientras vivía como hombre en la tierra, sin dejar de ser Emanuel, le convenía otro nombre que hiciera justicia a la finalidad de su venida: Jesús.
Ahora nos hemos desviado mucho de nuestra línea de pensamiento. Volvamos a centramos. Lo que hemos intentado demostrar hasta aquí es que la doctrina de la Encarnación, que inicialmente puede resultamos indigna de credibilidad, no nos resulta tan increíble cuando entendemos que durante siglos los profetas habían anticipado que iba a ocurrir.

LAS EVIDENCIAS DE LOS MISMOS ACONTECIMIENTOS

En segundo lugar, lo que frena nuestra incredulidad es la candidez con que los Evangelistas nos cuentan los acontecimientos mismos. La oposición de las autoridades civiles, la sorpresa de María, las dudas de José, el escepticismo de Zacarías, son reacciones que esperaríamos de cada uno de ellos, dadas las circunstancias, y justamente lo que no esperaríamos de una historia fabricada y fraudulenta. El ambiente histórico, geográfico y social del nacimiento de Jesús es narrado con tanta sencillez y exactitud que resulta difícil explicarlo como una invención fantasiosa. Casi no hay nadie que haya examinado serenamente la narración bíblica de la Navidad, que luego dude de la buena fe de los Evangelistas. (En cambio, hay muchos que tratan la Navidad como un cuento de hadas por nunca haberla estudiado).
Acabamos de ver que, cuando José se enteró del embarazo de María, no respondió ingenuamente: ¡Qué ilusión! ¡Dios ha hecho un milagro en mi novia! Su primera reacción es igual a la nuestra, si nos hubiéramos encontrado en circunstancias parecidas. El responde inicialmente con incredulidad, con desengaño y con perplejidad en cuanto a lo que debe hacer. Como ya hemos dicho, algo grande tiene que haber ocurrido para que José cambiara de idea y afrontara el chismorreo del pueblo, asumiendo la paternidad pública del hijo de María. Si no fue la visita del ángel ¿qué fue?
Igualmente con María. ¿Qué hizo que su reacción inicial de perplejidad se convirtiera en una sumisión gozosa? Lucas nos da a entender que fue el carácter sobrenatural del mensajero. ¿Qué otra explicación podemos aducir?
Por supuesto, los testimonios acerca de estos hechos no acaban con José y María. Los Evangelistas reúnen para nosotros las experiencias de otras personas involucradas en estos acontecimientos. Por ejemplo, María tenía una pariente llamada Elisabet. Después del anuncio de Gabriel, María la visitó, ya que el ángel le había dicho que Elisabet también estaba encinta. Esto en sí era causa de asombro porque se trataba una mujer de edad avanzada. Humanamente hablando era imposible que tuviera un hijo. Fue por esto que Zacarías, su marido, había reaccionado con incredulidad ante la noticia del embarazo, de manera que Dios le había castigado dejándole mudo en tanto no naciera su hijo. Y todo esto ocurrió, no en un rincón perdido del país, sino en el Templo de Jerusalén, delante de toda una multitud (Lucas 1:21–22).
Harto conocidas son las historias de los pastores y los Magos. Pero su misma familiaridad quizás nos haga olvidar su importancia como testimonios de la veracidad de la narración de los Evangelistas.
Menos conocidas, pero igualmente importantes, son las reacciones de Ana y Simeón cuando Jesús fue llevado a Jerusalén para ser circuncidado. Nuevamente se trata de un testimonio al mesiazgo de Jesús, dado en el mismo corazón del pueblo de Israel, el Templo. De Ana se nos dice que «hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén» (Lucas 2:38). Simeón, por su parte, estaba tan convencido de que en Jesús se habían cumplido las promesas mesiánicas del Antiguo Testamento que, tomando al niño en sus brazos, dijo: «Ahora, Señor, despide a tus siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación; la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel» (Lucas 1:29–32). Lo sorprendente de sus palabras es que no sólo había comprendido las implicaciones de la venida de Jesús para los gentiles, sino también tenía plena conciencia de cómo Dios había ido preparando el terreno a lo largo de los siglos para la venida de su Hijo. Además comprendía que aquella preparación no había sido una cosa oscura, escondida del escrutinio público, sino algo abierto a la investigación y comprensión de cualquiera, elaborado «en presencia de todos los pueblos».
Si los autores bíblicos se detienen para contarnos todos estos detalles en torno al nacimiento de Jesús, no es sólo para satisfacer nuestra curiosidad ni porque pretendan darnos una biografía completa de su vida (nada nos dicen, por ejemplo, del resto de su infancia y juventud) sino precisamente porque son evidencias cruciales en cuanto a la naturaleza del Niño que ha nacido. La intención de los Evangelistas es la de conducirnos a la fe en Jesucristo, a ver en Él el cumplimiento verdadero de las promesas de Dios, a comprender que Él es el Rey que había de venir del linaje de David, el Salvador que había de redimir a su pueblo, el Profeta que había de traer el mensaje definitivo de Dios, en fin, el Hijo de Dios, encarnado para efectuar nuestra salvación. Si nos cuentan estas historias navideñas, es porque constituyen un amplio cuerpo de evidencias para que podamos entender quién era Jesús y llegar a creer en Él. Testigos hubo de su nacimiento, y muchos. Los contemporáneos que tenían algo de sensibilidad espiritual comprendían, por revelación divina, que algo especial estaba ocurriendo, que había llegado finalmente el momento vislumbrado por los profetas, que después de toda una serie de promesas hechas a su pueblo, Dios por fin cumplía su palabra. «Cuando vino la plenitud del tiempo -dice el apóstol Pablo- Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley» (Gálatas 4:4).
En Navidad, pues, celebramos este hecho trascendental: Dios vino a morar entre nosotros en la persona de Jesucristo. ¿Crees esto? Es difícil creer el testimonio de personas que no conocemos. Es difícil creer en visiones que algunos tuvieron hace dos mil años. Podríamos dedicar tiempo a hablar de la fidedignidad de los documentos bíblicos a fin de robustecer la base de nuestra fe. Pero a fin de cuentas ¿cómo vamos a creer esto?

LA EVIDENCIA EXPERIMENTAL

La maravilla es que Dios nos entiende. Conoce nuestras dudas y, si nos acercamos con sinceridad, Él sale a nuestro encuentro. Sin despreciar ni por un momento la verdad de todo lo que hemos visto hasta aquí, Dios no nos pide que creamos en la Encarnación solamente sobre estas bases. Los mismos discípulos de Jesús no llegaron a creer en Él como hijo de Dios, Rey de la gloria, nacido de una virgen por obra del Espíritu Santo, solamente por el testimonio de María, de José, de Elisabet, o de Simeón. Llegaron a creer en Él porque vivieron con Él.
Fue la convivencia con Jesús la que les convenció de su divinidad. El apóstol Juan nos lo explica en estos términos: «El Verbo (de Dios) fue hecho carne, y habitó entre nosotros, y nosotros vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre» (Juan 1:14). O, nuevamente: «Lo que era desde el principio, lo que nosotros hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos, tocante al Verbo de vida.… lo que hemos visto y oído, esto os anunciamos» (1a̱ Juan 1:1, 3). Juan es consciente del dilema. ¿Cómo trasmitir a otros la emoción, la intensidad, la gloria de lo que los discípulos han vivido? ¿Cómo convencerles de que no es un «cuento de hadas»? El que Dios se haya manifestado en forma humana, no hay palabras adecuadas para explicarlo. Lo único que Juan puede hacer es insistir en la fidelidad de su propio testimonio: ¡Lo he visto, lo he escuchado! ¡Lo hemos tocado, hemos convivido con Él! ¡No os estamos engañando; esto es lo que hemos visto y oído!
Pedro se encuentra ante el mismo dilema. Sabe perfectamente que los inventores de religiones tienden a la exageración, a narraciones fraudulentas apoyadas en milagros y señales. Sabe distinguir entre hechos históricos y leyendas inventadas. Viviendo en el primer siglo, en medio de sociedades caracterizadas por el pluralismo religioso, con tantos rumores de milagros, misterios y mitos, con tantos dioses que se transforman en hombres, y hombres que se convierten en dioses, su gran problema es: ¿cómo convencer a mis lectores de la veracidad de la Encarnación de Dios en Jesucristo? ¿Cómo hacerles entender que los mitos se han hecho realidad en Jesús?

«No os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honor y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo mi complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo» (2a̱ Pedro 1:16–18).

Sin querer ser irreverentes con el texto bíblico, yo quisiera expresar en primera persona el conjunto del testimonio que Pedro nos da en esta cita y en otros lugares. Podría ser el siguiente:-

Un día, cuando yo remendaba mis redes, Jesús de Nazaret me llamó a ser su discípulo. Yo ya tenía mis sospechas de que Él podría ser el Mesías. Decidí ir con Él y empecé a conocerle más de cerca. Poco a poco mis criterios acerca de Él iban cambiando. Vi cómo sanaba enfermos, cómo calmaba la tempestad, cómo echaba fuera a los demonios, cómo demostró tener autoridad para perdonar pecados, cómo resucitó a muertos. Vi que Él hacía cosas que sólo Dios puede hacer, y pensé: el poder de Dios está con Él. Pero el poder de Dios también había estado con Moisés y los profetas. Sin embargo, con Jesús había una gran diferencia. Ellos habían hecho señales en el nombre de Dios; Jesús nos enviaba a hacer señales en su propio nombre. Ellos siempre decían: Dios ha dicho…; Jesús decía: Yo os digo… Ellos eran pecadores como nosotros; después de convivir con Jesús a lo largo de tres años nunca he visto ni sombra de pecado en El. El poder de Dios estaba sobre ellos; pero en el caso de Jesús es como si el poder de Dios emanara de Él mismo. Ellos reflejaban algo de la gloria de Dios. Pero yo tenía cada vez más intensamente la convicción de que al estar en presencia de Jesús, estaba en presencia de Dios. Sin embargo, esto sólo sirvió para aumentar mis dudas. Creer que un dios se puede hacer hombre está muy bien para los paganos -los romanos, por ejemplo- pero los judíos sabemos que Dios es uno, invisible, trascendente. A Dios nadie lo ha visto jamás. Ni siquiera era dado a Moisés poder verle de cara porque ningún hombre pecador, como nosotros, puede mirar a Dios y sobrevivir. Dando vueltas al asunto llegué a pensar que Jesús, de alguna manera que yo desde luego no alcanzaba a entender, había de ser Dios reducido a tamaño humano, Dios hecho accesible para nosotros. Claro está que en la medida en que Dios se reduce a nuestra forma humana, y se sujeta a nuestra condición y en que el Invisible se hace visible y el Eterno temporal, se me planteaba la pregunta si era legítimo seguir hablando de Él como de «Dios». Cuando una mariposa es crisálida ¿también es mariposa? Cuando el agua se convierte en hielo o vapor ¿es lícito seguir llamándola «agua»? Por lo tanto, cuando un buen día Jesús mismo nos preguntó: ¿Quién decís que soy yo? Le contesté: Tú eres el Hijo del Dios viviente. «Hijo de Dios» me parecía una frase que hacía justicia a la realidad que yo había percibido en Él. Mi respuesta le agradó. Y fue poco después que viví la experiencia más reveladora en este proceso de llegar a conocer a Jesús. Yo subí a un monte con Él, juntamente con Jacobo y con Juan. Cuando estábamos allí, en la cima, el hombre Jesús fue transformado delante de nosotros. La gloria de Dios que habíamos llegado a percibir en Él tomó forma visible. Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se hacían blancos como la luz. Y desde el cielo vino una voz: Este es mi Hijo amado. Dios mismo desde la gloria ratificó la definición de la persona de Jesucristo que Él antes me había revelado al corazón. Desde entonces mi relación con Jesús cambió. Comprendí quién era. Comprendí que, si bien como hombre Él convivía plenamente con nosotros, como Dios tenía acceso a un mundo invisible en el cual Él participaba de la comunión de los santos en la esfera eterna. Desde entonces no sólo era mi Maestro, ni sólo mi Rey; también era mi Dios.

Los discípulos creyeron que Jesús era el Hijo de Dios porque le conocieron en persona y convivieron con Él. Pero ¿qué de nosotros, que no tenemos este privilegio?
Nosotros también hemos de convivir con Jesús para poder aceptar sus divinidad como algo más que un dogma teórico. Primero hemos de convivir con Él en las páginas de las Escrituras: ponernos en el lugar de los discípulos y revivir el asombro de sus milagros y señales, la autoridad de sus enseñanzas, la compasión de su actitud hacia los necesitados, el amor de su relación con los que le seguían y la salvación que proporcionaba a todos los que le buscaban. Necesitamos ver que ni sus amigos más íntimos, ni sus enemigos más injustos podían acusarle de pecado, y que ni los unos ni los otros jamás cuestionaban la autenticidad de sus milagros. Debemos descubrir la realidad histórica acerca de Jesucristo por medio de las evidencia y datos narrados por los testigos oculares, los escritores del Nuevo Testamento.
Porque los apóstoles, más que teólogos eran testigos. Quiero decir, que su afán no era tanto el de elaborar sistemas teóricos de pensamiento religioso como el de dar fe de los hechos históricos de la vida, persona y obra de Jesucristo. Si menospreciamos su testimonio, naturalmente nunca vamos a conocer en experiencia propia el significado de la Navidad.
Su testimonio provee un fundamento adecuado para nuestra fe. Lo podemos desatender. Por intereses creados, podemos buscar argumentos para intentar invalidarlo. Pero si lo escuchamos seria, sincera y desinteresadamente, es plenamente adecuado como para convencernos de la trascendencia y lugar único de Jesucristo en la historia de la humanidad, del poder de Dios en sus actos, de la autoridad de Dios en sus palabras, de la paciencia de Dios en su persona, y de la salvación de Dios en todo el propósito de su vida. Por así decirlo, el testimonio de los apóstoles nos abre la puerta de la fe.
Pero luego hemos de entrar por ella.
Si la evidencia bíblica es cierta, Jesucristo resucitó de la muerte. No está muerto sino vivo. La razón por la que hoy no tenemos el privilegio de convivir con Él como los primeros discípulos, es que ascendió a la diestra del Padre. Y la razón de su ascensión fue que convenía que dejase de estar en este mundo en forma física (limitada a un solo lugar) a fin de estar entre nosotros por medio de su Espíritu (presente en todos los lugares a la vez) «Os conviene que yo me vaya -dijo a los discípulos- porque si no me fuere, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré» (Juan 16:7). A través del Espíritu, Jesús «está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mateo 28:20).
Si esto es cierto, Jesucristo no está lejos de nosotros. Por su Espíritu Él está a tu lado, ahora cuando lees estas palabras. No le ves. No le oyes audiblemente. Pero si la evidencia bíblica es cierta, entonces la presencia actual de Jesucristo, por su Espíritu, es igualmente cierta. Es decir, la evidencia experimental está a tu alcance, si sólo crees.
El testimonio apostólico nos abre la puerta de la fe. Entramos por ella cuando, en la intimidad e intensidad de un corazón sincero, le damos entrada como Señor y Salvador de nuestras vidas. Lo hacemos por medio de la oración.
Las palabras de nuestra oración podrían ser semejantes a las siguientes:

«Señor Jesucristo, no te veo pero, porque hasta aquí lo que he entendido del testimonio apostólico me convence, quiero creer que Tú me oyes. En la medida en que yo he ido entendiendo las evidencias históricas y bíblicas, he ido creyendo muchas cosas acerca de Ti y acerca de mí mismo. De mí mismo he aprendido que verdaderamente soy un desgraciado. Me veo como un pecador inexcusable, responsable y culpable, sucio y miserable, sin palabras para poder justificarme ni encubrir mi vergüenza ante Ti. De Ti he aprendido que eres el Salvador de pecadores como yo. Te pido que Tú me salves a mí. También he aprendido que eres el Rey. Tú eres el Mesías enviado por Dios. He comprendido que sólo puedo ser salvo por Ti si pertenezco a tu pueblo, si acato tu autoridad y me someto a tu señorío. En la medida, pues, en la que he podido creer en Ti, te entrego mi vida y me comprometo a vivir como tu siervo. También he comprendido que en mí no reside la capacidad de servirte ni obedecerte como Tú deseas y mereces. El pecado me domina. Por lo tanto pido que me des tu Espíritu para que Él me confirme en la fe y me capacite para vivir rectamente ante Ti»

Quien tiene el Espíritu Santo, convive con Jesucristo. Para tal persona el testimonio de los apóstoles es confirmado por la evidencia personal de la presencia de Cristo. Quien tiene el Espíritu, «ya no cree solamente por el testimonio de otros, porque él mismo ha oído, y sabe que verdaderamente Jesús es el Salvador del mundo» (Juan 4:42). El testimonio objetivo e histórico de las Escrituras queda ratificado por el testimonio subjetivo, íntimo y presente del Espíritu (Romanos 8:16–17).
Si nunca has orado con palabras parecidas a estas, ¿qué impide que lo hagas ahora mismo?

EL VERDADERO IMPEDIMENTO A LA FE

¿Qué lo impide? Posiblemente varias cosas.
Puede ser que aun no conoces suficientemente ni el Evangelio, ni las evidencias históricas y bíblicas del Evangelio, como para poder orar así sin hacer violencia a tu integridad intelectual. En tal caso, es cuestión de seguir investigando.
Más probable aún, sin embargo, es que el obstáculo se encuentre a nivel de la voluntad, más que de la mente. Tener que reconocer nuestra impotencia moral, nuestra necesidad de salvación, es humillante. Nuestro orgullo en seguida se levanta en protesta. Dará un golpe mortal a nuestra conversión, a no ser que nosotros tengamos el valor de darle un golpe mortal a él. La humildad y el quebrantamiento de corazón son prerrequisitos indispensables para que el ser humano pueda experimentar personalmente la comunión con Dios (ver p.ej. Isaías 57:15; 66:2; Salmo 138:6). Muchos que dicen que no pueden creer el Evangelio porque no les convence, harían bien en ser honestos consigo mismos y preguntarse si el verdadero obstáculo no es más bien su propio orgullo.
Hay muchos que dicen que quisieran creer en Dios pero no pueden. ¿Porqué no me habla Dios, si existe? preguntan. ¿Por qué no hace algo para eliminar toda duda en cuanto a su existencia? El mundo de la Naturaleza y las circunstancias de la vida no les dicen nada de Dios, porque no tienen oídos para oír ni ojos para ver. Tampoco les convence el testimonio de otros de su experiencia de Dios, porque la consideran subjetiva o relativa. Pero ante la intervención de Dios en el mundo en la persona de Jesucristo no tienen excusa. En primer lugar, los Evangelistas nos ofrecen unos datos rigurosamente seleccionados y expuestos como evidencia de ella. En segundo lugar esta intervención es para nosotros («Dios con nosotros»); es decir, su validez puede ser aplicada y experimentada en la vida de toda persona que quiera recibirla.
El problema de fondo es que sólo quieren relacionarse con Dios sobre la base de sus propias condiciones. Están dispuestos -deseosos- a relacionarse con el Dios que solucione todos sus problemas y satisfaga sus necesidades materiales, emocionales, e intelectuales. Pero Dios pone sus condiciones. El no puede tener comunión con el hombre mientras éste persiste en ser dios para sí mismo. El Dios Santo no quiere relacionarse con el hombre mientras éste permanece en su inmundicia. Hay una dimensión altamente moral al conocimiento de Dios. Si queremos apropiar para nosotros los beneficios de la Encarnación, tendremos que enfrentarnos previamente con nuestra propia condición moral.
Es bien cierto que una de las finalidades de la venida de Jesucristo fue la revelación de Dios al hombre. «He manifestado tu nombre» es la fórmula empleada por Cristo mismo para describirla (Juan 17:6, 26). Pero Cristo no dio a conocer al Padre sólo para satisfacer nuestra curiosidad intelectual. Lo hizo más bien para poder efectuar nuestra reconciliación con Dios. Y puesto que lo que impide esta reconciliación es el pecado, el «salvar al hombre de sus pecados» es un paso imprescindible en el camino de la reconciliación. Como consecuencia, la persona cuyo interés en la Encarnación de Jesucristo sólo radica en una curiosidad académica acerca de la existencia de Dios, tropezará siempre con la dimensión moral del Evangelio. Jamás llegará a comprender que la frase «salvará a su pueblo de sus pecados» es inseparable de la otra que quisiera escuchar: «Él te demostrará la existencia de Dios».
El camino a Dios siempre es un camino moral, y nunca meramente intelectual. El hombre que sólo busca respuestas académicas, sin a la vez disponerse para una transformación personal a través de la angustia del conocimiento de sí mismo, la humillación, la convicción de pecados, y el arrepentimiento, jamás encontrará esas respuestas, y dará la espalda al Evangelio considerándolo un pobre engaño. En cambio, el hombre que se acerca al Evangelio consciente de su fracaso humano y su culpabilidad, está en vías de descubrir la gloria de Dios en la faz de Jesucristo.
No quiero decir con esto que el Evangelio no tenga respuestas que ofrecer a nivel racional, ni mucho menos que el conocimiento de Dios implique el suicidio intelectual. Al contrario, hemos visto que los primeros capítulos del Evangelio de San Mateo están llenos de evidencias dirigidas, por supuesto, a nuestro intelecto. Lo que digo es que la integridad intelectual no es suficiente en sí. También hace falta una integridad de corazón, o sea, la disposición de responder con arrepentimiento a la voz del Espíritu Santo cuando, en medio de nuestra investigación académica, nos convence de pecado. Tanto el cerrar los oídos como el cerrar el corazón, tanto el dejar de pensar como el dejar de amar, son pecados contra el Espíritu Santo en su labor de revelarnos el camino a Dios.
Más aún, no sólo tenemos que reconocer que somos pecadores sino también darnos cuenta de que necesitamos ser salvados de nuestro pecado. Casi todo el mundo está dispuesto a reconocer que en algún momento ha pecado. Pero son muy pocos los que comprenden que su situación es tan desesperada que el único remedio es un acto de salvación de parte de Jesucristo. O bien se conforman con su situación, quizás porque les guste o quizás porque se creen bastante «decentes» u «honrados»; o bien intentan mejorarse ellos mismos, creyendo que un poco de esfuerzo bastará para remendar las grietas de su fachada moral; o bien se creen casos muy especiales por los cuales Cristo no podrá hacer nada, quizás porque sean demasiado malos o quizás porque sean demasiado «complicados». Algunos se pierden por muy buenos, otros por muy malos, pero pocos se salvan, porque no entienden el carácter moral de la intervención de Dios en la vida del hombre o, si la entienden, no están dispuestos a someterse a ella.
Es importante recalcar esto a la luz de las actitudes religiosas de mucha gente de hoy. Algunos dicen: si Dios es un dios de amor, seguramente me perdonará los pecados. En cierto sentido tienen razón, porque Dios desea perdonarnos y, por supuesto, se caracteriza por una gran benevolencia hacia nosotros. Pero es evidente que tales personas no han comprendido la naturaleza exacta de su condición humana. Piensan que un poco de perdón bastará para remediar el problema de sus pecados. Además de no haber entendido lo que hemos dicho (capítulo 4) acerca de la propiciación como base necesaria para el perdón, tampoco han comprendido que son esclavos del pecado, que son impotentes ante su fuerza, y que, por mucho «perdón» que reciban, no tendrán el poder de vencer el pecado en el futuro. El perdón en sí no ofrece una solución final para la pecaminosidad humana. Puede suavizar las consecuencias del pecado, pero no libera al hombre de su esclavitud moral.
Si el problema del hombre fuera tan sólo los pecados en sus manifestaciones externas, el perdón de Dios quizás bastaría para solucionarlo. Pero el problema del hombre es mucho más radical, y por esto tuvo que venir Cristo. El problema básico, más allá de los llamados «pecados», es el pecado, esa potencia desastrosa, destructora, que gobierna al hombre sin que él mismo lo desee (Romanos 7:15–24). El hombre no está libre. Es el esclavo del «pecado», de las tinieblas, y el Hijo de Dios vino para darle la libertad. Servimos a uno de los dos maestros: A Dios o al Diablo, al Espíritu Santo o al espíritu de Mamón (Mateo 6:24). Si no servimos a Dios, es al pecado a quien servimos. Dios tiene que salvarnos, pues, mediante una redención, una liberación de esta situación en la que nos encontramos. No basta con que Dios nos perdone, puesto que el «perdón» no soluciona todas las dimensiones de nuestro problema.
A veces se oye decir a la gente que no quiere ser cristiana porque le gusta estar libre. ¡Qué engaño! ¡Qué ilusión! Lo que tales personas quieren decir en realidad es que les gusta servir a este principio de pecado, de egoísmo, que radica en ellas. Es decir, son esclavos de sus propios intereses. Las dos alternativas que se ofrecen al hombre no son la libertad o el cristianismo, sino la esclavitud al pecado o el servicio de Dios (Romanos 6:17–22). Aquella, con el paso del tiempo, degrada al hombre; ésta resulta ser una auténtica liberación.
Lo grande de la proclamación del ángel a José es que Cristo no ha venido sólo para perdonar los pecados, sino para salvar al hombre del pecado. Lo trágico es que muchos no quieren reconocer que el conocimiento de Dios depende de la salvación de los pecados. Quieren tener relaciones con Dios sin la humillación del arrepentimiento y de la salvación en Cristo. Es decir, quieren que Cristo sea «Emanuel» sin ser «Jesús». Y lo desean así porque no quieren enfrentarse consigo mismos. No se atreven a ver lo que realmente son. Prefieren vivir engañados.
Este es el motivo fundamental por el que el hombre no conoce a Dios, y es mediante esta clase de negación de la realidad que el maligno ha cegado los ojos del hombre para que no llegue a la luz del Evangelio.
Si el ser humano no tiene ojos para ver la intervención de Dios en el mundo es porque no comprende la finalidad de ella. Piensa que Dios debe revelarse con el único propósito de darse a conocer (es decir, de quitar toda duda en cuanto a su existencia) o de solucionar los problemas y las injusticias de la sociedad. No comprende que Dios tiene interés en revelarse a fin de efectuar la reconciliación del hombre consigo, y que no hay solución para los problemas del mundo sin esta reconciliación. Como consecuencia el hombre, demasiado orgulloso para pensar que él sea ciego, niega que Dios jamás haya intervenido de una manera inteligible en la vida y la historia humanas.
Si hoy no puedes creer en Jesucristo, pregúntate si tu problema es intelectual o moral, si es una cuestión de la mente o de la voluntad, si en el fondo se debe a una falta de evidencias o a una falta de disposición de reconocer tu fracaso y necesidad de salvación.
Jesucristo mismo dice que «el que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios» (Juan 7:17). El convencimiento intelectual y la disposición moral van cogidos de la mano. El verdadero impedimento a la fe no es la falta de evidencias sino el orgullo.

DIOS CON NOSOTROS

 

                                       EMANUEL, DIOS CON NOSOTROS

El significado de la Navidad puede ser resumido en una sola palabra: «Emanuel». Mateo mismo nos la ha traducido: «Dios con nosotros». El Dios que siempre ha existido, que es la mayor realidad de la vida, origen de las demás realidades, Creador del universo, y sin el cual nuestra vida carece de significado, dirección y propósito, irrumpe en nuestra historia de una manera nueva y asombrosa.
En la Navidad recordamos cómo unos Magos dieron regalos a Jesús. Pero el gran regalo de la Navidad lo constituye Jesús mismo. El es el «don inefable» que Dios nos ha enviado (2a̱ Corintios 9:15). Y a través de Cristo, Dios también nos colma con otros muchos regalos: la dádiva de la vida eterna (Romanos 6:23), el don del Espíritu Santo (Hechos 2:38), la gracia de la salvación (Efesios 2:8). Celebrar la Navidad y no aceptar estos regalos de parte de Dios es absolutamente incomprensible.
¿Has recibido tú el gran regalo de Dios, el Señor Jesucristo? ¿Le has reconocido como tu Señor y Salvador? ¿Has encontrado en Él a Aquel que vino a este mundo para rescatarte de la miseria de una vida sin sentido, dirección, ni felicidad y constituirte heredero de la vida eterna? A los que le reciben, a los que creen en Él como a quien realmente es -Dios, Rey y Salvador- les da potestad de ser hechos hijos de Dios (Juan 1:12). ¿Tú has creído en Él?
O para volver a la experiencia de Pedro, ¿alguna vez has subido al monte y has visto a Jesús transfigurado? No estoy hablando de arrebatamientos místicos, sino de la iluminación de la mente, la comprensión asegurada de que Jesús verdaderamente es el Hijo de Dios, la confirmación de parte de Dios, en la intimidad del alma, de quién es el Niño que nació en Belén.
Cada año nuestros vecinos celebran la Navidad. Si les preguntamos ¿qué significa la Navidad? muchos sabrán darnos una respuesta correcta: es el cumpleaños de Jesús, el Hijo de Dios. Pero no es más que una respuesta teórica aprendida de memoria. Para poder contestar con convicción y coherencia, debemos haber subido al monte con Cristo. No es cuestión de repetir una frase ortodoxa, sino de haber vivido con nuestra vida, haber visto con nuestros ojos, escuchado con nuestros oídos, comprendido con nuestro entendimiento, aceptado con nuestra fe, que el Niño de Belén es Dios nuestro. Dios contigo. Dios conmigo. Dios con nosotros.
El Señor nos trata a todos de maneras distintas, pero en la experiencia de todo aquel que cree en Jesucristo viene de alguna forma esta revelación de parte de Dios. No es carne ni sangre quien pueda revelarnos estas cosas. Nosotros también necesitamos «ver» a Jesús transfigurado. A la gran mayoría, dudo que Dios nos vaya a enviar un ángel o transportarnos al cielo. Más bien será una revelación en la intimidad del corazón, un encuentro con el Señor Jesucristo en las páginas de las Escrituras y en la comunión del Espíritu. Pero tarde o temprano llega el momento en el que por fe tenemos que responder: Sí, ahora lo veo; la historia ya no es la misma para mí; no es un sinfín de acontecimientos caóticos sin hilo ni propósito; la historia ya tiene su clave, su momento de explicación, porque creo que en medio de la historia irrumpió Dios y se hizo hombre. «A Dios nadie le ha visto jamás, pero el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Juan 1:18). La verdadera felicidad para nosotros en la Navidad estriba en el conocimiento de Dios a través de Jesucristo.

EMANUEL, DIOS CON NOSOTROS

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