¿Cómo se revela la justicia de Dios?
La justicia de Dios o El significado de la expresión dikaiosynē theou (‘justicia de —o [que viene] de— Dios’) se ha discutido a lo largo de la historia de la iglesia, y en consecuencia ha dado lugar a una cantidad enorme de literatura. No es fácil sintetizar el debate, y menos aún sistematizarlo.
Primero, algunos destacan el hecho de que ‘la justicia de Dios’ es un atributo divino o una cualidad divina.
El término ‘justicia’ describe su carácter, junto a sus acciones, las cuales guardan concordancia con su carácter. Dado que Dios es ‘el Juez de toda la tierra’, es razonable pensar que siempre ‘hará justicia’. Él ama la justicia y aborrece el mal, y la justicia constituye el cetro de su reino. Entonces, la justicia es un atributo de Dios
En Romanos la justicia personal de Dios se ve en forma suprema en la cruz de Cristo. Cuando Dios ‘lo ofreció como un sacrificio de expiación’, lo hizo para ‘demostrar su justicia’ (dikaiosynē, 3:25, repetido en 3:26), y con el fin de que fuese él mismo ‘justo’ y ‘el que justifica a los que tienen fe en Jesús’ (3:26b).
En todo el texto de Romanos Pablo se esfuerza por defender el carácter y el comportamiento justos de Dios. Porque está convencido de que todo lo que Dios haga en cuanto a salvación (Romanos 3:25) o en cuanto a juicio (Romanos 2:5) es absolutamente consecuente con su justicia.
Este es el énfasis de William Campbell, o sea, que ‘la justicia de Dios’ es ‘primero y principalmente una justicia que demuestra la fidelidad de Dios a su propia naturaleza justa’, a su integridad, al hecho de ser consecuente consigo mismo. Sin embargo, este atributo de Dios no puede ser ni la única ni la principal verdad que según Pablo se revela en el evangelio (1:17), dado que ya estaba plenamente revelado en la ley.
En segundo lugar, otros recalcan que ‘la justicia de Dios’ es una actividad divina, a saber, su intervención redentora a favor de su pueblo.
Por cierto, con frecuencia su ‘salvación’ y su ‘justicia’ se encuentran interconectadas en la poesía hebrea, especialmente en los salmos y en Isaías 40–46. Por ejemplo, ‘El Señor ha hecho gala de su triunfo; ha mostrado su justicia a las naciones.’En forma semejante, Dios declara: ‘Mi justicia no está lejana; mi salvación ya no tarda’,y se describe a sí mismo como ‘Dios justo y salvador’.
Posiblemente sea una exageración sostener, a la luz de estos textos, que la justicia de Dios y la salvación de Dios son expresiones sinónimas. Más bien se trata de que su justicia denota lealtad a las promesas de su pacto, a la luz de la cual se le puede implorar y esperar que acuda a salvar a su pueblo. Por ejemplo, ‘Júzgame según tu justicia, Señor mi Dios.’ Como lo ha expresado John Ziesler, ‘la salvación es la forma que adopta … la justicia de Dios’.
Ernst Käsemann escribe sobre la justicia de Dios en función de poder, del poder salvador de Dios, por lealtad a su pacto, para derribar las fuerzas del mal y vindicar a su pueblo. N. T. Wright lo entiende en forma similar. La justicia de Dios, escribe, es ‘esencialmente la fidelidad al pacto, la justicia del pacto, por parte de Dios, quien hizo promesas a Abraham, promesas de una familia de alcance mundial caracterizada por la fe, en la cual (y a través de la cual) la maldad del mundo sería deshecha’.
Tercero, ‘la justicia de Dios’ revelada en el evangelio es un logro divino.
El genitivo ya no es algo subjetivo (como en la referencia al carácter y la actividad de Dios), sino objetivo (una ‘justicia que proviene de Dios’, como traduce la frase NVI en 1:17). De hecho, en Filipenses 3:9 el genitivo simple (‘la justicia de Dios’) ha sido remplazado por una frase preposicional (‘la justicia que procede de Dios’, ek theou). Se trata de una posición justa que Dios requiere si queremos presentarnos ante él, lo cual se logra por medio del sacrificio expiatorio en la cruz, que se revela en el evangelio, y que Dios ofrece libremente a todos los que confían en Jesucristo.
Poca duda cabe de que Pablo usa la expresión ‘la justicia que procede de Dios’ en esta tercera forma. La contrasta con nuestra propia justicia, que nos tentamos a establecer en lugar de someternos a la justicia de Dios (10:3). La justicia de Dios es un don (5:17) que se ofrece a la fe (3:22), y que podemos poseer o disfrutar.
Charles Cranfield, quien opta por esta interpretación, parafrasea 1:17 de la siguiente manera:
‘Porque en él (es decir, en el evangelio tal como se lo predica) se revela una posición justa, que es don de Dios (y de esta manera se ofrece a los hombres), y que es enteramente por fe.’ Más aún, en 2 Corintios 5:21 Pablo ha escrito que en Cristo realmente recibimos ‘la justicia de Dios’; en Romanos 4 va a escribir sobre la justicia que nos es ‘tomada en cuenta’ (‘acreditada’ o ‘imputada’), como lo fue a Abraham (versículos 3, 24); y en 1 Corintios 1:30 es Cristo mismo a quien Dios ‘ha hecho nuestra … justificación’.
Así, se puede considerar que ‘la justicia de Dios’ es un atributo divino (nuestro Dios es un Dios justo), una actividad divina (acude a rescatarnos), o un logro divino (nos concede una posición de justicia). Estos tres pareceres son reales, y han sido sostenidos por diferentes entendidos, a veces relacionándolos entre sí. En cuanto a mí, nunca he podido descubrir por qué tenemos que elegir, y por qué no pueden combinarse los tres. Hasta el profesor Fitzmyer, quien se vale de la extraña expresión ‘la rectitud de Dios’, y sostiene que es ‘descriptiva del recto ser de Dios y de su recta actividad’, agrega que también expresa ‘la posición de rectitud comunicada a los seres humanos por el misericordioso don de Dios’. En otras palabras, es al mismo tiempo una cualidad, una actividad, y un don.
Parecería legítimo afirmar, por lo tanto, que ‘la justicia de Dios’ es la justa iniciativa de Dios para poner a los pecadores en la debida relación con él mismo, concediéndoles una justicia que no les pertenece a ellos sino a él. ‘La justicia de Dios’ es la justa justificación de Dios de los injustos, su modo justo de pronunciar justos a los injustos, en el que demuestra su justicia y al mismo tiempo nos concede su justicia. Lo ha hecho por medio de Cristo, el justo, aquel que murió por los injustos, como lo explicará Pablo más adelante. Y lo hace mediante la fe, cuando ponemos nuestra confianza en él y acudimos a él en busca de misericordia.
El Juez De Toda La Tierra, ¿No Ha De Hacer Lo Que Es Justo?
Los hombres y las mujeres con sensibilidad moral siempre se han sentido perplejos ante la aparente injusticia de la providencia divina. Este no es un problema moderno. El patriarca Abraham se indignó porque Dios, con la destrucción de Sodoma y Gomorra, se proponía matar a los justos juntamente con los malos. Entonces lanzó su angustiado grito. ‘El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?’ (Génesis 18:25).
Los personajes y los autores de la Biblia vienen luchando con esta cuestión desde antiguo.
Es uno de los temas recurrentes de la literatura sapiencial, y domina el libro de Job. ¿Por qué los malvados prosperan y los inocentes sufren? Se nos dice que el pecado y la muerte, la transgresión humana y el juicio divino están agrupados, incluso soldados entre sí. ¿Por qué, entonces, no vemos con mayor frecuencia que los pecadores sean reprimidos? En cambio, con la mayor frecuencia parecerían lograr escapar con impunidad. Los justos, por otra parte, son muchas veces acosados por desastres. No es solo que Dios no los protege, sino que parece no contestar sus oraciones ni preocuparse por su destino. Por lo tanto es evidente que hay necesidad de una ‘teodicea’, una vindicación de la justicia de Dios, una justificación ante la raza humana de los caminos aparentemente injustos de Dios.
La Biblia responde a esta necesidad de dos modos complementarios.
- Primero, poniendo la mirada en el juicio final.
- Segundo (desde la perspectiva de los creyentes neotestamentarios), volviendo la mirada hacia el juicio decisivo que se llevó a cabo en la cruz.
En el Antiguo Testamento la respuesta corriente al problema seguía el primer camino, por ejemplo en el Salmo 73. Los malos prosperan, gozan de salud y poseen riquezas. A pesar de su violencia, de su arrogancia y su insolente desafío a Dios, se salen con la suya. Ningún rayo del cielo los derriba en tierra. El salmista admite que cuando sintió envidia de esa libertad para pecar e inmunidad al sufrimiento, estuvo a punto de alejarse de Dios; sus pensamientos, reflexiona, eran más los de una ‘bestia’ que de un israelita piadoso. No logró comprender adecuadamente la situación ‘hasta [entrar] en el santuario de Dios’. Entonces ‘[comprendió] el fin de ellos’. Aunque los malos se muestran tan confiados, ese lugar es más resbaladizo de lo que se dan cuenta, y llegará el día en que caerán, aplastados por el justo juicio de Dios.
En el Nuevo Testamento, se repite varias veces esta misma seguridad en cuanto al juicio final, cuando los desequilibrios de la justicia serán reparados. Pablo les dice a los filósofos atenienses que Dios ha pasado por alto la idolatría en el pasado solo porque ‘ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó’. Advierte a sus lectores en Roma que no pretendan abusar de las riquezas de la ‘benignidad, paciencia y longanimidad’ de Dios, que les ofrecen espacio para el arrepentimiento.
Pedro dirige el mismo mensaje a los ‘burladores’ que ridiculizan la noción de un futuro día de juicio. La razón por la cual no se produce es que Dios, en su paciencia, mantiene abierta la puerta de la oportunidad un poco más, ‘no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento’.
Si la primera parte de la teodicea bíblica consiste en advertir acerca de un juicio futuro y final, la segunda consiste en declarar que el juicio de Dios ya se ha llevado a cabo en la cruz. Por eso, en los días del Antiguo Testamento se permitió que los pecados se fueran acumulando, por así decirlo, sin que fuesen castigados (como merecían) ni perdonados (por cuanto ‘la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados’). Pero ahora, dice el escritor de la Carta a los Hebreos, Cristo ‘ha muerto para liberarlos de los pecados cometidos bajo el primer pacto’ (NVI).
En otras palabras, si Dios se mostró inactivo anteriormente frente al pecado no era por indiferencia moral sino por su paciencia. Dios se abstuvo hasta que viniese Cristo y se ocupase de ello en la cruz. El pasaje clásico sobre este tema es Romanos 3:21–26, al que ahora nos remitimos.
Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.
Charles Cranfield ha descripto estos seis versículos como ‘el centro y el corazón’ de toda la Carta a los Romanos. Con el fin de entenderlos, tendremos que comenzar con un breve análisis de esa enigmática frase en el versículo 21.
‘Pero ahora … se ha manifestado la justicia de Dios’.
La fraseología es casi idéntica a la de Rom1:17 (‘porque … la justicia de Dios se revela’), excepto que los verbos se encuentran en tiempo pasado y presente, respectivamente. Cualquiera sea la ‘justicia de Dios’, es evidente que se revela en el evangelio. Fue revelada allí cuando se formuló el evangelio al comienzo, y sigue siendo revelada allí toda vez que se predica el evangelio. Por cierto que esta no es la única revelación que Pablo menciona. También afirma que el poder y la deidad de Dios se revelan en la creación (Rom1:19–20), y que para los impíos que detienen la verdad, ‘la ira de Dios se revela desde el cielo’ (1:18), particularmente en la desintegración moral de la sociedad. Pero, declara el apóstol, el mismo Dios que ha revelado su poder en la creación y su ira en la sociedad también ha revelado su justicia en el evangelio.
¿Qué significa la justicia de Dios?
El significado de la justicia de Dios es algo que se viene debatiendo interminablemente. Se han ofrecido tres explicaciones principales.
Primero, según la tradición medieval.
Se decía que se trataba del atributo divino de la virtud o la justicia, como en los versículos 25 y 26 en Romanos 3, donde se dice que Dios la ‘manifiesta’. El problema con esta interpretación es que normalmente la justicia de Dios termina en juicio (ver, por ejemplo, Apocalipsis 19:11). Difícilmente esto pueda considerarse como las ‘buenas nuevas’ reveladas en el evangelio. Lutero había sostenido este punto de vista, y casi lo llevó a la desesperación. Si se puede demostrar que la justicia de Dios en ciertas circunstancias produce justificación en lugar de juicio, entonces la situación sería otra. Pero me estoy anticipando.
La segunda explicación sobre el significado de la ‘justicia de Dios’ la ofrecen los reformadores.
Para ellos, la frase significaba una posición de justicia que es ‘de Dios’ (genitivo) en el sentido de que ‘proviene de Dios’ (como traduce NIV), es decir, es concedida por él. Como expresa el versículo 21 de Romanos 3, es ‘aparte de la ley’ porque la función de la ley es la de condenar, no justificar. Esto es así aun cuando haya sido ‘testificada por la ley y por los profetas’, porque se trata de una doctrina veterotestamentaria. Dado que somos todos injustos (Rom 3:10) y por consiguiente no podemos establecer nuestra propia justicia (Rom 3:20; 10:3), la justicia de Dios es un don gratuito (Rom 5:17), al cual nos ‘sujetamos’ (Rom 10:3). Es algo que ‘alcanzamos’ (9:30), que ‘tenemos’ (Filipenses 3:9) y que, finalmente, somos ‘hechos’ (2 Corintios 5:21). ‘La justicia de Dios’, al ser un regalo para los injustos que se recibe solo por la fe en Cristo (Romanos 3:22), no es, de hecho, otra cosa que la justificación.
En tercer lugar
varios estudiosos han llamado la atención en los últimos años a los pasajes del Antiguo Testamento, especialmente en los Salmos y en Isaías, en los que ‘la justicia de Dios’ y ‘la salvación de Dios’ son expresiones sinónimas, en referencia a la iniciativa de Dios al acudir a rescatar a su pueblo y vindicarlo cuando era oprimido.
En este caso la ‘justicia de Dios’ no es su atributo de justicia, como en la primera explicación; tampoco es la posición de justicia que Dios nos otorga, como vieron los reformadores. Es su actividad dinámica y salvífica. La principal objeción a esta interpretación es que Pablo, si bien declara que la ley y los profetas dan testimonio de la justicia de Dios, no cita ninguno de los versículos apropiados.
La segunda de las tres interpretaciones encaja mejor en cada uno de los contextos en los que aparece la expresión, y parecería ser casi con seguridad la correcta. Por otra parte, quizá no sea necesario rechazar totalmente las otras dos. Porque si la justicia de Dios es la posición de justicia que él otorga a los que creen en Jesús, esto es posible por su dinámica actividad salvífica, y la operación resulta totalmente consecuente con su justicia inherente.
La ‘justicia de Dios’, por lo tanto, podría definirse como ‘el modo justo de Dios de hacer justos a los injustos’; es la posición de justicia que él concede a los pecadores a quienes él justifica. Más todavía, como vimos en el capítulo anterior, su acto libre de justificar, que tiene base en su gracia, es ‘mediante la redención que es en Cristo Jesús’ (Romanos 3:24), ‘a quien Dios puso [algunos piensan que ‘propuso’] como propiciación’ (v. 25). Si Dios en Cristo en la cruz no hubiese pagado el precio de nuestro rescate y no hubiese propiciado su propia ira contra el pecado, no podría habernos justificado.
En la cruz, Dios manifestó su justicia
Ahora bien, la razón por la cual hizo esto, a saber ‘poner’ a Cristo como propiciación, como sacrificio expiatorio, fue para ‘manifestar su justicia’. Tan importante es este objetivo divino que el apóstol la menciona dos veces en palabras casi idénticas, si bien cada vez agrega una explicación diferente. La primera vez vuelve la mirada hacia el pasado, y dice que Dios manifestó su justicia en la cruz ‘a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados’ (v. 25). La segunda vez proyecta la mirada desde la cruz hacia el presente y el futuro, y dice que Dios manifestó (más aun, sigue manifestando) ‘en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús’ (v. 26).
Al manifestar paciencia hacia los pecadores, Dios se creó un problema para sí mismo. Se entiende que el pecado, la culpa y el juicio están inexorablemente ligados en su mundo moral. ¿Por qué, entonces, no juzgó a los pecadores conforme a sus obras? Hacía falta una teodicea para vindicar su justicia. Aun cuando podía postergar su juicio haciendo uso de su capacidad de autodominio, no podía permitir que el cúmulo de pecados humanos aumentara indefinidamente, y menos aun anular totalmente el juicio.
Si Dios no castiga con justicia el pecado, sería ‘injusto consigo mismo’, como lo expresó Anselmo, o, en palabras de James Denney, ‘no se haría justicia a sí mismo [sino que] se haría una injusticia’. De hecho se destruiría a sí mismo, como también a nosotros. Dejaría de ser Dios y nosotros dejaríamos de ser plenamente humanos. Él se destruiría a sí mismo al contradecir su carácter divino como justo Legislador y Juez, y nos destruiría a nosotros al contradecir nuestra dignidad humana como personas moralmente responsables creadas a su imagen.
Es inconcebible que Dios llegara a hacer cualquiera de las dos cosas. Así, si bien en su paciencia temporariamente dejó sin castigo los pecados, ahora con justicia los ha castigado, al condenarlos en Cristo. Ha demostrado su justicia ejecutándola. Y lo ha hecho públicamente (según algunos este es el énfasis del verbo ‘puso’), no solo con el fin de ser justo sino que también se lo vea como justo. Debido a su anterior apariencia de injusticia al no castigar los pecados, ahora ha dado una prueba presente y visible de justicia al llevar sobre sí mismo el castigo en la persona de Cristo.
Nadie puede ahora acusar a Dios de pasar por alto el mal. Nadie puede suponer indiferencia moral o injusticia de su parte. La cruz demuestra con igual intensidad tanto la justicia Dios, al juzgar el pecado, como su misericordia, al justificar al pecador. Porque ahora, como resultado de la muerte propiciatoria de su Hijo, Dios puede ser ‘el justo y el que justifica’ a los que creen en él. Está ahora en condiciones de conceder una posición de justicia a los injustos, sin comprometer su propia justicia.
Ahora vemos con toda claridad la relación entre lo que ha logrado la cruz y la revelación de Dios. Al llevar él mismo en Cristo la terrible pena de nuestros pecados, Dios no solo propició su ira, nos rescató de la esclavitud, nos justificó a sus ojos y nos reconcilió consigo mismo. Al mismo tiempo, en la cruz defendió y manifestó su propia justicia. Por la forma en que nos justificó, también se justificó a sí mismo. Este es el tema del libro de P. T. Forsyth titulado The justification of God (La justificación de Dios). Publicado en 1916, lo subtituló ‘Conferencias para tiempos de guerra sobre una teodicea cristiana’.
No hay ninguna teodicea para el mundo, salvo en una teología de la cruz. La única teodicea final es esa autojustificación de Dios que era fundamental para su justificación de los hombres. Ninguna razón humana puede justificar a Dios en un mundo como este. Él tiene que justificarse a sí mismo, y lo hizo en la cruz de su Hijo.
La Justicia De Dios En La Biblia