BELÉN, EGIPTO, NAZARET [Mateo 2:1-22]

BELÉN, EGIPTO, NAZARET
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¿Realmente entendemos el significado de la Navidad?

Nada más empezar a escuchar las palabras tan familiares de las narraciones evangélicas de la Navidad -«Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes…»- en seguida decimos: 

Todo esto ya lo sabemos. No prestamos mucha atención a su lectura porque creemos conocerlas muy bien.

¿Es cierto? ¿Realmente entendemos el significado de la Navidad? ¿Siquiera conocemos bien los hechos más elementales de la historia?

Consideremos los lugares donde se realizaron aquellos acontecimientos.

Según el texto bíblico son tres:

1.- Jesús nació en Belén.
2.- Él y sus padres tuvieron que huir como refugiados políticos a Egipto hasta la muerte del rey Herodes.
3.- Una vez muerto Herodes, Jesús pasó el resto de su infancia en una aldea de Galilea llamada Nazaret.

Los tres lugares conducen a tres preguntas:

1.- ¿Por qué nació Jesús en Belén?
2.- ¿Por qué huyeron José y María a Egipto?
3.- Después de volver a Egipto ¿por qué se establecieron en Nazaret?

A estas preguntas podemos contestar de la manera siguiente:

1.- Jesús nació en Belén porque el emperador de Roma, César Augusto, quiso hacer un censo del Imperio y para ello dio orden de que todo el mundo fuese a su pueblo de origen; el de José y María era Belén; y por esto Jesús nació en Belén.

2.- Luego tuvieron que huir a Egipto porque el rey Herodes quería matar a Jesús. Por esto un ángel fue enviado para avisar a José y así escaparon.
3.- Al volver del exilio no querían establecerse otra vez en Belén porque el hijo de Herodes, Arquelao, ocupaba el trono. Por prudencia se establecieron lejos de Jerusalén, en Nazaret de Galilea.

Estas respuestas son acertadas. Pero no merecen un «sobresaliente»; sólo un «suficiente». Hemos contestado correctamente pero no según el testimonio de Mateo.

Estas explicaciones políticas son históricas y verdaderas. Sin embargo, si sólo damos estas razones estamos aún muy lejos de entender el significado profundo de la historia de la Navidad. Detrás de ellas está la mano de Dios. Mateo no quiere que dejemos de percibir las realidades divinas más allá de la política humana. 

Es por esto que repetidamente nos indica que estas cosas ocurrieron «para que se cumpliese lo que dijo el Señor por medio del profeta» (Mateo 1:22; 2:5, 15, 17, 23). Los eventos de la Navidad no son casualidades de la historia. Dios tenía un propósito en que Jesús naciera precisamente en Belén, huyese precisamente a Egipto y se estableciese precisamente en Nazaret. Mateo nos dice que tenía que ser así. 

Jesús no habría sido el Mesías, ni el Salvador del mundo si la historia no hubiese sido así. Porque Belén, Egipto y Nazaret no solamente son tres lugares geográficos que podemos visitar hoy mismo; también son símbolos de algo más.

Por lo tanto, a nuestras tres preguntas hemos de contestar: Estas cosas ocurrieron «por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios» (Hechos 2:23). Naturalmente esto nos conduce a tres preguntas más:

1.- ¿Por qué quiso Dios que Jesús naciera en Belén?
2.- ¿Por qué quiso Dios que huyera a Egipto?
3.- ¿Por qué quiso Dios que pasara su infancia en Nazaret?

Estas no son preguntas extravagantes. Mateo -insisto-nos invita a planteárnoslas por sus repetidas referencias a la predicción profética.
La Biblia está llena de patrones, de significados velados pero comprensibles. No podemos entenderla bien si no hemos empezado a palpar esta dimensión simbólica. El Espíritu Santo es enormemente creativo en su inspiración de las Escrituras. Nos habla clara y directamente a la mente a través del significado primario del texto original. 

Pero también apela a nuestra sensibilidad estética a través de un uso amplio de distintos recursos literarios. A veces su revelación nos llega por medio de patrones y figuras sorprendentes que inicialmente no sospechábamos que estuvieran en el texto; pero una vez que lo hemos visto, comprendemos que tenía que ser así.

BELÉN

Si los tres lugares de la infancia de Jesús simbolizan algo ¿de qué es símbolo Belén? Mateo nos lo dice con toda claridad en el versículo 6: «Y tú, Belén, de la tierra de Judá, no eres la más pequeña entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un guiador, que apacentará a mi pueblo Israel». Si volvemos a la profecía de Miqueas (5:2) de la que Mateo está citando, vemos que es una referencia al Rey Mesías que había de venir. Así lo entendían perfectamente los escribas y los principales sacerdotes cuando Herodes les consultó sobre, el asunto. 

Pero ¿por qué profetizó Miqueas que el Mesías había de nacer en Belén? Por una razón bien obvia. En Belén había nacido otro gran rey, David, y Dios le había prometido que su casa ocuparía el trono de Israel para siempre. Además Dios había dicho que nacería de su linaje un rey mucho más glorioso aún que David. 

Por lo tanto, es totalmente apropiado que Jesús nazca en Belén, la ciudad de David. Así Dios demuestra públicamente que el Niño es el Mesías, porque Belén es el lugar de nacimiento de los reyes ungidos por Dios. Así Jesús es revelado como el gran Hijo de David (Mateo 1:1). Así se establece su naturaleza real. Y así, por supuesto, se cumplen las palabras de Miqueas.

Jesús debía de nacer en Belén a fin de ser rey. Y no fue por «casualidad» que el decreto de César Augusto hizo que se cumpliera el propósito de Dios. Fue por designio divino que Jesús naciera en Belén, no en Nazaret, y justamente en medio de circunstancias (el censo) que recalcan la cuestión del linaje mesiánico.

EGIPTO

Y Egipto ¿de qué es símbolo?
Para los judíos (y no olvidemos que Mateo escribía para ellos) Egipto había sido el país de su gran esclavitud. Había sido de Egipto que Dios les había liberado con su mano poderosa. En el Éxodo de Egipto el pueblo de Israel se había constituído como nación. Egipto, pues, era a la vez símbolo de opresión y cuna del pueblo de Israel.

Israel salió de Egipto y tuvo que superar la primera gran prueba de su peregrinaje: el paso del Mar Rojo. Dios separó las aguas y el pueblo de Israel pasó por en medio de ellas. Había salido de Egipto con prisa, en medio de temores y desconciertos. Llegó a la otra orilla una nación resucitada. Ahora la historia se repite. Ya hemos visto que Mateo pasa deliberadamente de la salida de Jesús de Egipto a la historia de su bautismo por Juan en el Jordán, a fin de que no perdamos de vista el patrón que hay aquí.

Después del bautismo, Israel tuvo que emprender un largo viaje por el desierto. Jesús va directamente del bautismo al desierto (Mateo 4:1). En el desierto Israel fue tentado. En el desierto Jesús es tentado. Y por si esto fuera poco, precisamente las respuestas que Jesús da al Tentador son citas de Deuteronomio sacadas de la narración de aquella experiencia de Israel. Cristo no podría haber encontrado citas más apropiadas en ningún otro lugar de las Escrituras. Estaba reviviendo en sí las tentaciones de Israel. Jesús es el nuevo Israel.

El Éxodo, bajo el liderazgo de Moisés, es el supremo ejemplo bíblico de liberación y redención. Conviene, pues, que Aquel que había venido a este mundo para liberar, redimir y salvar a un pueblo para Dios, salga de Egipto, y así «cumpla» la experiencia de Israel. «Habiendo de conducir a muchos hijos a la gloria», convenía que «el autor de su salvación» pasara por las mismas experiencias que el pueblo escogido. O como dice Jesús en este mismo contexto (Mateo 3:15) a Juan el Bautista: «Porque así conviene que él cumpla todas justicia».

Egipto, por lo tanto, representa aquella situación de esclavitud y opresión en el que la humanidad se encuentra, y de la cual Jesús, cual nuevo Moisés, va a conducir a su pueblo hacia la Tierra Prometida.

NAZARET

Y Nazaret, ¿de qué es símbolo?
Acabamos de verlo en el capítulo anterior, así pues sólo necesitamos refrescarnos la memoria.

Nazaret se encuentra en Galilea, «Galilea de los gentiles», en la frontera con el mundo pagano, alejado del centro neurálgico de la vida espiritual del país. Los galileos eran judíos, pero de segunda categoría. Históricamente formaban un mismo pueblo con los de Judea, pero geográficamente quedaban algo aislados de Jerusalén porque en medio estaba la tierra de los samaritanos. Los judíos de Galilea hablaban el mismo idioma que los de Judea, pero con otro acento (Mateo 26:73). Los líderes religiosos de Jerusalén miraban a los galileos con desprecio: «Escudriña -decían- y ve que de Galilea nunca se ha levantado profeta» (Juan 7:52). Para los judíos de primera categoría en Judea, Galilea era «de los gentiles», rayana en la impiedad.

Mateo mismo nos recuerda algo de esto al citar de Isaías y recordarnos que Galilea era poblada por un «pueblo asentando en tinieblas» (Mateo 4:16).
Sería de esperar -así lo creían los mismos Magos- que Jesús naciera y viviera en el mismo centro del judaismo, en Jerusalén. ¿Acaso se puede concebir la idea de un Mesías procedente de Galilea? ¿el gran Hijo de David hablando con acento provinciano?

Cuando Mateo nos dice que la procedencia nazarena de Jesús «cumplía lo que fue dicho por los profetas», quiere decir que el origen oscuro del Mesías estaba en consonancia con la revelación profética. A pesar de Natanael (Juan 1:46) y los fariseos (Juan 7:52), no era de extrañar que Jesús llegara desde Galilea al escenario público de la historia. Ellos, sencillamente, desconocían las Escrituras al respecto. Los profetas habían señalado el origen humilde del Mesías.

Por lo tanto, no es en Jerusalén que Jesús se forma y comienza su ministerio. Más bien se identifica con este «pueblo asentado en tinieblas». Aun habiendo nacido en Belén no será conocido como hijo de Belén sino como hijo de Nazaret, el nazareno, el despreciado. Cristo «había de ser llamado nazareno» si iba a llevar luz a Galilea de los gentiles.

Cuando José llevó a su familia a Nazaret, su decisión venía determinada por una serie de circunstancias históricas y geográficas (además de las instrucciones del ángel). Seguramente el cumplimiento de la profecía estaba muy lejos de su consideración. Pero en la mente de Dios era necesario que Jesús residiera en Nazaret. Había de ser llamado nazareno en cumplimiento de lo que fue dicho por los profetas. Una luz para Galilea y para los gentiles más allá de las fronteras de Israel.

BELÉN, EGIPTO Y NAZARET… Y EL MINISTERIO DE JESÚS

Si los tres lugares simbolizan algo, es lógico suponer que si Jesús nació en uno de ello, huyó a otro y residió en el tercero, esto nos hablará de la naturaleza del ministerio que iba a realizar. Los profetas habían dicho que sería así. Pero ¿por qué lo dijeron? ¿Cuál es el significado de estos tres lugares para el ministerio posterior de Jesús?

El hecho de haber nacido en Belén, de padres que descendían de David, hace que desde el primer momento Jesús sea identificado con la casa real de Israel. Él es Rey. Vino para establecer el reino de Dios. Vino como Mesías, Vino para reinar. Su realeza nunca estuvo en duda. Pero ¿cómo había de conseguir su trono en la práctica? ¿Cómo iba a formar el pueblo sobre el cual reinaría? ¿Qué clase de gobierno habría de ejercer? La comprensión de cuál había de ser su camino al trono le costó la terrible lucha moral de las tentaciones del desierto (Mateo 4:1–11).

Sin embargo, su realeza es uno solo de los aspectos de su ministerio. La misma voz del cielo en el momento de su bautismo (Mateo 3:17) le reveló que no sólo era el Rey (Salmo 2:2) sino también el Siervo Sufriente (Isaías 42:1). Él es el Rey, pero el camino al trono pasará por la Cruz. El gobernará, pero también sufrirá. Los Magos le ofrecieron oro, pero también mirra. Nació en Belén, pero tuvo que huir a Egipto.

No es ninguna arbitrariedad que la corona de gloria había de ser ganada en el Calvario. Jesús había de reinar, pero ¿sobre quiénes? Sobre el pueblo de Dios, pueblo redimido. Y nuestra redención sólo se consigue a precio de sangre (1a̱ Pedro 1:18–19).

Jesús es las primicias y cabeza del nuevo Israel. Es el gran libertador del cual Moisés sólo es un pequeño anticipo. Él nos ha forjado el camino de la salvación desde Egipto hasta la Tierra Prometida. Pero es necesario que, para poder realizar nuestra liberación de Egipto, las diferentes figuras del Éxodo encuentren en Él su cumplimiento. Así pues, Él es nuestro Cordero pacual, que puso su vida para pagar nuestra redención (1a̱ Corintios 5:7). Él es la columna de humo y de fuego que nos dirige por el desierto. Él es la roca de la cual brota el agua para satisfacer nuestra sed (1a̱ Corintios 10:4). Él es el maná que nos alimenta (Juan 6:48–50). Él es la serpiente de bronce levantada para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:14–15). El carácter de su redención viene determinado por el Éxodo, el cual ella debe «cumplir». Y el hecho de que viene determinado por el Éxodo, se ve en que el Redentor tuvo que salir de Egipto.

Jesús es Rey, luego nació en Belén. Jesús es el siervo que sufre y el Cordero que es ofrecido para nuestra redención, luego fue «llamado de Egipto». Pero también Jesús es el gran profeta, el que lleva la luz de las buenas nuevas a tierra de los gentiles. Es con el ministerio de Jesús y a través de Jesús por la iglesia, que el Evangelio irrumpe en medio del mundo gentil. Hasta aquel momento los gentiles vivían en oscuridad, sin ninguna esperanza, bajo la sombra de la muerte. Pero Jesús llega con las buenas noticias del Evangelio. Por esto era apropiado que residiera en Nazaret, en Galilea de los gentiles, y se llamara nazareno.

Pensamos que conocemos la historia de la Navidad. Después empezamos a descubir que la Palabra de Dios está llena de sorpresas. Vemos como cosas dispersas empiezan a enlazarse entre sí. Todo tiene su lugar. Todo encaja. Descubrimos que para el Señor mil revelaciones son como una y una como mil. Que hay patrones, esquemas y significados insospechados en la dirección divina de la historia.

Pero estas sorpresas no existen sólo para entretener nuestra mente. Ni mucho menos para que hagamos alarde de conocimientos esotéricos. Están allí a fin de marcarnos las pautas de nuestra propia relación con Jesucristo.
En Navidad celebramos el nacimiento de Jesucristo. ¿Quién es Jesucristo para nosotros? Porque según cómo contestamos a esta pregunta, así será nuestra celebración navideña.

¿Es nuestro Rey? Si no lo es ¿para qué celebrar su nacimiento? Como los Magos ¿nos hemos postrado ante Él a fin de rendirle homenaje y adorarle? ¿Le hemos entregado nuestra vida y puesto a su disposición nuestros mejores regalos? ¿Nos hemos sujetado a su señorío?

¿Él es nuestro Salvador, el único mediador entre Dios y nosotros? ¿Hemos descubierto en Él al único Redentor que puede sacarnos de Egipto, el que conoce el camino, el que es el camino? ¿Hemos llegado a formar parte de su pueblo? Si Él no es nuestro Salvador, si no nos ha liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte ¡qué contrasentido celebrar la Navidad!

¿Él es nuestro profeta? ¿Podemos decir que antes estábamos «asentados en tinieblas», sin saber ni de dónde veníamos ni a dónde íbamos, sin comprender el propósito de la vida, sin encontrar ninguna clase de camino ni salida; pero luego Él vino a nuestro encuentro, nos dio las buenas noticias del Evangelio, y para nosotros en aquel momento resplandeció la luz? ¿Nos ha llegado la gloria de Dios en la faz de Jesucristo? ¿Él nos ha hecho saber la verdad acerca de nosotros mismos, acerca de Dios y acerca del sentido de la vida?

Jesús para esto nació. Lo que celebramos en la Navidad es la gloria de tener un Rey que nos gobierne, un Salvador que nos redima y un Profeta que nos revele la verdad. Para celebrarla bien, una visita a Belén, Egipto y Nazaret, es de rigor.

BELÉN, EGIPTO, NAZARET

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