LA AGONÍA DEL GETSEMANÍ [Lucas 22:44]

LA AGONÍA DEL GETSEMANÍ
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Un sermón de Charles Haddon Spurgeon

“Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como
grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra.”

Lucas 22:44.

Tuit

Cuando nuestro Señor terminó de comer la pascua y celebrar la cena con sus discípulos, fue con ellos al Monte de los Olivos, y entró al huerto de Getsemaní. ¿Qué lo indujo a seleccionar ese lugar para que fuera la es­cena de su terrible agonía? ¿Por qué habría de ser arrestado allí por sus enemigos de preferencia a cualquier otro lugar? ¿Acaso es difícil que en­tendamos que así como en un huerto la autocomplacencia de Adán nos arruinó, también en otro huerto las agonías del segundo Adán debían res­taurarnos? Getsemaní suministra las medicinas para curar los males que han sido la consecuencia del fruto prohibido del Edén. 

Ninguna flor que haya florecido en las riberas del río repartido en cuatro brazos fue alguna vez tan preciosa para nuestra raza como lo fueron las hierbas amargas que con dificultad crecían a orillas del ennegrecido y sombrío arroyo de Cedrón.

¿Acaso no pudo acordarse también nuestro Señor de David, cuando en aquella memorable ocasión, salió de la ciudad escapando de su hijo rebel­de, según está escrito: “pasó luego toda la gente el torrente de Cedrón; ¿asimismo pasó el rey,” y él y su pueblo subieron descalzos y con la cabeza descubierta, llorando en alta voz mientras subían? He aquí, Uno más grande que David abandona el templo y se encuentra desolado, y deja la ciudad que había rechazado sus advertencias, y con un corazón lleno de tristeza atraviesa el pestilente arroyo, para buscar en la soledad un alivio para sus angustias. 

Más aún, nuestro Señor quería que nosotros viéra­mos que nuestro pecado había cambiado todo alrededor de Él en aflicción, convirtió sus riquezas en pobreza, su paz en duros trabajos, su gloria en vergüenza, y así también el lugar de su retiro lleno de paz, donde en santa devoción había estado tan cerca del cielo en comunión con Dios, nuestro pecado los transformó en el foco de su aflicción, el centro de su dolor. Allí donde su deleite había sido mayor, allí estaba llamado a sufrir su máxima aflicción.

También puede ser que nuestro Señor haya elegido el huerto porque, necesitado cualquier recuerdo que le ayudara en el conflicto, sentía el re­frigerio que le venía al acordarse de las pasadas horas transcurridas allí con tanta quietud. Allí había orado, y había obtenido fortaleza y consuelo. Esos nudosos y retorcidos olivos lo conocían muy bien; no había en el huerto una sola hoja de hierba sobre la que Él no se hubiera arrodillado. Él había consagrado ese lugar para comunión con Dios. No es ninguna sorpresa entonces que haya preferido esta tierra favorecida. Así como un enfermo elegiría estar en su propia cama, así Jesús eligió soportar su agonía en su propio oratorio, donde los recuerdos de los momentos de comunión con Su Padre estarían de manera vívida ante Él.

Pero, probablemente, la principal razón para ir a Getsemaní fue que era un lugar muy conocido y frecuentado por Él, y Juan nos dice: “Y también Judas, el que le entregaba, conocía aquel lugar.” Nuestro Señor no desea­ba esconderse, no necesitaba ser perseguido como un ladrón, o ser bus­cado por espías. Él fue valerosamente al lugar donde sus enemigos sabían que Él acostumbraba a orar, pues Él quería ser tomado para sufrir y para morir. Ellos no lo arrastraron al pretorio de Pilatos contra su voluntad, si­no que fue con ellos voluntariamente. Cuando llegó la hora de que fuera traicionado, allí estaba Él en un lugar donde el traidor podía encontrarlo fácilmente, y cuando Judas lo traicionó con un beso, su mejilla estaba lis­ta para recibir el saludo traidor. El bendito Salvador se deleitaba en el cumplimiento de la voluntad del Señor, aunque esto implicara la obedien­cia hasta la muerte.

Hemos llegado así hasta la puerta del huerto de Getsemaní, por tanto, entremos; pero primero quitémonos los zapatos, como hizo Moisés cuando vio la zarza ardiendo con fuego que no se consumía. Ciertamente podemos decir con Jacob: “¡Cuán temible es este lugar!” Tiemblo ante la tarea que tengo frente a mí, pues ¿cómo podrá describir mi débil discurso esas ago­nías, para las que las fuertes exclamaciones y las lágrimas eran escasa­mente una adecuada expresión? Quiero, juntamente con ustedes, repasar los sufrimientos de nuestro Redentor, pero oh, que el Espíritu de Dios nos impida cualquier pensamiento fuera de lugar o que nuestra lengua expre­se ni una sola palabra que sea derogatoria hacia Él, ya sea en Su huma­nidad inmaculada o en Su gloriosa Deidad.

No es fácil cuando se está hablando de Alguien que es a la vez Dios y hombre, mantener la línea exacta de la expresión correcta; es tan fácil describir el lado divino como si estuviéramos atrincherados en lo humano, o retratar el lado humano a costa de lo divino. Por favor perdonen de an­temano cualquier error. Un hombre necesita ser inspirado, o limitarse na­da más a las palabras inspiradas, para poder hablar adecuadamente en todo momento acerca del “gran misterio de la piedad,” Dios manifestado en la carne. Especialmente cuando ese individuo tiene que reflexionar acerca de Dios manifiesto tan claramente en la carne sufriente, que las características más débiles de la humanidad se convierten en las más no­torias. Oh Señor, abre Tú mis labios para que mi lengua pueda decir las palabras correctas.

Meditando en la escena de la agonía en Getsemaní, somos obligados a darnos cuenta que nuestro Salvador soportó allí una congoja desconocida en cualquier otra etapa de su vida, y por lo tanto vamos a comenzar nues­tro discurso haciendo la siguiente pregunta: ¿CUÁL ERA LA CAUSA DE ESA CONGOJA ESPECIAL DE GETSEMANÍ? Nuestro Señor era “varón de dolores y experimentado en el sufrimiento” a lo largo de toda Su vida, y, sin embargo, aunque suene paradójico, pienso que muy difícilmente ha existido sobre la faz de la tierra un hombre más feliz que Jesús de Naza- ret, pues los dolores que tuvo que soportar fueron compensados por la paz de la pureza, la calma de la comunión con Dios, y el gozo de la bene­volencia. Todo hombre bueno sabe que la benevolencia es muy dulce, y su nivel de dulzura aumenta en proporción al dolor soportado voluntaria­mente cuando se cumplen sus amables designios. Hacer el bien siempre produce gozo.

Más aún, Jesús tenía una perfecta paz con Dios todo el tiempo; sabe­mos que esto era así porque Él consideraba esa paz como una herencia especial que Él podía dejar a sus discípulos, y antes de morir les dijo: “La paz os dejo, mi paz os doy.” Él era manso y humilde de corazón, y por tan­to su alma tenía el descanso; Él era uno de los mansos que heredan la tie­rra; uno de los pacificadores que son y que deben ser benditos. Estoy se­guro que no me equivoco cuando afirmo que nuestro Señor estaba lejos de ser un hombre infeliz.

Pero en Getsemaní todo parece haber cambiado. Su paz lo ha abando­nado, su calma se ha convertido en tempestad. Después de la cena nues­tro Señor había cantado un himno, pero en Getsemaní no había cantos. Descendiendo por la pendiente que llevaba de Jerusalén al torrente de Cedrón, Él hablaba con mucha vivacidad, diciendo: “Yo soy la vid, voso­tros los pámpanos,” y esa maravillosa oración con la que oró con Sus dis­cípulos después de ese sermón, está llena de majestad: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmi­go.” Es una oración muy diferente de esa oración dentro de los muros de Getsemaní, donde clama: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa.” Observen que difícilmente a lo largo de toda su vida le ven con una expre­sión de angustia, y sin embargo Él dice aquí, no sólo mediante sus suspi­ros y su sudor de sangre, sino también por medio de las siguientes pala­bras: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte.” En el huerto, el hombre que sufría no podía ocultar su angustia, y da la impresión que no quería hacerlo.

Regresó adonde estaban sus discípulos en tres ocasiones, les dejó ver Su angustia y apeló a la simpatía de ellos; sus exclamaciones eran lasti­meras, y sin duda debe haber sido terrible oír sus suspiros y gemidos. Esa angustia se manifestó primordialmente en el sudor de sangre, que es un fenómeno inusual, aunque supongo que debemos creerles a esos escrito­res que registran casos bastante similares. El viejo médico Galeno nos habla de un caso en el que, por la extremidad del horror, un individuo sudó un sudor colorido, casi tan enrojecido que tenía la apariencia de sangre. Otros casos son también relatados por autoridades médicas.

Sin embargo, nosotros no vemos en ninguna otra ocasión nada pareci­do en la vida de nuestro Señor; fue solamente en el último trance horren­do rodeado de olivos que nuestro Campeón resistió hasta la sangre, agoni­zando contra el pecado. ¿Qué te dolía a Ti, oh Señor, que padecías tan do­lorosamente en ese momento?

Nos queda muy claro que su profunda angustia y zozobra no eran cau­sadas por ningún dolor físico. Sin duda nuestro Salvador estaba familiari­zado con la enfermedad y el dolor, pues Él tomó nuestras enfermedades, pero nunca antes Él se quejó de algún sufrimiento físico. Ni tampoco al momento de entrar al huerto de Getsemaní había sido afligido por algún duelo. Sabemos por qué está escrito: “Jesús lloró.” Era porque su amigo Lázaro estaba muerto; pero en el huerto no había ningún funeral, ni nin­gún enfermo, ni ninguna causa de angustia relacionada a esos temas. Ni tampoco se debió a que hubiera recordado afrentas del pasado que hubie­ran estado suspendidas en su mente. Mucho antes de esto sabemos que: “La afrenta ha quebrantado mi corazón,” y había conocido en toda su ex­tensión las vejaciones de la injuria y del desprecio. 

Le habían llamado un “hombre comilón y bebedor de vino,” lo habían acusado de echar fuera a los demonios por el príncipe de los demonios; ya no podían decir más y sin embargo el había enfrentado todo valerosamente. No podía ser posible que ahora Él estuviera muy triste hasta la muerte por tal causa. Debe haber habido algo más agudo que el dolor, más cortante que el reproche, más terrible que el luto, que en ese momento contendía con el Salvador, y lo llevaba a “entristecerse y a angustiarse en gran manera.”

¿Acaso suponen que era el temor del escarnio que se avecinaba o el te­rror de la crucifixión? ¿Era miedo al pensar en la muerte? ¿No es cierto que esa suposición sería imposible? Todos los hombres le temen a la muerte, y como hombre Jesús no podría menos que estremecerse frente a ella. Cuando fuimos hechos originalmente fuimos creados para la inmor­talidad, y por lo tanto morir es extraño e incompatible para nosotros y el instinto de conservación hace que nos repleguemos ante la muerte; pero ciertamente en el caso de nuestro Señor esa causa natural no podía pro­ducir esos resultados tan especialmente dolorosos. Si nosotros que somos unos pobres cobardes no sudamos grandes gotas de sangre ¿por qué en­tonces causaba tal terror en Él? No es honroso para nuestro Señor que lo imaginemos menos valiente que sus propios discípulos, y sin embargo hemos visto triunfantes a algunos de los santos más débiles ante el pros­pecto de la partida.

Lean las historias de los mártires y con frecuencia los verán alegres an­te los más crueles sufrimientos que se avecinaban. El gozo del Señor les ha dado tal fortaleza que ningún pensamiento cobarde los ha alarmado ni un solo instante. Ellos han ido a la hoguera o al lugar donde serían deca­pitados, con salmos de victoria en sus labios. No debemos considerar a nuestro Señor como inferior a sus más valientes siervos. No puede ser que Él tiemble allí donde ellos fueron valerosos. Oh no; el espíritu más noble en ese escuadrón de mártires es el Líder mismo, que, tanto en el sufri­miento como en el heroísmo, los sobrepasó a todos; nadie podía desafiar de tal manera los dolores de la muerte como el Señor Jesús, el cual, por el gozo puesto delante de Él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio.

No puedo concebir que las angustias de Getsemaní fueran ocasionadas por algún ataque extraordinario de Satanás. Es posible que Satanás estu­viera allí, y que su presencia hubiera oscurecido la sombra, pero él no era la causa más prominente de esa hora de oscuridad. Por lo menos esto es­tá muy claro, que nuestro Señor, al principio de Su ministerio se enfrascó en un duelo muy severo con el príncipe de las tinieblas. Sin embargo, no leemos con relación a la tentación en el desierto ni una sola sílaba que nos diga que su alma estaba triste en extremo, ni tampoco encontramos que “comenzó a entristecerse y a angustiarse,” ni hay tampoco ni una sola indicación solitaria de algo que fuera parecido al sudor sangriento. 

Cuan­do el Señor de los ángeles condescendió a enfrentarse con el príncipe del poder del aire, no le tuvo ningún miedo como para clamar a gran voz y de­rramar lágrimas y caer postrado al suelo rogando tres veces al Grandioso Padre. Hablando comparativamente, poner Su pie sobre la serpiente anti­gua fue una tarea fácil para Cristo, y le costó una herida en el calcañar, pero esta agonía de Getsemaní hirió su alma hasta la muerte.

¿Qué creen ustedes entonces que fue lo que marcó de manera tan es­pecial a Getsemaní y a las angustias que tuvieron lugar allí? Creemos que el Padre lo puso a sufrir allí por nosotros. Era en ese momento que nues­tro Señor tenía que tomar una cierta copa de la mano del Padre. La prue­ba no venía ni de los judíos, ni del traidor Judas, ni de los discípulos que dormitaban, ni del diablo, sino que era una copa que había sido llenada por Uno que Él sabía que era Su Padre, pero que sin embargo le había asignado una poción muy amarga, una copa que no era para que el cuer­po bebiera ni para derramar su hiel sobre su carne, sino una copa que de manera especial aturdía su alma y afligía lo íntimo de su corazón. 

Él re­trocedía frente a ella, y por lo tanto pueden estar seguros que fue un trago más terrible que el dolor físico, pues frente a él no se arredraba; era una poción más terrible que el vituperio. De eso no había tratado de escapar nunca; más horrible que la tentación satánica. Él la había vencido: era al­go inconcebiblemente terrible, lleno de horror de manera sorprendente, que venía de la mano del Padre. Esto elimina toda duda en cuanto a lo que era, pues leemos: 

“Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetán­dole a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pe­cado.” “Mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.” 

Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado. Entonces esto es lo que oca­sionó que el Salvador experimentara una extraordinaria depresión. Él es­taba próximo a “que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos,” y llevar la maldición que merecían los pecadores. Porque estuvo en el lugar de los pecadores, sufrió en el lugar de ellos. Aquí está el secreto de esas agonías que no es posible declarar ordenadamente ante ustedes, tan cier­to es que—

“Solamente para Dios, y únicamente para Él Sus angustias son plenamente conocidas.”

Sin embargo, quiero exhortarlos para que consideren por un momento estas angustias, para que puedan amar a Quien las sufrió. Ahora se daba cuenta, tal vez por primera vez, qué significaba cargar con el pecado. Co­mo Dios, era perfectamente santo e incapaz de pecar, y como hombre es­taba sin la mancha original y puro y sin ninguna contaminación; sin em­bargo tuvo que cargar con el pecado, ser llevado como el chivo expiatorio cargando con la iniquidad de Israel sobre su cabeza, ser tomado y hecho una ofrenda por el pecado, y como una cosa aborrecible (pues nada era más aborrecible que la ofrenda del pecado) ser llevado fuera del campa­mento y ser totalmente consumido por el fuego de la ira divina.

¿Te sorprende que su infinita pureza se resistiera ante eso? ¿Hubiera sido lo que Él era si hubiera dejado de ser un asunto extremadamente so­lemne para Él estar ante Dios en la posición del pecador? Y como Lutero lo hubiera expresado, ser visto por Dios como si Él fuera todos los pecado­res del mundo, y como si Él hubiera cometido todo el pecado que fue co­metido en todos los tiempos por su pueblo, pues todo ese pecado fue colo­cado sobre Él, y sobre Él debió volcarse toda la violencia que ese pecado exigía; Él debió ser el centro de toda la venganza y cargar sobre Él con to­do lo que debía recaer sobre los culpables hijos de los hombres.

Estar en esa posición cuando ya era una realidad debe haber sido muy terrible para el alma santa del Redentor. También la mente del Salvador estaba fijamente concentrada en la aborrecible naturaleza del pecado. El pecado había sido siempre algo aborrecible para Él, pero ahora Sus pen­samientos estaban absortos en él, vio su naturaleza que la palabra de un mortal no podría describir, su carácter atroz, y su horrible propósito.

Probablemente en este momento tuvo una visión como hombre, más clara que en cualquier otro momento, del amplio alcance y del mal del pe­cado que todo lo contamina, y un sentido de la negrura de sus tinieblas, y de la desesperada condición de culpa como un ataque directo sobre el trono, sí, y sobre el propio ser de Dios. Él vio en su propia persona hasta dónde podría llegar el pecador, cómo podían vender a su Señor como Ju­das, buscando destruirlo como hicieron los judíos.

El cruel y poco generoso tratamiento que Él mismo había recibido hacía patente el odio del hombre hacia Dios, y, al verlo, el horror se apoderó del Él, y su alma estaba triste al pensar que tenía que cargar con todo ese mal y tenía que ser contado entre tales trasgresores, ser herido por sus trasgresiones, y golpeado por sus iniquidades. Ni las heridas ni los golpes lo afligían tanto como el pecado mismo, y eso sobrecogía completamente su alma.

Sin duda en ese momento la pena por el pecado comenzó a ser percibi­da por Él en el huerto: primero el pecado, que lo había colocado en la po­sición de un sustituto que sufre, y después la pena que debía soportarse, al estar en esa posición de sustituto. Lamento al máximo ese tipo de teo­logía que es tan común en estos días, que busca depreciar y disminuir nuestro entendimiento de los sufrimientos de nuestro Señor Jesucristo. Hermanos, no fue un sufrimiento insignificante ese que recompensó la justicia de Dios por los pecados de los hombres. Nunca me da miedo exa­gerar cuando hablo de lo que mi Señor tuvo que soportar. Todo el infierno fue destilado en esa copa, de la cual nuestro Dios y Salvador Jesucristo fue obligado a beber.

No era sufrimiento eterno, pero debido a que Él es divino, pudo ofrecer a Dios en un corto tiempo el desagravio de su justicia, que los pecadores en el infierno no podrían haber ofrecido, aunque sufrieran en sus personas por toda la eternidad. El dolor que quebrantó el espíritu del Salvador, el grande océano sin fondo de angustia inexpresable que anegó el alma del Salvador cuando murió, es tan inconcebible, que no me puedo aventurar muy lejos, para no ser acusado de un vano intento de expresar lo inexpre­sable. Pero sí puedo decir esto, la simple espuma proveniente de ese mar tempestuoso, al caer sobre Cristo, lo bautizó en un sudor sangriento. 

Aun no se había aproximado a las olas impetuosas del castigo mismo, pero simplemente al estar de pie en la costa, al oír las terribles olas rompiendo a sus pies, su alma estaba muy confundida y muy triste. Era la sombra de la tempestad que se aproximaba, era el preludio del terrible abandono que debía soportar, al estar donde tenía que estar, y pagar a la justicia de Su Padre la deuda que nosotros debíamos pagar; esto lo tenía derribado. Ser tratado como un pecador, ser castigado como un pecador, aunque en Él no había pecado, todo esto es lo que ocasionaba en Él la agonía a la que se refiere nuestro texto.

Habiendo hablado así de la causa de su especial angustia, pienso que podremos fundamentar nuestro punto de vista sobre la materia, mientras los llevamos a considerar CUÁL ERA EL CARÁCTER DE ESA ANGUSTIA. Voy a tratar de evitar el excesivo uso de las palabras griegas usadas por los evangelistas; he estudiado cada una de ellas, para descubrir los mati­ces de sus significados, pero será suficiente si les doy los resultados de mi cuidadosa investigación. ¿Cuál era esa angustia? ¿Cómo fue descrita? Es­ta gran pena asedió a nuestro Señor más o menos cuatro días antes de su pasión. Si leemos en Juan 12: 27, encontramos esa asombrosa expresión: “Ahora está turbada mi alma.” Nunca le escuchamos decir algo igual an­tes. Esto era un anticipo de la gran depresión del espíritu que pronto lo iba a postrar en Getsemaní. “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora.” 

Des­pués de eso leemos en Mateo 26: 37, que “comenzó a entristecerse y a an­gustiarse en gran manera.” La depresión le había llegado nuevamente. No era dolor, no eran palpitaciones del corazón, ni un dolor de cabeza, era al­go peor que todas estas cosas. La turbación de espíritu es peor que el do­lor corporal; el dolor puede traer problemas y convertirse en la causa inci­dental de angustia, pero si la mente está perfectamente tranquila, un hombre puede soportar el dolor sin mayor problema, y cuando el alma es­tá radiante y levantada con un gozo interno, el dolor del cuerpo es casi ol­vidado. El alma conquista al cuerpo.

Por otra parte, el dolor del alma es la causa de dolor corporal. La natu­raleza inferior se armoniza con la naturaleza superior. El principal sufri­miento de nuestro Señor estaba en su alma. Los sufrimientos de su alma eran el alma de sus sufrimientos. “¿Quién soportará al ánimo angustiado? El dolor de espíritu es el peor de los dolores, la tristeza de corazón es el colmo de las aflicciones. ¡Que todos aquellos que han conocido alguna vez la depresión del espíritu, el abatimiento, y la lobreguez mental, confirmen la verdad de lo que digo!

Esta angustia de corazón parece haber llevado a una muy profunda de­presión al espíritu de nuestro Señor. En el capítulo 26 de Mateo, en el versículo 37 se ha registrado que Él “comenzó a angustiarse en gran ma­nera” y esa expresión está llena de significado. Mucho más contenido, en verdad, de lo que podríamos explicar con facilidad. La palabra en su texto original es muy difícil de traducir. Puede significar la abstracción de la mente, y la completa invasión de la mente por la angustia, de tal manera que cualquier otro pensamiento que pudiera aliviar la pena queda total mente excluido. Un pensamiento lacerante consumía su alma entera, y quemaba todo lo que hubiera podido dar consuelo. Por unos instantes su mente se rehusó a considerar el resultado de su muerte, el consiguiente gozo puesto delante de Él. Su posición como Quien cargó con el pecado, y el requerido abandono de Su Padre, embargaba todas sus meditaciones, impidiendo que su alma se fijara en ninguna otra cosa.

Algunos han visto en esa palabra una medida de distracción, y aunque no me voy a adentrar mucho en esa dirección, parecería como si la mente de nuestro Salvador hubiera experimentado perturbaciones y convulsio­nes muy distantes de su calma usual y de su espíritu recogido. Era arro­jado de un lado al otro como sobre un poderoso mar embravecido, envuel­to en la tormenta, arrastrado por su furia. “Y nosotros le tuvimos por azo­tado, por herido de Dios y abatido.” Como dijo el salmista, innumerables males lo cercaban de tal manera que su corazón decaía. Su corazón se de­rretía como la cera en sus entrañas en un completo desmayo. Comenzó a “angustiarse en gran manera.” Algunos consideran que la raíz de la pala­bra significa: “separado de la gente,” como si se hubiera convertido en al­guien diferente a los demás hombres, así como alguien cuya mente está aturdida por un golpe súbito, o está abrumada por una sorprendente ca­lamidad, no se comporta más como los hombres ordinarios.

Los simples espectadores hubieran pensado que nuestro Señor era un hombre aturdido, sobrecargado más allá de los límites humanos, y sumi­do en una angustia sin paralelo entre los hombres. El estudioso Thomas Goodwin dice: “la palabra denota un defecto, una deficiencia, y un espíri­tu abatido como sucede con la gente que sufre una enfermedad y un des­mayo.” La enfermedad de Epafrodito, que lo llevó al borde la tumba, es descrita utilizando la misma palabra; así que vemos que el alma de Cristo estaba enferma y desfallecida.

¿Acaso su sudor no fue producido por la postración? El sudor frío, pe­gajoso de los moribundos es producido por la languidez corporal, pero el sudor sangriento de Jesús era producido por el total desfallecimiento y postración de su alma. Estaba Su alma en un terrible desmayo, y sufría de la muerte interna, cuyo acompañamiento no eran las lágrimas usuales de los ojos, sino un llanto de sangre proveniente del hombre entero. Mu­chos de ustedes, sin embargo, conocen en cierta medida lo que significa estar angustiado en gran manera sin que tenga yo que multiplicar mi ex­plicación, y si ustedes no lo saben por experiencia personal, todas mis ex­plicaciones resultan vanas. Cuando llegue el desaliento profundo, cuando no puedan recordar nada que los pueda sostener, y su espíritu decaiga profundamente, profundamente, profundamente, entonces podrán dolerse juntamente con su Señor.

Otros los consideran necios, los llaman nerviosos, y les piden que se reanimen, pero desconocen completamente su caso. Si lo entendieran no se burlarían de ellos con tales advertencias, imposibles para quienes es­tán hundiéndose bajo el peso de la aflicción interna. Nuestro Señor estaba “angustiado en gran manera,” muy abatido, muy desalentado, sobrecogido por la pena.

Marcos nos dice a continuación, en el capítulo catorce y en el versículo treinta y tres, que nuestro Señor “comenzó a afligirse profundamente.” La palabra griega no solamente tiene la connotación que Él estaba asombra­do y sorprendido, sino que su estupefacción llegaba al límite del horror, como el que experimentan los hombres cuando se les ponen los pelos de punta y tiembla su carne. Así como cuando Moisés recibió la ley estaba temeroso y tembloroso en extremo, y como dijo David: “Mi carne se ha es­tremecido por temor de ti, y de tus juicios tengo miedo,” así nuestro Señor fue alcanzado por el horror ante el espectáculo del pecado que fue deposi­tado sobre Él y la venganza que era exigida por su causa. 

El Salvador es­taba primero “afligido profundamente,” luego deprimido, y “angustiado,” y finalmente agudamente estupefacto y lleno de asombro; pues aún Él en su condición de hombre, escasamente pudo saber qué era lo que se había comprometido a cargar. Lo había considerado con calma y tranquilidad, y había sentido que independientemente de lo que fuera, Él lo cargaría por nosotros; pero cuando llegó el momento de cargar realmente con el pecado estaba totalmente perplejo y sorprendido por la terrible posición de estar en el lugar del pecador ante Dios, de que Su santo Padre lo contemplara como el representante del pecador, y de ser abandonado por ese Padre con quien Él había vivido en términos de amistad y deleite desde toda la eternidad. Hacía tambalear su naturaleza santa, tierna, llena de amor, y Él estaba “profundamente afligido” y “angustiado.”

Se nos enseña además que un océano de aflicción lo encerraba, lo en­volvía y lo abatía, pues el versículo treinta y ocho del capítulo veintiséis de Mateo contiene la palabra perilupos, que significa quedar completamente envuelto en el abatimiento. En todas las miserias ordinarias generalmente hay alguna vía de escape, algún lugar donde se puede respirar esperanza. Generalmente podemos recordar a nuestros amigos que están en proble­mas que su caso podría ser peor, pero no podríamos imaginar qué podría ser peor en las aflicciones de nuestro Señor; pues Él podía decir con Da­vid: “Me encontraron las angustias del Seol.” Todas las ondas y las olas de Dios pasaron sobre Él. Sobre Él, debajo de Él, alrededor de Él, interna­mente y externamente todo era angustia, y no había ninguna fuente de alivio o de consuelo. Sus discípulos no podían ayudarle. Todos menos uno dormían, y el que estaba despierto iba camino a traicionarlo.

Su espíritu clamaba en la presencia del Dios Todopoderoso bajo el pe­so aplastante y bajo la carga intolerable de sus miserias. No ha habido peores aflicciones que las de Cristo, y Él mismo dijo: “Mi alma está muy triste” o rodeada de tristeza “hasta la muerte.” Él no murió en el huerto, pero sufrió lo mismo que si hubiera muerto. Soportó intensamente la muerte, aunque no extensamente. Es decir, no se extendió hasta convertir su cuerpo en un cadáver, pero fue tan intensa en dolor como si verdade­ramente hubiera muerto. Su dolor y su angustia equivalían a los de una agonía mortal, y sólo hicieron una pausa cuando estuvo al borde de la muerte.

Para coronarlo todo, Lucas nos dice en nuestro texto, que nuestro Se­ñor estaba en agonía. La expresión “agonía” significa un conflicto, una contienda, una lucha. ¿Con quién era esa agonía? ¿Con quién luchaba? Yo pienso que era consigo mismo; la contienda aquí señalada no era con Su Dios; no, “no sea como yo quiero, sino como tú” no describe una lucha con Dios; no era una contienda con Satanás, pues, como ya hemos visto, no hubiéramos estado tan sorprendidos si ese hubiera sido el conflicto, sino que era un terrible combate consigo mismo, una agonía dentro de su propia alma. Recuerden que Él hubiera podido escapar de toda esta aflic­ción si su voluntad así lo hubiera querido, y naturalmente su naturaleza humana decía: “¡No lleves esa carga!” y la pureza de su corazón decía: “Oh no lleves esa carga, no te pongas en el lugar del pecador;” y la delicada sensibilidad de su misteriosa naturaleza se rehuía de cualquier tipo de conexión con el pecado; sin embargo el amor infinito decía: “Llévala, do­blégate bajo esa carga”; y así había una agonía entre los atributos de su naturaleza, una batalla a una escala terrible en la arena de su alma.

La pureza que no puede soportar entrar en contacto con el pecado debe haber sido muy poderosa en Cristo, mientras que el amor que no quería permitir que su pueblo pereciera era también muy poderoso. Era un con­flicto a una escala titánica, como si un Hércules se hubiera encontrado a otro Hércules; dos fuerzas tremendas luchaban y combatían y agonizaban en el sangrante corazón de Jesús. Nada le causa a un hombre mayor tor­tura que ser arrastrado de aquí para allá por emociones en conflicto; así como la guerra civil es la más cruel y la peor de las guerras, así una gue­rra dentro del alma de un hombre cuando dos grandes pasiones en él pre­tenden el dominio, y ambas son también nobles pasiones, causan un pro­blema y una tensión que nadie puede entender excepto quien experimenta esa guerra.

No me sorprende que el sudor de nuestro Señor fuera como grandes go­tas de sangre, cuando tal presión interna lo trituraba como un racimo pi­soteado en el lagar. Espero no haber mirado presuntuosamente en el arca, o haber visto por dentro el lugar santísimo cubierto por el velo; Dios no quiera que la curiosidad o el orgullo me lleven a querer entrometerme allí donde el Señor ha puesto una barrera. Los he guiado tan cerca como he podido, y debo cerrar la cortina de nuevo con las palabras que acabo de usar—

“Solamente para Dios, y únicamente para Él Sus angustias son plenamente conocidas.”

Nuestra tercera pregunta será, ¿CUÁL FUE EL ALIVIO DE NUESTRO SEÑOR EN TODO ESTO? Él buscó ayuda en la compañía de los hombres, y era muy natural que así lo hiciera. Dios ha creado en nuestra naturale­za humana una necesidad de simpatía. Es perfectamente normal que no­sotros esperemos que nuestros hermanos vigilen con nosotros en nuestra hora de prueba; pero nuestro Señor se dio cuenta que los hombres no eran capaces de ayudarle; sin importar cuánto querían ayudar sus espíri­tus, su carne era débil. Entonces ¿qué hizo? Recurrió a la oración, y espe­cialmente a la oración a Dios en su carácter de Padre. He aprendido por propia experiencia que no conoceremos la dulzura de la Paternidad de Dios hasta que no experimentemos una muy amarga angustia; puedo en­tender que cuando el Salvador dijo “Abba, Padre,” fue la angustia la que lo redujo como un niño castigado a apelar quejosamente al amor de un Pa­dre.

En la amargura de mi alma he clamado: “Si en verdad eres mi Padre, por las entrañas de tu paternidad, ten piedad de tu hijo;” y aquí Jesús su­plica a Su Padre como lo hemos hecho nosotros, y encuentra consuelo en esa súplica. La oración era el cauce del consuelo del Redentor, verdadera, intensa, reverente, la oración que se repite, y después de cada tiempo de oración le regresaba la calma y volvía a sus discípulos con una medida de paz mental restaurada. Cuando vio que dormían, sus aflicciones regresa­ron, y por lo tanto volvió a orar de nuevo, y cada vez fue consolado, de tal forma que cuando hubo orado por tercera vez ya estaba preparado para encontrarse con Judas y con los soldados y para ir con silenciosa pacien­cia al juicio y a la muerte.

Su gran consuelo era la oración y el sometimiento a la voluntad divina, pues cuando colocó su propia voluntad a los pies de Su Padre la debilidad de su carne no se quejó más, sino que, en un dulce silencio, como una oveja sometida a los trasquiladores, contuvo a Su alma en paciencia y descanso. Queridos hermanos y hermanas, si alguno de ustedes experi­menta su propio Getsemaní y sus pesadas aflicciones, imiten a su Señor recurriendo a la oración, clamando a su Padre y aprendiendo a someterse a Su voluntad.

Voy a concluir sacando dos o tres aplicaciones a todo nuestro tema. Que el Espíritu Santo nos instruya.

La primera es esta: Conozcan, queridos hermanos, la humanidad real de nuestro Señor Jesucristo. No piensen en Él únicamente como Dios, aunque ciertamente es divino, pero siéntanlo como relacionado con uste­des, hueso de sus huesos, carne de su carne. ¡Cuán plenamente Él puede entenderlos! Él ha sido cargado con todas las cargas de ustedes y afligido con todas las aflicciones de ustedes. ¿Son muy profundas las aguas por las que ustedes están atravesando? Sin embargo, no son profundas com­paradas con los torrentes con los que Él fue golpeado. Nunca penetra el espíritu de ustedes ningún dolor que sea extraño para la Cabeza del pac­to. Jesús puede identificarse con todas las aflicciones de ustedes, pues ha sufrido mucho más de lo que ustedes han sufrido, y por lo tanto es capaz de socorrerlos en sus tentaciones. Deben aferrarse a Jesús como su amigo íntimo, el hermano que les ayudará en la adversidad, y habrán obtenido un consuelo que les permitirá atravesar todas las profundidades.

A continuación, contemplen aquí el intolerable mal del pecado. Tú eres un pecador, pero Jesús nunca lo fue, y sin embargo estar en el lugar del pecador fue tan terrible para Él que estaba muy triste, hasta la muerte. ¡Qué será para ti un día el pecado si eres encontrado culpable al final! Oh, si pudiésemos describir el horror del pecado no habría ninguno entre us­tedes que estaría satisfecho de permanecer en el pecado ni por un mo­mento; creo que esta mañana se elevaría desde esta casa de oración un lamento y gemidos tales que podrían ser escuchados en las propias calles, si los hombres y las mujeres aquí presentes que están viviendo en pecado pudieran entender realmente lo que es el pecado, y cuál es la ira de Dios que se acumula sobre ellos, y cuáles serán los juicios de Dios que muy pronto los rodearán y los destruirán. Oh alma, el pecado debe ser una co­sa terrible si aplastó de esa manera a nuestro Señor. Si la pura imputa­ción del pecado produjo sudor sangriento en el santo y puro Salvador, ¿qué producirá el pecado mismo? Evítenlo, no pasen junto a él, aléjense de cualquier cosa que se le parezca, caminen con mucha humildad y cui­dado con su Dios para que el pecado no les dañe, porque es una plaga mortal, una peste infinita.

Vean a continuación, pero oh qué pocos minutos me quedan para hablar de tal lección, el amor sin par de Jesús, que por causa de ustedes y por mí no solamente sufrió en el cuerpo, sino que consintió en cargar con el horror de ser contado como un pecador, y colocarse bajo la ira de Dios por causa de nuestros pecados: aunque le costó sufrir hasta la muerte y una terrible aflicción, el Señor se presentó como nuestra garantía antes que ver que nosotros pereciéramos. ¿Acaso no podríamos soportar con alegría la persecución por causa de Él? ¿No podríamos trabajar por Él con total entrega? ¿Somos tan poco generosos que su causa pueda tener ne­cesidades mientras nosotros contamos con los medios para ayudarla?

¿Somos tan bajos que su obra puede llegar a un alto mientras nosotros tenemos la fuerza para continuarla? Los exhortos por Getsemaní, mis her­manos, si tienen una parte y una porción en la pasión de su Salvador, amen mucho a Quien los amó verdaderamente sin medida, y gástense y sean gastados por Él.

Otra vez viendo a Jesús en el huerto, aprendemos la excelencia y la plenitud de la expiación. Cuán negro soy, qué sucio y despreciable a los ojos de Dios. Yo sólo merezco ser lanzado a lo más profundo del infierno, y me asombra que Dios no me hubiera arrojado allí desde hace mucho tiempo; pero entro a Getsemaní, y observo esos torcidos olivos, y veo a mi Salvador. Sí, lo veo revolcándose en el suelo lleno de angustia, y escucho sus gemidos del tipo que nunca fueron emitidos por ningún pecho ante­riormente. Miro la tierra y la veo roja con su sangre, mientras su rostro está bañado de sudor ensangrentado, y me digo a mí mismo: “Mi Dios, mi Salvador, ¿por qué te afliges?” Y Él me responde: “Estoy sufriendo por tu pecado,” y entonces siento mucho consuelo, pues mientras quisiera haber evitado a mi Señor tal angustia, ahora que la angustia terminó, puedo en­tender cómo Jehová puede perdonarme, porque hirió a Su Hijo en mi lu­gar.

Ahora tengo esperanza de ser justificado, pues traigo ante la justicia de Dios y ante mi propia conciencia el recuerdo de mi Salvador que sangra, y digo, ¿Puedes Tú demandar el pago dos veces, primero a manos de Tu Hijo que agoniza y después de mí? Pecador como soy, estoy ante el trono ardiente de la severidad de Dios, y no le tengo miedo. ¿Puedes quemarme, oh fuego consumidor, cuando no sólo has quemado, sino que has consu­mido completamente a mi Sustituto? No, por fe, mi alma ve la justicia sa­tisfecha, la ley honrada, el gobierno moral de Dios establecido, y sin em­bargo, mi alma que fue antes culpable ahora es absuelta y recibe la liber­tad. El fuego de la justicia vengadora se ha extinguido, y la ley ha consu­mido sus demandas más rigurosas sobre la persona de Él que fue hecho una maldición por nosotros, para que podamos ser hechos la justicia de Dios en Él. ¡Oh, la dulzura del consuelo que fluye de la sangre de expia­ción! Obtengan ese consuelo, hermanos míos, y nunca lo dejen. Aférrense al corazón de su Señor que sangra, y beban del abundante consuelo.

Por último, cuál no será el terror del castigo que recaerá sobre aquellos hombres que rechazan la sangre expiadora, y que tendrán que estar frente a Dios en sus propias personas para sufrir por sus pecados. Les diré, se­ñores, y me duele mi corazón al decirles esto, lo que sucederá con aque­llos que rechazan a mi Señor. Jesucristo mi Señor y mi Dios es un signo y una profecía para ustedes de lo que les pasará. No en un huerto, sino en la cama de ustedes donde a menudo han descansado serán sorprendidos, y los dolores de la muerte se apoderarán de ustedes. Serán entristecidos con una tremenda tristeza y remordimiento por la vida que han desper­diciado y por haber rechazado al Salvador. 

Entonces el pecado que más aman, su lascivia favorita, como otro Judas, los va a traicionar con un be­so. Cuando todavía su alma cuelgue de sus labios será tomada y llevada por un grupo de demonios, y llevada al tribunal de Dios, tal como Jesús fue llevado a la silla de juicio de Caifás. Habrá un juicio sumario, personal y de alguna manera privado, como resultado del cual serán enviados a prisión donde, en tinieblas y crujir de dientes y llanto, pasarán la noche antes de la sesión del tribunal que tendrá el juicio por la mañana. 

Enton­ces vendrá el día y vendrá la mañana de la resurrección, y así como nues­tro Señor compareció ante Pilatos, así comparecerán ustedes ante el más alto tribunal, no el de Pilatos, sino del terrible trono de juicio del Hijo de Dios, a Quien ustedes han despreciado y rechazado. Luego aparecerán testigos declarando en contra de ustedes, no testigos falsos, sino verdade­ros, y ustedes se quedarán sin habla, así como Jesús no dijo ni una pala­bra frente a sus acusadores. Luego sus conciencias y su desesperación los sacudirán, hasta que se conviertan en tal monumento de miseria, tal es­pectáculo de desprecio, hasta poder ser descritos adecuadamente por otro Ecce Homo (he aquí al hombre), y los hombres los mirarán y dirán: “He allí al hombre y al sufrimiento que le ha sobrevenido, porque despreció a su Dios y encontraba placer en el pecado.”

Después serán condenados. “Apartaos de mí, malditos,” será la senten­cia que recibirán, así como “¡Sea crucificado!” fue la condenación de Je­sús. Y serán llevados por los oficiales de justicia al lugar de su condena­ción. Luego, igual que el Sustituto de los pecadores, ustedes exclamarán: “Tengo sed,” pero nadie les dará ni una gota de agua; no probarán nada sino la hiel de la amargura. Serán ejecutados públicamente con todos sus crímenes escritos sobre su cabeza para que todos puedan leerlos y en­tiendan que ustedes han sido justamente condenados; y luego se burlarán de ustedes, como se burlaron de Jesús, especialmente si han profesado alguna religión falsa; todos los que pasen por allí dirán: “A otros salvó, a otros predicó, pero a sí mismo no se puede salvar.” El mismo Dios se bur­lará de ustedes. No, no piensen que estoy soñando, ¿no ha dicho Él: “También yo me reiré en vuestra calamidad, y me burlaré cuando os vinie­re lo que teméis”?

¡Clamen a sus dioses en los que confiaron alguna vez! ¡Obtengan su consuelo de las concupiscencias en las que una vez se deleitaron, oh us­tedes que han sido condenados para siempre! Para vergüenza de ustedes y para la confusión de su desnudez, ustedes que han despreciado al Sal­vador serán hechos espectáculo de la justicia de Dios para siempre. Es correcto que así sea, la justicia correctamente lo demanda así. El pecado hizo que el Salvador sufriera una agonía, ¿no te hará sufrir a ti? Más aún, además de su pecado, ustedes han rechazado al Salvador; ustedes han dicho: “No pondré mi confianza en Él.”

Voluntariamente, presuntuosamente, y en contra de su propia concien­cia han rechazado la vida eterna; y si mueren rechazando la misericordia, ¿qué puede resultar de todo ello? Pues que primero su pecado y luego su incredulidad los condenarán a la miseria sin límites y sin fin. Dejen que Getsemaní les advierta, dejen que sus gemidos, sus lágrimas y el sudor sangriento les sirvan de aviso. Arrepiéntanse del pecado y crean en Jesús. Que Su Espíritu así se los permita, en el nombre de Jesús. Amén.

LA AGONÍA DEL GETSEMANÍ

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