¿SON POCOS LOS QUE SE SALVAN? [Ap 7:9]

¿SON POCOS LOS QUE SE SALVAN?
Tabla de contenidos

¿Por qué unos son salvos y otros no?

¿Por qué algunos son salvos y otros se pierden eternamente? 

La gente ha luchado durante siglos con esa pregunta. ¿son pocos los que se salvan? La pecaminosa mente humana responde esa pregunta de dos maneras: o trata de atribuirse algún crédito por su salvación, ya que otros se condenan, o trata de culpar a Dios por el hecho de que algunos se pierden para siempre. Tratan de darse crédito diciendo: que se decidieron por Cristo o que no eran tan pecadores como otros o que cooperaron con la obra del Espíritu Santo. Otros culpan a Dios diciendo que desde la eternidad decidió quién iría al cielo y quién al infierno.

¿Cómo responde la Biblia a esta pregunta?

No la responde de manera que satisfaga la lógica humana ya que dice que, por naturaleza, todo ser humano es tan pecador y está tan perdido como cualquiera otro. Pablo escribe: “No hay diferencia por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:22, 23). “No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios” (versículos 10, 11). Si una persona es salva, todo el crédito es de Dios, no de la persona. “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:8, 9).

¿de quién es la culpa, si una persona se pierde?

No obstante, ¿de quién es la culpa, si una persona se pierde? Es culpa de esa persona. Recuerde el lamento del Salvador: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta a sus polluelos debajo de las alas, pero no quisiste!” (Mateo 23:37). Si una persona se pierde, recibe exactamente lo que merece, porque “la paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23). Aunque es cierto que Dios ha predestinado a los que serán salvos, no es cierto que predestinó al resto de la humanidad al infierno. 

Pablo afirma: “Dios, nuestro Salvador… quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2:3, 4). Pedro explica: “El Señor… es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9). El profeta Ezequiel dice: “Vivo yo, dice Jehová, el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que vuelva el impío de su camino, y que viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos. ¿Por qué habéis de morir, casa de Israel?” (Ezequiel 33:11).

¿Por qué unos son salvos y otros no? 

Le dejamos la respuesta a Dios y le creemos cuando dice que, si una persona se pierde, se ha de culpar a la persona; y si una persona es salva, es sólo por la gracia de Dios. “¡Profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!” (Romanos 11:33).

El paucitas salvandorum se ha considerado desde hace mucho tiempo, un dogma bien establecido entre un amplio círculo de teólogos. Por citar solo un par de ejemplos de los grandes teólogos sistemáticos luteranos del siglo XVII, tanto John Gerhard (1621) y su sobrino John Andrew Quenstedt (1685), lo enseñaron sin reservas. Hablando de lo que él llama «el objeto de la vida eterna», Gerhard observa, que en relación con los pecadores de la raza humana, en primer lugar éstos son ‘pocos’.

«Qué duda cabe», añade Gerhard con el deseo de hacer justicia a este tema, de que «si a los escogidos se les considera por sí mismos y de manera absoluta, su número es grande, como dice Apocalipsis 7:9: ‘Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de toda nación y tribu, y pueblos y lenguas, que estaban en pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos de ropas blancas, con palmas en sus manos’. Sin embargo, si se les considera de modo relativo, es decir, comparándoles con el grupo de los perdidos, éstos son y se consideran pocos. 

Las Escrituras afirman, por tanto, sin contradecirse, que ‘vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos’ (Mt 8:11), y que ‘son pocos los que se salvan’ (Lc 13:23), que ‘estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan’ (Mt 7:14; Lc 13:24), que ‘muchos son llamados, mas pocos escogidos’ (Mt 20:16; 22:14).»

De igual modo, Quenstedt, en su enumeración de los ‘atributos’ de los escogidos y de los reprobados —sinónimos de salvos y perdidos— concede en ambos casos el lugar principal a su ‘poquedad’ y ‘gran número’ respectivamente. «Los atributos de los escogidos,» dice él,

«son pocos, como se enseña en Mateo 20:16; 22:14 y en otros pasajes. ‘Muchos son llamados mas pocos escogidos’. En este versículo ὀλίγοι ‘pocos’ se contrapone a τοῖς πολλοῖς, ‘muchos’, o πασῖν, ‘todos’, como muestra el lúcido contraste que hace Jesús. Pero Jesús no está contrastando, elección y llamamiento, sino el número de los escogidos y de los llamados. Si se pregunta por qué Dios elige a los menos de los hombres y reprueba a la más, la respuesta es que, según su consejo, los que creen, son pocos y son escogidos, y los que no creen, son muchos y son reprobados. Puesto que hay pocos que creen, hay también pocos que son elegidos».

Y de nuevo:

«Los atributos de los reprobados son su carácter multitudinario. Puesto que muchos son los que no creen, muchos son también reprobados. La expresión ‘pocos [son] escogidos’ (Mt 20:16), es, pues, relativa, es decir, lo son en comparación con la multitud mucho más grande de los reprobados. El Salvador insinúa lo mismo en Mateo 7:13–14, cuando dice: ‘Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan’. Observe que las puertas son anchas y estrechas, y los caminos espaciosos y angostos respectivamente. El camino espacioso conduce a la muerte, el angosto a la vida; el primero lo recorren muchos, el último, pocos.»

La firmeza con que se sostiene este dogma no podría ilustrarse de manera más sorprendente que la que nos ofrece Abraham Kuyper y la necesidad bajo la que parece descansar, a saber, la de armonizar dicho dogma con el hecho extraordinario —sobre el que él insistía repetida y provechosamente— de que es la «humanidad como un todo orgánico la que se salva» y los perdidos son, en consecuencia, solo individuos que han sido cortados del tronco de la Humanidad.

«Pregúntese —plantea Kuyper con precisión— si Dios ha abandonado desde la caída a su espléndida creación, a esta raza humana portadora del tesoro de su imagen, en una palabra, a este mundo suyo para, dejándolo de lado, poder crear algo completamente nuevo a partir de los escogidos y para ellos. Y la respuesta de las Escrituras es una enfática negativa… Si comparamos a la Humanidad con un árbol que ha crecido a partir de Adán, los escogidos no serían hojas que le han sido arrancadas, para confeccionar con ellas una corona para la gloria de Dios, mientras que el árbol en sí ha de ser cortado, desarraigado y echado al fuego. Más bien al contrario, los perdidos son las ramas y las hojas que han caído del tronco de la Humanidad, mientras que solo los escogidos permanecen unidos a él. No es el tronco el que se destruye, dejando solo unas pocas hojuelas doradas esparcidas por los campos de la luz eterna, sino al contrario, el tronco, el árbol‚ la raza humana permanece y lo que se pierde se desgaja del tallo y pierde su conexión orgánica.»

No obstante, Kuyper se siente obligado a explicar que el árbol de la humanidad que permanece puede ser, y de hecho es, menor en cuanto a las personas que lo forman que las ramas que se cortan para ser quemadas. En contraste con la naturaleza de un objeto mecánico, la de una entidad orgánica, arguye Kuyper, puede sufrir los cambios —aun aquellos que la reducen y restringen— sin perder su identidad.

«La raza humana —sigue explicando— debe compararse con un árbol que ha sido podado y que ahora brota de nuevo en un tamaño menor. La ruina del genus humanum no es restaurada en su totalidad; en su reconstitución deviene un organismo de proporciones más pequeñas. La iglesia, pues, concebida como la reconstitución de la raza humana, forma un organismo de alcance más reducido, sin embargo, en este proceso, el organismo como tal no sufre ningún cambio. Considerado, pues, relativamente, en comparación con las dimensiones que este organismo tenía antes, la iglesia es una manada pequeña. Por otra parte, entendido de forma absoluta es una gran multitud que nadie puede contar. La idea de algunos cristianos de que toda Europa será algún día cristianizada, y después de un tiempo toda la raza humana doblará la rodilla ante Jesús, no puede sostenerse. Las Santas Escrituras contradicen esta idea errónea, Mateo 20:16 dice, ‘…porque muchos son llamados, mas pocos escogidos’ (Mt 7:14; Lc 13:23)».

Los dicta probantia, que sirven de fundamento para establecer estos dogmas de la poquedad de los que se salvan, como se habrá observado en los casos citados, son normalmente estos cuatro: Mateo 7:14–15; 20:16; 22:14; Lucas 13:23–24. Puesto que Mateo 20:13, es una repetición de Mateo 22:14, los textos probatorios se reducen a los tres siguientes, que reproducimos de la Reina Valera. «Y alguien le dijo: Señor, ¿son pocos los que se salvan? Y él les dijo: Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán» (Lc 13:23–24). «Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan» (Mt 7:13–14). «Porque muchos son llamados, y pocos escogidos» (Mt 22:14).

Un examen meticuloso de estos pasajes dejará suficientemente claro que no forman una base adecuada para la tremenda conclusión que se ha basado en ellos. En todos ellos el propósito de nuestro Señor es más bien suscitar una impresión ética que hacer una revelación profética. Pronunciadas sobre las inmediatas circunstancias del momento para suplir las necesidades inmediatas de quienes tenía a su alrededor, sus palabras aportan motivos válidos para la acción a todos los que se encuentran con necesidades parecidas, en circunstancias similares; pero no pueden leerse como certezas de que las circunstancias sugeridas o implícitas sean necesariamente constantes y vayan a permanecer siempre inalteradas.

Lo que dice el Señor pretende estimular a sus oyentes a un enérgico esfuerzo para asegurar su llamamiento y elección, más que para revelarles las últimas consecuencias de su obra salvífica en el mundo. Cuando leemos sus palabras con este último sentido, les hacemos, por tanto, una cierta violencia; al desviarlas de su propósito distorsionamos también su significado y confundimos sus implicaciones. De estos pasajes siempre podemos aprender que la salvación es difícil y que es nuestro deber exhortarnos a nosotros mismos a obtenerla con dedicada diligencia y esfuerzo. Nunca, sin embargo, pueden estas palabras decirnos cuántos son los que se salvan.

Con respecto a Lucas 13:23–24, esto es evidente a primera vista. El simple hecho de que Lucas haya introducido esta pregunta y su respuesta inmediatamente después de consignar las parábolas de la semilla de mostaza y de la levadura (13:18–21) demuestra suficientemente que al menos él no veía ningún indicio en la declaración de nuestro Señor en el sentido de que el número de los salvos iba a ser reducido. Theodor Zahn llega al punto de suponer que Lucas fue llevado a introducir esta pregunta y respuesta en este punto, precisamente por su registro de estas parábolas. El reconocimiento que expresan estos dos pasajes, en el sentido de que el reino de Dios era pequeño e insignificante en sus comienzos, le llevó a consignar la pregunta que este hecho suscitaba en la mente de los seguidores de Jesús y su respuesta a ella. Sea como fuere, habría sido sin duda imposible, que Lucas hubiera escrito inmediatamente después de las palabras de nuestro Señor que anunciaban la completa conquista del mundo por su reino, otras que declaran que solo un pequeño número se salvaría.

Por otra parte, está claro que quien hizo la pregunta en nuestro pasaje hablaba, desde su perspectiva, agobiado por la lastimosa debilidad del reino. Ciertamente, Jesús había atraído solo a una «manada pequeña», y a ellos claramente les había prometido el reino (12:32). Por otra parte, últimamente él había estado insinuando cada vez con mayor claridad, la exclusión del reino de la mayoría de las personas. Y su mirada estaba ahora puesta en Jerusalén (v. 22). Podemos imaginar que el que hizo la pregunta estaba, o bien profundamente atribulado por la desconcertante situación, o ufanándose en su interior por pertenecer a un círculo tan exclusivo. Sin embargo, sea que hablara movido por la preocupación o por la ligereza, la pregunta era natural en aquellas circunstancias.

Nuestro Señor, no obstante, no responde directamente a la pregunta que se le plantea, sino que se limita a aprovechar la ocasión para dirigir una exhortación y advertencia a quienes le rodeaban (incluyendo, naturalmente, al que le hizo la pregunta). La exhortación: deben de esforzarse por «entrar por la puerta angosta»; la advertencia: «porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán». Lo importante para ellos no es saber si son pocos o muchos los que se salvan, sino, encaminarse decidida y enérgicamente hacia su propia salvación. 

No hay, por tanto, aquí ninguna revelación de que solo se salvarán unos pocos, sino una solemne declaración de que muchos que quieren ser salvos no lo serán. En otras palabras, no es el número de los salvos lo que se anuncia, sino la dificultad de la salvación. Lo que pretende este comentario es explicar que nadie debe dar por sentada la salvación, sino que ésta ha de buscarse con dedicado y tenaz esfuerzo. Para ganar hemos de luchar; bien entendido y aplicado es cierto que, todas las personas, siempre y en cualquier lugar, deben entrar al reino de Dios a través de muchas tribulaciones (Hch 14:22).

Aunque el significado de Mateo 7:13–14, es en cierto modo más complicado20 que el de Lucas 13:23–24, no es menos claro. La principal diferencia formal entre estos dos pasajes es que lo que en Lucas está solo implícito —la puerta ancha contrapuesta a la estrecha, los dos caminos que llevan respectivamente a las dos puertas— en Mateo se expresa abiertamente y en detalle. Lo característico del relato de Mateo es, sin duda, su pintoresca vivacidad y lo entenderemos mejor si lo visualizamos como una imagen; trayendo a nuestra imaginación, por un lado, el amplio y espacioso camino que fluye, abarrotado de gente y, por otro, el angosto y limitado sendero que cruza el umbral de la puerta estrecha, con unos pocos viajeros aquí y allá, y escuchando a nuestro Señor que, señalándolos alternativamente dice: este conduce a la destrucción, este otro a la vida: ¡entren por la puerta estrecha! Es no obstante una repetición de la frase de Lucas, «esforzaos a entrar por la puerta angosta», presentada de un modo más vívido y detallado. La lección es la misma y lo es también la exhortación; y aunque el motivo que se alega es menos explícito que en Lucas, es igualmente el mismo. 

Lo especial del relato de Lucas es su hincapié en el planteamiento de la dificultad de la tarea: la exhortación es a un enérgico esfuerzo, «esforzaos»; y el motivo que se aduce es el fracaso de muchos en conseguirlo, «porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán». Aunque en el relato de Mateo, la dificultad de la tarea es asimismo el motivo subyacente de la exhortación, no se afirma de un modo tan abierto. Esta cuestión queda implícita por el contraste entre la anchura y amplitud del camino que conduce a la destrucción, y la estrechez de la puerta y angostura del camino que llevan a la vida; con la consecuente densidad de transeúntes del primero y el reducido número de quienes descubren el segundo. 

A. B. Bruce afirma erróneamente: «Este pasaje no contiene otra clave para entender el camino correcto sino que es el camino de los pocos». No obstante, la marca del buen camino se nos presenta en contraste con el camino ancho, espacioso y bien pavimentado que conduce a la destrucción, y se nos dice que es estrecho, reducido y difícil de recorrer. El hecho de que muchos entran en uno de los caminos y pocos encuentran el otro, se presenta solo como resultado de sus diferencias: uno es atractivo y fácil, mientras que el otro es menos atrayente y difícil. La lección, pues, que se enseña no es que sean pocos los que se salvan, sino que el camino de la vida es duro. La exhortación fundamental no es, por tanto, «¡id con los pocos!» sino, «¡entrad por la puerta estrecha!».

En el cuadro que se nos ofrece, el camino amplio y espacioso se representa abarrotado de gente, y el estrecho solo transitado por unos pocos. Se establece así un contraste entre aquellos que entran al camino amplio y espacioso, que son muchos, y quienes encuentran la puerta estrecha y el camino angosto, que son pocos. No es poco natural leer estas palabras con el sentido de que el número de los salvos es, en general, insignificante, al menos en comparación con el de los perdidos. Sería, sin embargo, erróneo transmutar esta vívida transcripción de una fase de la vida en una afirmación didáctica de las proporciones finales de salvos y perdidos. 

Recordar algunos ejemplos paralelos debería advertirnos del peligro de esta forma mecánica de acercarnos a las comparaciones que nuestro Señor hace. No hay más razón para pensar que esta analogía enseña que los salvos serán menos numerosos que los perdidos que suponer que la parábola de las diez vírgenes (Mt 25:1ss) enseña que estas serán exactamente iguales en número. Y hay menos razones todavía, para pensar que la parábola de la cizaña (Mt 13:24ss) enseña que los que se pierden serán insignificantes en número comparados con los salvos (porque, sin duda, esta es una parte importante de la enseñanza de esa parábola). Lo que tenemos en la analogía que estamos considerando es simplemente una vívida imagen de la vida, fiel a la vida que tenían ante sus ojos aquellos a quienes se dirigía nuestro Salvador; fiel también, a la vida que tenemos nosotros ante nuestros ojos dos mil años después.

Poniendo, por tanto, de manera persuasiva y eficiente delante de sus conciencias y las nuestras, la enseñanza fundamental de la analogía, a saber, que el camino que lleva a la vida es duro y que nuestro primer deber es exhortarnos vigorosamente a nosotros mismos a caminar firmemente en él. ¿Pero, por qué decimos que esta comparación debe ser igual de fiel a la realidad siempre y en cualquier lugar? ¿Es posible que no haya ninguna sociedad —que nunca la haya habido y que no la haya hoy día— por pequeña que sea, donde, felizmente, la mayoría de sus habitantes hayan abandonado el ancho y espacioso camino que lleva a la destrucción y estén recorriendo el sendero angosto por la puerta estrecha que lleva a la vida? ¿Y no podría ser —no debería ser— que, a medida que transcurren los años, siglos y eras, se invierta la proporción de quienes transitan «los dos caminos»? No hay nada en esta vívida ilustración de la vida del hombre bajo la observación de los oyentes de nuestro Señor —y la nuestra — que impida la esperanza —o expectativa— de dicha inversión.

 Esto solo podría ser de este modo si Jesús hubiera declarado didácticamente que, en la distribución final de los premios de la vida humana, pocos serán hallados entre los salvos y muchos entre los perdidos. Sin embargo, esto está tan lejos de ser aquí el caso, que las proporciones de quienes recorren los dos caminos solo se introducen de forma incidental y con el objetivo de subrayar otra lección, a saber, la dificultad de la salvación y el consecuente deber de esforzarse en buscarla. Si existe algún indicio en otros pasajes de las Escrituras de que las proporciones de quienes recorren ambos caminos podría alterarse con el paso del tiempo, no hay razón para insistir, en virtud de este pasaje, que debe haber siempre pocos siguiendo el camino estrecho y muchos el ancho (con lo cual la suma en un caso arrojará finalmente un número reducido y en el otro un resultado enorme). Y dicho esto, hemos ya afirmado que este pasaje no aporta en ningún caso una base sólida para este tipo de suposición.

De igual manera, no hay más razón para suponer que nuestro Señor pretende resumir toda la historia de la redención con las palabras de Mateo 22:14. La parábola de la que estas palabras forman la cláusula final es sin duda histórica en su enseñanza; presenta el ofrecimiento del reino de Dios a los judíos, por parte de los profetas y los apóstoles, y el rechazo de los primeros. La parábola muestra a continuación, la presentación del mensaje a los gentiles y la formación del cuerpo mixto de la iglesia. Es con la mirada puesta en el rechazo de la invitación del reino por parte de los judíos y la búsqueda de los indignos entre los gentiles, simbolizada por el personaje de los versículos 12 y 13, que nuestro Señor resume los resultados de esta historia con las palabras que en nuestra Biblia se traducen, «Porque muchos son llamados, y pocos escogidos».

 Para valorar correctamente el significado de estas palabras es importante determinar si estas forman parte de la propia parábola, si son la conclusión del rey, o (ver Mt 18:35) si fueron añadidas por nuestro Señor para resumir la enseñanza de la parábola. En el último caso, los términos empleados en este dicho no tienen por qué ser y posiblemente no son palabras técnicas de lenguaje teológico, semejantes pero no idénticas en su significado a los términos ‘llamados’ y ‘escogidos’, que encontramos en las porciones didácticas del Nuevo Testamento, sin embargo, en la primera ocasión —que parece ser ciertamente el caso en cuestión— éstas no pueden serlo y sin duda no lo son. 

El sentido de estos términos hemos de encontrarlo en la narración anterior. En la narrativa de nuestra consideración se dice que muchos han sido invitados a las bodas, y relativamente pocos, quizá, admitidos; y hemos de suponer que es esta experiencia la que el rey resume en sus palabras finales, si es que son suyas. Si, por otra parte, fueran palabras de nuestro Señor resumiendo la enseñanza de su parábola, es todavía más natural suponer que él se limita en su resumen de la historia que había referido y habla desde el punto de vista de aquel momento, más que mirando al distante día del juicio. No obstante, el fragmento de la historia que describe la parábola, solo se relaciona con el rechazo despectivo y finalmente violento del reino de Dios por parte de los judíos y el consecuente ofrecimiento del evangelio a los gentiles, con el resultado de atraer a una multitud mixta. Esta situación se resume razonablemente con las palabras: 

«Muchos son invitados, pero pocos aceptaron»

En cualquier caso, sería increíblemente discordante entender la palabra ‘llamado’ aquí en relación con cualquier otra referencia que aquella en la que ‘llamar’ o ‘llamado’ se usan repetidamente en la primera parte de la parábola. Ya sea, pues, que atribuyamos las palabras al rey o al propio Jesús hablando fuera de los límites de la parábola, su referencia parece confinada a la experiencia histórica que se relata en ella, y esto es tanto como decir, a los días de la fundación de la iglesia.

Por ello, en su comentario de este pasaje, Calvino se contenta con decir:
«No entro aquí en una profunda exposición de la eterna elección de Dios, por cuanto estas palabras de Cristo no tienen otro sentido que el de señalar que una profesión de fe externa no es en absoluto prueba suficiente de que Dios vaya a reconocer como suyo a todo aquel que parezca haber aceptado su invitación».

Esto, naturalmente, se dice asumiendo que estas palabras hacen solo referencia a los versículos inmediatamente anteriores, que describen la expulsión del hombre que no estaba vestido de boda. Si la referencia se amplía, como parece que debería hacerse, a toda la serie de invitaciones que se describen en la parábola y a sus resultados, también la lección debería ampliarse a algo parecido a, «el disfrute del reino de Dios se relaciona con un buen número de otras condiciones aparte de, simplemente, haber sido invitado» (si podemos tomar prestadas las palabras de Jülicher sin vincularnos demasiado estrechamente a su significado). Quizá podamos decir que el significado es, sencillamente, que muchos de quienes han sido invitados a la fiesta del Evangelio no tienen realmente derecho a participar de ella; y que la intención ética de nuestro Señor —siempre un elemento esencial de su enseñanza— es, como la de Mateo 7:13–14, y Lucas 13:23–24, estimular a sus oyentes, tanto a responder a la invitación del Evangelio como a vivir de forma coherente con ella. Esto lo expresa bien Melanchthon con la sugerencia de que esta declaración contiene un consuelo y una advertencia para nosotros: un consuelo, recordándonos, cuando vemos tantos hipócritas en la iglesia, que, al fin y al cabo, hay una verdadera iglesia dentro de la iglesia; y una advertencia, para que procuremos hacer firme nuestra vocación y elección.

La debilidad de la base para establecer un dogma de paucitas salvandorum en base a estos pasajes no puede reforzarse añadiendo otros textos de naturaleza similar. Este tipo de pasajes de naturaleza parecida son, en cierto modo, difíciles de descubrir; y descansan por naturaleza bajo similares discapacidades. Puede que el más notable de los que nos viene a la mente sea 1 Pedro 3:20. En este texto se nos dice que «pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas por agua», y esto se nos presenta como un tipo de los cristianos que, mediante las aguas del bautismo, acceden a una posición de seguridad. La mención expresa de los pocos que se salvaron en el arca es sin duda apreciable, y sugiere que Pedro escribía movido por un agudo sentido de cuan pocos eran aquellos que él veía tipificados por esta salvación. 

Sin embargo, aun concediendo esto, no tenemos buena razón para ir un paso más y ver aquí una afirmación de los pocos que son salvos como el hecho final de todo el desarrollo cristiano. ¿Por qué no vemos más bien aquí el reflejo en la conciencia de Pedro de su experiencia personal de la temprana proclamación del cristianismo? Sin lugar a dudas, los inicios del reino de Dios fueron muy pequeños. O, quizá, la forma correcta de decirlo sería que el reino de Dios ha comenzado — ¿por qué acaso esta iglesia del siglo XX no sigue siendo la iglesia primitiva? Para nuestro Señor, sus apóstoles y para sus seguidores hasta hoy, el reino de Dios ha sido como la semilla de mostaza, «la cual es a la verdad la más pequeña de todas las semillas», o como un simple puñado de levadura que se mezcla con la masa (Mt 13:31–35.) E. H. Plumtre tiene, pues, sus buenas razones cuando escribe:

«El triste contraste entre los muchos y los pocos está implícito en toda la enseñanza de nuestro Señor. Él vino a ‘salvar al mundo’, y sin embargo aquellos a quienes escoge no son sino una ‘manada pequeña’. Aunque el cuadro es oscuro, representa con gran fidelidad la impresión que causa —no digo a los calvinistas o incluso a los cristianos, sino a cualquier maestro de ética— el verdadero estado de la Humanidad que nos rodea».

Lo que impide que el cuadro sea tan oscuro como parece es que el contraste entre los muchos y los pocos no es el único que está implícito en la enseñanza de nuestro Señor y en la de sus apóstoles, donde no solo se contraponen los muchos y los pocos, sino también el presente y el futuro. Estos pequeños comienzos han de dar paso a grandes expansiones. El grano de mostaza cuando se siembra en el campo (que es el mundo) no seguirá siendo la menor de todas las semillas, sino que se convertirá en un árbol en cuyas ramas harán sus nidos las aves del cielo. 

La pequeña porción de levadura no tiene que permanecer oculta en la masa, sino actuar en ella hasta que toda esté leudada. La presencia de esta clase de representaciones junto a las que hablan de la salvación de pocos, limita necesariamente la referencia de estas últimas a las etapas iniciales del reino, y abre perspectivas más amplias para el alcance del proceso salvífico a medida que el tiempo va avanzando; una perspectiva tan amplia debe cambiar por completo las implicaciones con respecto a las proporciones finales de salvos y perdidos.

No está en el ámbito de esta exposición presentar la evidencia positiva de que, finalmente, el número de los salvos no será reducido sino amplio, y no solo en un sentido absoluto, sino también relativo; un número que, dicho claramente, abarcará a la inmensa mayoría de la raza humana. El propósito se ha cumplido si hemos mostrado que el fundamento sobre el que se ha erigido la opinión contraria, es decir, que las personas salvas serán relativamente pocas (una porción pequeñísima de la raza humana), se desmorona cuando se lo somete a un examen meticuloso. 

Para el resto bastará simplemente comentar, que la Escritura enseña sistemáticamente que Cristo ha de reinar hasta que haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies —una expresión que alude, con toda seguridad, a una conquista de carácter espiritual, no físico— esto es inherente a la propia idea de la salvación de Cristo, quien vino como Salvador del mundo, para salvarlo, a fin de que nada menos que el mundo sea salvo por él; y no puede suponerse que esta redención, como remedio para el pecado, alcance su última edición hasta que la herida infligida por el pecado a la creación de Dios sea subsanada, y la humanidad como tal sea conducida al destino diseñado inicialmente para ella por su Creador. Hemos, pues, de reconocerles el derecho a aquellos teólogos que no solo se niegan a repetir el dogma de que únicamente se salvan unos pocos, sino que están dispuestos a secundar a Alvah Hovey cuando, en la conclusión de su pequeño libro sobre escatología bíblica, alude «a la enorme preponderancia del bien sobre el mal como fruto de la redención», y afirma que, «no solo el orden será restaurado por todo el universo, sino que los buenos serán mucho más numerosos que los malos; el número de los salvos será muchas veces mayor que el de los perdidos».

Entre estos teólogos se cuentan —sin ir más lejos— nombres tan honrados entre los profetas de nuestro tiempo como Charles Hodge, Robert L. Dabney y William G. T. Shedd.

«Tenemos razones para creer —afirma Charles Hodge—… que el número de los que finalmente se perderán en comparación con el de los salvos será muy insignificante. Nuestro bendito Señor, cuando sea rodeado por la innumerable compañía de los redimidos, será aclamado como ‘Salvator Hominum’, el Salvador de los hombres, como el Cordero que llevó los pecados del mundo».

Tras deplorar que se haya «subrayado de manera insuficiente» este hecho de que, «en última instancia, la inmensa mayoría de la Humanidad, en todas sus generaciones, será redimida por Cristo», Robert L. Dabney añade,

«Ha de haber un tiempo, bendito sea Dios, en que literalmente todo el mundo será salvo por Cristo, cuando finalmente, éste levantará el muro del mundo total y completamente desde el abismo, para no hundirse ya más. Hay, pues, un sentido muy legítimo, en que Cristo es el futuro Salvador del mundo».

Remarca W. G. T. Shedd,

«Hay, por tanto, dos errores a evitar: en primer lugar, que todos los hombres son salvos; el segundo, que solo unos pocos lo son … Algunos … han representado a los reprobados en un número mayor o igual al de los escogidos. Para ello se basan en las palabras de Cristo, ‘muchos son llamados, mas pocos escogidos’. Pero esto describe la situación existente en el momento en que habló nuestro Señor, y no el resultado final de su obra redentora. Pero cuando Cristo haya ‘visto el fruto de la aflicción de su alma’ y haya quedado ‘satisfecho’ con lo que ha visto, cuando se haya completado todo el curso del evangelio y analizado de principio a fin, se verá que los escogidos de Dios —la iglesia—, son ‘una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas’ y que su voz es como la voz de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos que dice, ‘¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina!’, Apocalipsis 7:9; 19:6.»

¿SON POCOS LOS QUE SE SALVAN?

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