Judas, siervo de Jesucristo y hermano de Jacobo…
El autor de nuestra epístola se presenta como Judas… hermano de Jacobo. En el siglo primero había un solo Jacobo en el mundo cristiano que podía ser nombrado así, sin necesidad de más introducción ni mayores detalles de referencia.
Tiene que tratarse de Santiago, autor de la epístola homónima, ilustre líder y «columna» de la iglesia de Jerusalén (Gálatas 2:9; Hechos 12:17), un hombre que —según Flavio Josefo— era respetado por su piedad, tanto por judíos como por cristianos, y conocido como Santiago el Justo, quien sufrió el martirio apedreado por orden del Sanedrín en el año 62 d.C3. Él, y sólo él, era tan conocido en el mundo judeo-cristiano del primer siglo que, nada más nombrarle Judas como hermano suyo, en seguida los lectores sabrían de quién se trataba.
A nosotros quizás nos suene algo menos el nombre de Jacobo que el de Pablo, Pedro o Juan, pero seguramente no era así en las primeras décadas de la Iglesia, cuando Jacobo actuaba como portavoz de la congregación de Jerusalén y cuando ésta era la iglesia madre de la cristiandad.
Ahora bien, el mismo Santiago es llamado por Pablo el hermano del Señor (Gálatas 1:19), lo cual hace probable que Judas también lo fuera. Y, efectivamente, el testimonio de los padres de la Iglesia apunta en esta dirección.
Tanto Clemente de Alejandría como Epifanio hablan del autor de nuestra epístola como de Judas hermano de Jacobo el hermano del Señor. Además, el testimonio de las propias Escrituras señala en la misma dirección, pues tanto Marcos como Mateo incluyen a «Judas» entre los hermanos del Señor:
¿No es éste el carpintero, el hijo de María, y hermano de Jacobo, José, Judas y Simón? (Marcos 6:3; cf. Mateo 13:55).
Seguramente, pues, debemos identificar el Judas mencionado en los Evangelios con el autor de nuestra epístola. El autor dice que es Judas, hermano de Jacobo y, por extensión, hermano del Señor. ¿Es verosímil su pretensión? Algunos comentaristas —¡cómo no!— han pretendido que no es posible, y han buscado otras teorías para explicar el origen de la Epístola. Pero, a nuestro juicio, todas resultan ser más difíciles de creer que la explicación ya dada.
De hecho, tanto las evidencias internas como las externas apoyan la candidatura de Judas, hermano del Señor. En cuanto a las evidencias internas, podemos señalar las siguientes:
— En primer lugar, por supuesto, está el hecho de que la Epístola pretenda ser de él. A no ser que se puedan aducir argumentos contundentes para demostrar su falsedad, la firma de la carta debe ser respetada.
— La aceptable calidad del griego del texto original apunta hacia alguien con una buena formación helenística. Por otra parte, el tono de la Epístola es eminentemente judío, con citas de libros apócrifos y ritmos lingüísticos típicos de un trasfondo arameo (especialmente, la tendencia a reunir frases en grupos de tres).
Esta combinación de un buen conocimiento del griego con notables elementos judíos es justo la que esperaríamos de alguien como Judas, nativo de Galilea, provincia bilingüe y bi-cultural. Las mismas características, por cierto, se encuentran en la Epístola de su hermano Santiago.
— Hay notables afinidades de pensamiento y lenguaje entre las epístolas de Judas y la de Santiago, lo cual sirve para reforzar la atribución.
— El autor, evidentemente, no se considera parte del círculo apostólico, porque, al hablar de los doce (vs. 17–18), lo hace en tercera persona (ellos), no en primera (nosotros). Por tanto, no debemos asociarle —como han querido algunos— con el Judas hermano [mejor, hijo] de Jacobo de las listas evangélicas (Lucas 6:14–16).
Ahora bien, una de las principales razones para incorporar un texto en el canon del Nuevo Testamento era su atribución apostólica. Un texto claramente noapostólico, como la Epístola de Judas, sólo sería incorporado si las iglesias estaban plenamente convencidas de su valía intrínseca y de la autoridad incuestionable del autor; y esta clase de autoridad es la que los hermanos carnales de Jesús parecen haber tenido en la iglesia primitiva después de su conversión. Así, Pablo asocia a Jacobo el hermano del Señor con los apóstoles y habla de él como alguien que, desde el principio, ostentó un importante liderazgo en la iglesia de Jerusalén:
Entonces, tres años después, subí a Jerusalén para conocer a Pedro, y estuve con él quince días. Pero no vi a ningún otro de los apóstoles, sino a Jacobo, el hermano del Señor (Gálatas 1:18–19; cf. también 1 Corintios 9:5).
— Aun en el caso de que la Epístola hubiera sido escrita hacia finales de la era apostólica —digamos que en la década de los 70—, esto no constituye ningún escollo para la autoría del hermano del Señor. Los Evangelios (Mateo 13:55; Marcos 6:3) nos dan la impresión de que Judas era el menor —o uno de los menores— de los hermanos de Jesús. Aunque en los 70 sería ya un anciano, no es en absoluto inverosímil que fuera el autor de la Epístola.
Las evidencias externas, a su vez, indican que esta epístola, a pesar de su carácter breve y la poca profundidad de su contenido doctrinal, fue aceptada por las iglesias desde los tiempos más tempranos como documento de plena autoridad e inspiración, escrito por Judas el hermano del Señor:
— Hay pequeñas evidencias de que era conocida por algunos autores de principios del siglo II, tal y como vemos por los escritos de Atenágoro y Policarpo (muerto hacia el 160) y la Epístola de Bernabé. Al menos, estas obras se hacen eco de frases que encontramos en Judas, lo cual presenta problemas para los que la tratan como obra del siglo II.
— La Epístola aparece en la lista más antigua de libros canónicos que tenemos, el llamado Canon de Muratori (175 d.C.): Además hay una epístola de Judas y dos con el título de Juan que son aceptadas en la iglesia católica.
— Fue reconocida como documento de plena autoridad por Tertuliano (siglos II y III, convertido en el año 195 d.C.) y por Clemente de Alejandría (h.150–h.215 d.C.).
— Orígenes (h.184–h.253 d.C), si bien parece indicar que algunos de sus contemporáneos cuestionaban la autoridad de la Epístola, la aceptaba plenamente y la citaba con frecuencia.
— Aunque Eusebio (263–339 d.C.) la clasifica entre los libros discutidos (antilegomena) y aunque no fue incluida en el canon sirio (la Peshitta), la única razón de su exclusión parece haber sido el uso que la Epístola hace de varios escritos apócrifos —específicamente, La asunción de Moisés y El libro de Enocn—, cuya autoridad inspirada no era aceptada en las iglesias orientales. Aparte de esto, es un libro cuya canonicidad está casi libre de controversia. Desde luego, ninguno de los antiguos parece haber cuestionado su autoría.
Casi todo, pues, parece apoyar la autoría de Judas el hermano del Señor, y casi nada milita contra ella. En todo caso, si el autor no fue este Judas, ¿quién podría haber sido? O bien tendríamos que suponer la existencia de un Judas desconocido cuyo hermano era un importante, pero desconocido, Jacobo; o bien tendríamos que proponer un autor pseudo-epigráfico. Pero, en este último caso, ¿qué autor intentaría aumentar la autoridad de su carta escondiéndose tras una figura relativamente desconocida como Judas?
Concluimos, pues, que esta epístola se asocia claramente con el nombre de Judas el hermano del Señor y que no podemos imaginar ninguna razón de peso para esta asociación a no ser que este Judas haya sido en verdad el autor.
Este solo hecho ilumina la frase con la que Judas abre su epístola: Judas, siervo de Jesucristo y hermano de Jacobo. En seguida nos preguntamos: ¿Por qué no se presenta como Judas, hermano de Jesucristo? Aunque para algunos esta omisión es la demostración fehaciente de que el autor no era, en realidad, hermano carnal del Señor, para otros, en cambio, es evidencia de una hermosa modestia cristiana: ven en sus palabras la natural reticencia de la humildad. Además, Judas no sólo tuvo la humildad de reconocerse como siervo incondicional de su hermano Jesús, sino también la de aceptar sin envidia el mayor protagonismo de su hermano Jacobo. Por tanto, lejos de hacer alarde de su noble parentesco —y mucho más de hacer que su autoridad espiritual descanse sobre factores meramente carnales—, prefiere reconocer en Jesucristo, no a su hermano en la carne, sino a su Señor y Salvador. Se limita, pues, a llamarse siervo de Jesucristo —es decir, el esclavo consagrado de Jesús el Rey—, sabiendo que sus lectores sabrán, por la sola referencia a Jacobo, cuál es su parentesco físico con el Señor.
En realidad, este detalle es emocionante. A lo largo de su ministerio terrenal, Jesucristo tuvo que soportar los malentendidos y las interferencias de sus hermanes (por ejemplo, ver Mateo 12:46–50 y Juan 7:1–9). Lejos de reconocer su autoridad mesiánica, reaccionaron ante su ministerio con desconfianza y hasta con incredulidad. Ni aun sus hermanos creían en él, es el veredicto del apóstol Juan (7:5), mientras Marcos puntualiza que sus hermanos le tenían por loco: Cuando sus parientes oyeron esto, fueron para hacerse cargo de él, porque decían: Está fuera de sí (Marcos 3:21).
Pero, después de la crucifixión y resurrección de Jesús —y, probablemente, después de la aparición de Jesús a Jacobo (1 Corintios 15:7)—, sus hermanos se convirtieron, asumieron plenamente su mesiazgo divino, se asociaron públicamente con los demás discípulos (Hechos 1:14) y llegaron a ocupar posiciones importantes de liderazgo en las iglesias.
Tal es la transformación efectuada en la vida de Judas, que puede profesar una gozosa sumisión a aquel hermano suyo al que antes tenía por loco y al que ahora reconoce como Maestro y Rey soberano. Se define a sí mismo en los mismos términos que Santiago y Pedro —siervo de Jesucristo (Santiago 1:1; 2 Pedro 1:1)—, título de honor que, sin embargo, expresa la negación de derechos personales y una completa sumisión a la voluntad del Señor.