… En él también fuisteis circuncidados con una circuncisión no hecha por manos, al quitar el cuerpo de la carne mediante la circuncisión de Cristo; …
Colosenses 2:11
La circuncisión judaizante (Colo 2:11)
Después de afirmar que los creyentes estamos completos en Cristo, Pablo explora ahora algunas de las maneras en las que disfrutamos de esta plenitud. Empieza con un tema sorprendente: nos dice que en Cristo tenemos una «circuncisión» completa.
Ya hemos tenido ocasión de comentar que había un fuerte ingrediente judaizante en la herejía de Colosas. En aquellos tiempos era habitual que el judaísmo de la diáspora se mezclara con ideas helénicas. Filósofos como el hebreo Filón de Alejandría combinaban doctrinas judías con filosofía griega. No debe sorprendernos, pues, que Pablo, después de luchar contra un tema tan helénico como los diferentes poderes y señoríos cósmicos (2:8–10), ahora tenga que abordar un tema tan judío como la circuncisión.
Es del todo probable que los falsos maestros enseñaran no sólo ideas procedentes de la cosmología pagana, sino que insistieran también en la necesidad de guardar ciertas formas y determinados ritos del judaísmo tales como la circuncisión:
Por razones que no podemos definir exactamente, aunque sí se podrían inferir del contexto, y por advertencias similares que encontramos en otras epístolas, podemos afirmar que los falsos maestros estaban recomendando con mucho entusiasmo cosas como la circuncisión, un apego rígido a una dieta restringida y la celebración de fiestas y días de reposo … La herejía que el apóstol combatía era una desconcertante mezcla de creencias del judaismo y del paganismo, propagadas por hombres que probablemente se hacían pasar por cristianos; sí, y por cristianos mejores que el resto.
Antes de entrar en la polémica de Pablo, conviene refrescar nuestra memoria en cuanto a la práctica de la circuncisión en tiempos del Antiguo Testamento. En los albores de la historia de la salvación, Dios había mandado a Abraham circuncidar a todos los varones de su casa como señal de su incorporación en el pacto:
Éste es mi pacto que guardaréis, entre yo y vosotros y tu descendencia después de ti: Todo varón de entre vosotros será circuncidado. Seréis circuncidados en la carne de vuestro prepucio, y esto será la señal de mi pacto con vosotros. A la edad de ocho días será circuncidado entre vosotros todo varón por vuestras generaciones; asimismo el siervo nacido en tu casa, o que sea comprado con dinero a cualquier extranjero, que no sea de tu descendencia. Ciertamente ha de ser circuncidado el siervo nacido en tu casa o el comprado con tu dinero; así estará mi pacto en vuestra carne como pacto perpetuo. Mas el varón incircunciso, que no es circuncidado en la carne de su prepucio, esa persona será cortada de entre su pueblo; ha quebrantado mi pacto (Génesis 17:10–14).
Posteriormente, Dios incorporó el rito de la circuncisión en la ley dada por medio de Moisés:
Y el Señor habló a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: «Cuando una mujer dé a luz y tenga varón … al octavo día la carne del prepucio del niño será circuncidada» (Levítico 12:1–3; cf. Éxodo 12:48; Juan 7:22–23).
Desde entonces, la circuncisión constituía para el pueblo de Dios la señal de su relación especial con Dios y de su incorporación en su pacto. Era lo que lo marcaba como pueblo diferente, separado para ser la especial posesión de Dios entre las naciones. El simbolismo del rito consistía en el repudio de la «carnalidad» a fin de ser un pueblo puro y santo para Dios.
En otras palabras, para toda persona formada en la ley del Antiguo Testamento, la circuncisión constituía la marca indispensable del pueblo elegido, la manera autorizada de renunciar al pecado y a la mundanalidad e integrarse en la familia de Dios. Como consecuencia, los judíos que se convertían al evangelio de Jesucristo tuvieron grandes dificultades en aceptar como verdaderos miembros del cuerpo de Cristo a gentiles que no hubieran sido circuncidados. ¿No era la circuncisión la señal de un «pacto perpetuo» y, por tanto, no debía la circuncisión ser una señal permanente, aplicable a todos los creyentes? Así, algunos maestros judaizantes enseñaban que si no os circuncidáis conforme al rito de Moisés, no podéis ser salvos (Hechos 15:1, 5).
Sin embargo, el propio Moisés había tenido que denunciar a aquellos que, aun practicando la circuncisión física, estaban lejos de Dios y no deseaban andar en sus caminos. Guardaban las formas externas de la ceremonia física, pero en el corazón seguían siendo «incircuncisos»:
Y ahora, Israel, ¿qué requiere de ti el Señor tu Dios, sino que temas al Señor tu Dios, que andes en todos sus caminos, que le ames y que sirvas al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma?… Circuncidad, pues, vuestro corazón, y no endurezcáis más vuestra cerviz (Deuteronomio 10:12–16; cf. Levítico 26:41–42).
Este mismo énfasis lo encontramos en los profetas. Vienen a decir: No confiéis en vuestra circuncisión externa para protegeros contra el juicio de Dios; lo que cuenta es la circuncisión interna del corazón:
Circuncidaos para el Señor, y quitad los prepucios de vuestros corazones, hombres de Judá y habitantes de Jerusalén, no sea que mi furor salga como fuego y arda y no haya quien lo apague, a causa de la maldad de vuestras obras (Jeremías 4:4; cf. 9:26; Ezequiel 44:7).
¿Circuncidar vuestro corazón? ¿Eso cómo se hace? Desde luego, Moisés y los profetas están exhortando a los hijos de Israel a que, además de practicar la circuncisión externa, dispongan su corazón para seguir y servir al Señor. Pero no se trata sólo de buenas intenciones humanas. De hecho, el corazón humano es tan perverso que nunca puede «circuncidarse» sólo por iniciativa propia. Como Moisés mismo reconoce, la circuncisión del corazón tiene que ser una obra de Dios mismo:
El Señor tu Dios circuncidará tu corazón y el corazón de tus descendientes, para que ames el Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas (Deuteronomio 30:6).
Del amor a Dios y de la vida eterna se trata. El hombre egocéntrico y pecador es incapaz de cumplir el más grande de los mandamientos, por mucho que se circuncide. Puede eliminar el prepucio y llevar la circuncisión como marca simbólica de santidad, pero es incapaz por sí mismo de echar de sí la carnalidad de su corazón. Así pues, desde el principio se veía que la circuncisión no era más que el pobre símbolo externo de una íntima operación espiritual y moral que sólo Dios mismo podía llevar a cabo.
Y para eso vino Cristo. Vino a hacer posible la «verdadera circuncisión», la que no es un mero símbolo externo, sino una realidad interna. Conscientes de esta realidad, los apóstoles lucharon desde el principio por eximir a los creyentes gentiles de la necesidad de someterse a ritos ineficaces y caducos. Entendieron que, de la misma manera que el sacerdocio de Cristo hacía obsoleto el sacerdocio aarónico y el sacrificio de la cruz volvía inoperantes los sacrificios levíticos, así también la verdadera purificación obrada por Jesucristo en el corazón de los que creen en él hace innecesaria la circuncisión física. No es cuestión de «abrogar» la ley del Antiguo Testamento, sino de «cumplirla»: el símbolo externo fue dado hasta que viniera la realidad en Cristo. Pero, una vez llegada la realidad, sobra el símbolo.
Éste fue el tema tratado en el concilio de Jerusalén. A pesar de las presiones de los judaizantes (algunos de entre nosotros, a quienes no autorizamos, os han inquietado con sus palabras, perturbando vuestras almas), los apóstoles vieron claramente que el don del Espíritu Santo, concedido por Dios a los gentiles incircuncisos, constituía aquella verdadera circuncisión del corazón de la cual la circuncisión del prepucio sólo era un anticipo simbólico: Dios, que conoce el corazón, les dio testimonio dándoles el Espíritu Santo … purificando por la fe sus corazones (Hechos 15:9, 24). Habiendo llegado la realidad espiritual, vieron que en lo sucesivo no era necesaria la circuncisión física, aunque pudiera ser conveniente para los creyentes hebreos a efectos de testimonio (Hechos 21:20–26).
Los que más se oponían a la incircuncisión de los creyentes gentiles eran fariseos que habían creído en Jesucristo (Hechos 15:5). ¡Qué maravilla, pues, que Pablo, que había sido hebreo de hebreos y fariseo de fariseos (Filipenses 3:5), entendiera con toda claridad que no se debía imponerles la circuncisión a los gentiles! En varias de sus epístolas aborda el tema, empleando en la defensa de su posición una variedad de argumentos:
• El principal de estos argumentos es el que ya hemos visto: la verdadera circuncisión no es externa, en la carne, sino … la del corazón, por el Espíritu (Romanos 2:28–29) Por tanto, nosotros somos la verdadera circuncisión, que adoramos en el Espíritu y nos gloriamos en Cristo Jesús, no poniendo la confianza en la carne (Filipenses 3:2–3).
• Pero, además, la circuncisión física introducía al que la practicaba en un pacto presidido por la ley. Por lo tanto, ante los ojos de Dios, sólo es válida para aquellos que son capaces de guardar toda la ley (Romanos 2:25–27). De hecho, los que se circuncidan pensando que con ello van a crecer en espiritualidad se colocan en un sistema legalista que, en última instancia, se opone a la doctrina de la gracia y de la salvación en Cristo. Quien se aferra a la circuncisión está en peligro de alejarse de Cristo: Si os dejáis circuncidar, Cristo de nada os aprovechará (Gálatas 5:2–6).
• Además, el hecho de que Abraham fuera incircunciso cuando recibió las promesas de Dios significa que éstas se hacen extensivas a todos los que comparten la fe de Abraham, ya sean personas circuncidadas o incircuncisas (Romanos 4:9–12). La circuncisión no es una condición indispensable para poder pertenecer a la casa espiritual de Abraham ni para ser heredero de las promesas.
• Por todo eso, en cuanto a la verdadera santificación, la circuncisión física no añade ni quita nada (1 Corintios 7:18–20; Gálatas 5:6; 6:12–15).
Con todo eso de trasfondo, no nos sorprende que ahora Pablo arremeta contra los judaizantes de Colosas y su insistencia en la circuncisión. Pero, puesto que parece ser que la iglesia en su conjunto no iba detrás de los falsos maestros, el énfasis del apóstol es positivo: no denuncia los errores de los que quieren imponer la circuncisión física, sino que habla positivamente acerca de la completa circuncisión espiritual que es nuestra en Cristo.
La circuncisión hecha sin manos (Colo 2:11)
Para ello, Pablo emplea una serie de frases que vienen a determinar cómo es la circuncisión del nuevo pacto:
Es una circuncisión «en Cristo», no en nadie más
En él también fuisteis circuncidados. Así comienza nuestro versículo. Es decir, la auténtica circuncisión tuvo lugar en nosotros cuando fuimos incorporados en Cristo al creer en él. Pablo explicará con más detalle lo que quiere decir con esto en la última parte del versículo, al hablarnos de «la circuncisión de Cristo». De momento, tomemos nota de que Pablo está diciendo que Cristo no sólo tiene toda la plenitud de Dios (por lo cual no hay recursos espirituales fuera de él), sino que es el único que puede llevar a cabo nuestra auténtica purificación y quitar de nosotros la «carne de pecado» (por lo cual no hay circuncisión válida fuera de él). Los patriarcas fueron los receptores de la primera circuncisión en la carne; el que nos otorga la nueva y verdadera circuncisión del corazón no es otro sino Cristo, el Hijo de Dios.
Acabamos de ver que las tendencias paganas de los falsos maestros querían colocar a otros señores al lado de Cristo y negarle toda plenitud divina y que, en cambio, los colosenses debían entender que sólo estaban completos en él (2:9–10). Ahora vemos que los falsos maestros querían añadir a la obra salvadora de Cristo el rito judío de la circuncisión. No, dice Pablo. La circuncisión «en Abraham» o «en Moisés» es externa, humana y parcial; sólo la circuncisión «en Cristo» es interna, divina y completa. Aquélla no efectúa ninguna purificación verdadera; ésta, sí. Es en Cristo, y sólo en él, como podemos conseguir separarnos de las impurezas de nuestra naturaleza caída.
Es una circuncisión hecha sin manos, no con manos
La operación a la que se nos somete en Cristo es una circuncisión «no hecha con manos». Es decir, es una circuncisión claramente diferenciada de la del antiguo pacto, «hecha por manos en la carne» (Efesios 2:11). La frase no hecha con manos tiene al menos dos connotaciones: por un lado indica que no es una circuncisión física y externa, sino espiritual, moral e interna; por otro, indica que es una obra divina, no humana.5 Es decir, en palabras de Romanos 2:29, se trata de una circuncisión «del corazón», hecha «por el Espíritu».
Esto es lo que Moisés y los profetas habían previsto. Una circuncisión externa, hecha por manos en la carne, no purifica a nadie. Sólo nos vale una obra de Dios llevada a cabo en el hombre interior.
Es una circuncisión completa, no parcial
No se trata de la eliminación del prepucio, sino de la eliminación del «cuerpo de carne». En el pacto antiguo, los judíos se sometían a una pequeña operación de cirugía menor que sólo les quitaba un trozo diminuto de carne. En el nuevo pacto, los creyentes se someten a una operación total que produce en ellos un cambio radical y les quita la totalidad de su carnalidad y de su naturaleza pecaminosa. Es una operación en la que el «viejo hombre» es «despojado» y el creyente se reviste de la nueva humanidad en Cristo. Dios no soluciona el problema de nuestra inmundicia colocándonos parches, sino mediante una nueva creación.
El carácter completo de la «circuncisión de Cristo» es sugerido por el verbo empleado por Pablo, un verbo con doble prefijo que viene a significar «quitar por completo y echar fuera».
En Cristo, Dios no quita una parte de nuestra inmundicia, sino que ha «arrojado todos nuestros pecados a las profundidades del mar» (Miqueas 7:19). No es cuestión de una purificación parcial y simbólica, sino de una santificación real y total. De hecho, como Pablo está a punto de decir, es cuestión de morir y resucitar con Cristo.
El pecador que cree en Cristo para salvación es contado como muerto con Cristo en cuanto a su vieja naturaleza pecaminosa. Es decir, Cristo murió por él, en su lugar, como su sustituto. La culpa y la condena del pecador fueron «llevadas» y «quitadas» por Cristo. Es como si el pecador fuera ajusticiado en la persona de su sustituto y salvador, Cristo Jesús.
Jurídicamente, ya ha muerto «en él». Su sentencia de pena de muerte se ha cumplido. Sus pecados han sido expiados y perdonados. Su culpa ha sido anulada. Ante los ojos de Dios, su pecaminoso «cuerpo de carne» ha sido crucificado y eliminado, quitado por completo y echado fuera. La redención de la cruz es una obra perfecta y completa. Por eso, Pablo puede emplear el tiempo pretérito: fuisteis circuncidados. La circuncisión ya se ha llevado a cabo; el cuerpo de carne ya está definitivamente quitado; la culpa del pecador ya no existe.
Naturalmente, esto no significa que el creyente cristiano ya no puede pecar. Si éste fuera el caso, Pablo no tendría necesidad de exhortar a los colosenses en cuanto al repudio de prácticas pecaminosas. En realidad, dedica gran parte del resto de la carta precisamente a esto. Sus lectores ya han muerto (3:3), pero en el sentido jurídico de haber sido ajusticiados en Cristo. No han dejado de existir ni están exentos de los coletazos del pecado. Por eso mismo deben aprender a «considerar los miembros de vuestro cuerpo terrenal como muertos» al pecado (3:5), aprendizaje que no sería necesario si fueran ya realmente muertos. Por eso también deben desechar las pasiones del pecado, ejercicio innecesario si fueran realmente incapaces de pecar.
Lo que Pablo sí quiere enfatizar es que el creyente en Cristo comparece ahora delante de Dios despojado de sus trapos de inmundicia y revestido de la justicia de Cristo. El judío del antiguo pacto estaba ante Dios con sólo una limpieza simbólica y una circuncisión parcial; nosotros, en cambio, hemos sido completamente limpiados y «circuncidados» por Cristo. Nuestra vieja naturaleza ha sido eliminada judicialmente en la cruz. Ahora Dios nos declara «perfectos para siempre» (Hebreos 10:14).