MARÍA Y JUAN [Juan 19:25–27]

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“Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena. Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien Él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”

El incidente descrito en estas palabras solo se encuentra en el cuarto Evangelio, y constituye una de esas notas medio autobiográficas que de alguna forma hacen que los Evangelios sean más humanos, más personales y más íntimos.

El apóstol Juan, años después de los hechos, recuerda y relata aquel momento tan especial cuando su Maestro y Señor se dirigió a él desde la Cruz.

Se debe advertir que, en los tres versículos que contienen las palabras del Señor a su madre y a Juan, hay cuatro mujeres y un solo hombre; estaban la madre del Señor, una tía materna suya, otras dos Marías —una de ellas, la esposa de un tal Cleofas; y la otra, María Magdalena— y el mismo Juan. 

Pese a una idea bastante extendida de que el cristianismo es otra religión androcéntrica y machista, la realidad es que, desde el mismo ministerio del Señor pasando por los primeros siglos cristianos —siglos de oposición, persecución y expansión— y hasta el presente, las mujeres creyentes han sido verdaderas “madres” de la Iglesia. 

De los once Apóstoles que aún quedaban —Judas Iscariote ya se había ido a su propio lugar (cf. Hechos de los Apóstoles 1:25)—, solo uno de ellos estuvo ante la Cruz, y este era el discípulo a quien el Señor amaba (cf. Juan 13:23; 19:26; 21:7; no es que el Señor no amara también a los demás discípulos suyos, por supuesto, pero parece ser que Juan gozaba de un lugar especial en el corazón del Señor). 

Y es que lo que atrae a las personas a la Cruz de Cristo es precisamente su gran amor.

Desde la Cruz, el Señor habló siete veces; dijo siete cosas. Y las palabras suyas que tenemos aquí en Juan 19:25–27 son la tercera de “las siete palabras desde la Cruz”: 

“Mujer, he ahí tu hijo”; y después, a Juan: “He ahí tu madre”

Son palabras aparentemente sencillas, pero a la vez muy profundas y hasta no poco enigmáticas.

¿Por qué llamó el Señor a su madre: “Mujer”?

“Dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo” (v. 26b). ¿Qué hijo llamaría “mujer” a su propia madre? A primera vista parece insensible y hasta poco respetuoso. ¿Por qué no dijo el Señor: “Madre […]”? Aun reconociendo que esto no es fácil de explicar, a mí se me ocurren tres posibles explicaciones:

1. El Señor le dijo a su madre “mujer” para aliviar los sufrimientos de ella. Treinta y tres años antes, cuando José y María llevaron al niño Jesús al Templo en Jerusalén para cumplir la Ley ceremonial judía relacionada con el nacimiento de un niño, el anciano Simeón le dijo a María: 

“He aquí, éste está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha (y una espada traspasará tu misma alma) […]” (Lucas 2:34–35, énfasis añadido). 

Y sin duda, la última parte del mensaje profético de Simeón se estaba cumpliendo ante la Cruz; una terrible espada estaba traspasando el alma de la madre del Señor. 

Y bien lo sabía el hijo, el Señor, que aun en el mismo acto de dar su vida para la salvación de los pecadores no era inconsciente del sufrimiento ajeno, el de su propia madre. 

Y si hubiera pronunciado la palabra “madre”, las heridas maternas se hubiesen agudizado cien veces más. El Señor, pues, sensible hasta el final, quiso “neutralizar” algo el aguijón que atormentaba a su madre, llamándola no “madre”, sino “mujer”.

2. El Señor le dijo a su madre “mujer” para resaltar la relación espiritual entre ellos. Entre los dos, el Señor y María, existía una doble relación: una relación natural y una relación espiritual. 

El Señor era hijo de María y también era su Salvador y Señor. A pesar de los dogmas católicos romanos de “la inmaculada concepción de María” y de su “asunción al cielo en cuerpo y alma” —dogmas que no tienen ni una palabra de apoyo en la Palabra de Dios— María, que tuvo el enorme privilegio de ser elegida por Dios para ser la madre del Hijo de Dios en cuanto a su naturaleza humana (¿cómo iba a ser la madre de su eterna naturaleza divina?), necesitaba tanto como los demás seres humanos pecadores ser salva por su hijo y Salvador. 

Por eso mismo exclamó María: 

“Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva […]” (Lucas 1:47–48, énfasis añadido)

y alaba a Dios por “su misericordia” (v. 50), que significa su perdón inmerecido, y que María misma reconoce haber recibido. 

Al llamar el Señor a su madre “mujer” desde la Cruz quiso resaltar, sin duda, la mayor importancia de la relación espiritual, por encima de la relación natural. 

Lo mismo había hecho a lo largo de su ministerio desde la boda en Caná —donde también llamó a su madre “mujer” (Juan 2:3–4)— pasando por la ocasión cuando “su madre y sus hermanos” fueron a hablar con el Señor y este dijo: 

“¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos” (Mateo 12:46 y siguientes).

3. El Señor le dijo a su madre “mujer” para recordarle el propósito de su muerte. Desde una perspectiva meramente humana, el hijo de María se estaba muriendo; sin embargo, desde la perspectiva de los propósitos divinos, el Hijo de Dios hecho hombre estaba dando su vida por el mundo. Y al decir el Señor a su madre “mujer […]”, pretendió que ella se centrara no tanto en la enormidad del dolor de su hijo como en la enormidad del amor del Salvador del mundo. 

Él había venido al mundo precisamente para ese momento, y con la clara misión de morir para así salvar a su pueblo de sus pecados (cf. Mateo 1:21). 

El dolor de María como madre era no solo natural, sino aun digno de encomio; pero el Señor quiso —con ternura y sensibilidad— ayudarla a ver la otra perspectiva, la de la misión y el propósito de la encarnación de su amado hijo; misión y propósito que, aun desde antes de su nacimiento, María había conocido aunque fuera sin comprenderlos del todo.

¿Qué pretendió el Señor con lo que dijo a su madre y a Juan?

MARIA Y JUAN

Recordemos sus palabras. A su madre le dijo: “Mujer, he ahí tu hijo”; y al discípulo amado: “He ahí tu madre” (Juan 19:26–27). 

¿Qué querría decir el Señor con aquellas palabras?
Volvamos a leerlo. 

¿Qué es lo que parece que el Señor estaba diciendo? ¿Cuál es el sentido más natural de sus palabras? ¿Acaso no les estaba diciendo simplemente que a partir de ese momento María debía ser para el apóstol Juan como si fuera su madre adoptiva y Juan el hijo adoptivo de María? ¿Y acaso no parece que en el fondo el Señor le estaba diciendo a Juan: “Juan, cuídame a mi madre”?

Sin embargo, la Iglesia católica ha construido sobre las palabras del Señor aquí toda una teoría acerca de María como madre de la Iglesia. ¿Pero dónde se habla aquí de la Iglesia? ¿Por qué pensar que el Señor estaba diciendo que su madre iba a ser también la madre de la Iglesia? Lo que tenemos que preguntarnos es: ¿Cómo lo entendieron María y Juan? El incidente termina con estas sencillas palabras: “Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Juan 19:27b). 

Fue así como María y Juan entendieron las palabras del Señor; desde la Cruz se fueron juntos al hogar de Juan, donde a partir de entonces María viviría y Juan la cuidaría, en cumplimiento de aquella “última voluntad” del Señor. ¡Y no hay ni una palabra más sobre el asunto en el resto del Nuevo Testamento! Fue algo muy personal entre el Señor, su madre y su discípulo amado. 

El Señor estaba muriendo en la Cruz. Sabía que su madre iba a necesitar ayuda. Y le encargó a Juan el cuidado de su madre. Y no hay más.

¿Pero y los otros hijos de María?

Según el Nuevo Testamento, María tuvo más hijos. Las palabras de Mateo acerca de José y María —“no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito” (Mateo 1:25, énfasis añadido)— dan a entender que María fue virgen hasta el nacimiento del Señor; pero que después, José y María tuvieron una relación matrimonial según la institución divina del matrimonio en el principio (cf. Génesis 2:24). 

La relación sexual entre marido y mujer no solo no es en absoluto pecaminosa; es una parte importante de la voluntad del Creador para el sagrado estado del matrimonio. 

Y cuando leemos en los cuatro Evangelios y en los Hechos de los Apóstoles de “los hermanos del Señor” (Mateo 12:46 y siguientes; 13:53 y siguientes; Marcos 3:31 y siguientes; 6:1 y siguientes; Lucas 8:19 y siguientes; Juan 7:1 y siguientes; Hechos de los Apóstoles 1:12–14), ¡la interpretación más natural es que “sus hermanos” fueran sus hermanos!

Pero, si es así, ¿cómo se explica el hecho de que el Señor, desde la Cruz, hiciera responsable del cuidado de su madre a Juan y no a ninguno de sus propios hermanos, siendo estos también hijos de María? Sugiero las siguientes posibles razones:

1. Parece muy posible que el apóstol Juan fuese primo del Señor y sobrino de María. Según Juan 19:25, una de las mujeres que estaban presentes ante la Cruz era “la hermana de su madre”, o sea, una tía materna del Señor. Y, según Mateo 27:55–56, también estaba “la madre de los hijos de Zebedeo” (los hijos de Zebedeo eran el apóstol Juan y su hermano Jacobo). 

¿Por qué no menciona Mateo a la hermana de María y por qué no menciona Juan a su propia madre? ¿No podría ser porque se trataba de la misma persona; es decir, porque la madre de Juan y Jacobo era hermana de María, la madre del Señor? Si es así, no parece tan poco natural que el Señor encomendara a su madre a alguien que era su sobrino.

2. Según el testimonio del Nuevo Testamento, los hermanos del Señor no creyeron en Él hasta después de su resurrección. Leemos en Juan 7:5: “Ni aun sus hermanos creían en él”. 

Y no vemos cambio alguno en esa situación hasta después de la ascensión del Señor, cuando encontramos tanto a la madre del Señor como a sus hermanos orando con los Apóstoles en el Aposento Alto (cf. Hechos de los Apóstoles 1:12–14). 

¿Qué produjo el cambio en los hermanos del Señor? Parece probable que fuera la resurrección, la evidencia irrefutable de que Jesús era el Mesías. 

Pero si, cuando el Señor se estaba muriendo en la Cruz, sus hermanos aún no creían en Él, es lógico que hiciera responsable de su madre a un creyente: el apóstol Juan.

3. Como ya hemos visto, Juan no solo era uno de los doce Apóstoles; era aquel discípulo a quien el Señor amaba de manera especial. La escena que se nos describe en Juan 13:21–30 presenta a Juan como el hombre de confianza del Señor. 

Aun el apóstol Pedro, en vez de preguntarle al Señor directamente quién era el traidor, hizo señas a Juan para que este se lo preguntase. Y, como también hemos observado, el único de los Apóstoles que estuvo presente ante la Cruz fue Juan. 

Por tanto, no es de extrañar el que el Señor quisiera que cuidara de su amada madre la persona en quien más confianza tenía.

¿Cuál es el principal mensaje de este incidente?

Jesús, Maria y Juan

No debemos permitir que cualquier controversia acerca de la madre del Señor o de sus hermanos nos ciegue al verdadero mensaje de esas conmovedoras palabras del Señor desde la Cruz a su madre y a su discípulo amado. 

¿Cuál es ese mensaje? Es, sin duda, ¡el gran amor del Señor por su madre!

El Señor amaba a María como hijo. Tanto es así que, aun en el momento de mayor sufrimiento (cuando el Señor estaba cargando con los pecados del mundo), ¡pensó en su madre, habló con esa asombrosa sensibilidad y proveyó para sus necesidades!

Y el Señor también amaba a María como Salvador. ¡No dejemos que una serie de dogmas sin ningún fundamento en la Palabra de Dios nos prive de la conmovedora realidad de que el Señor estaba en la Cruz también por su madre, derramando su sangre también por ella, dando su misma vida también por ella! ¿Dónde está María, la madre del Señor, ahora? En el Cielo. ¿Por qué está en el Cielo? ¿Por haber sido concebida sin pecado? ¡No! ¿Por sus propios méritos? ¡No! 

¡María está en el Cielo porque su hijo primogénito es también su Salvador!
Ante la Cruz estaban el discípulo a quien el Señor amaba y también la madre a quien amaba. 

Por eso el Señor estaba donde estaba: en aquella Cruz, muriendo —voluntariamente— por sus amados. Y es que la Cruz es, ante todo, un lugar de amor, el lugar de amor por excelencia: el lugar del amor del Padre; el lugar del amor del Hijo; y el lugar donde todo verdadero creyente descubre que es amado y donde aprende a amar. 

Nosotros no somos María ni somos Juan. Pero el mismo amor que el Señor les mostró a ellos también nos lo muestra a nosotros, a todos sus amados.

María y Juan

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