COMPARTIENDO LA VERDAD

ORO, INCIENSO Y MIRRA [+3]

Oro
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¿Por Qué Los Reyes Magos Regalaron Oro, Incienso Y Mirra?

No sabemos si los magos llevaron consigo tesoros expresamente con el fin de regalarlos al Niño, o si le dieron de aquellos que llevaban para sufragar los gastos del viaje. Sea como sea, su adoración no quedó sólo en palabras. La adoración conduce a la generosidad.

Los Magos desean dar algo al Niño. La adoración, cuando es genuina, siempre nos estimula a la entrega, al sacrificio y al servicio. ¿Qué es la adoración sino la expresión máxima de nuestra devoción y amor? Y quien siente devoción, siempre desea entregarse a aquel a quien ama.

El gozo, la adoración, la devoción, el amor. De tales cosas tendría que nacer la costumbre navideña de ofrecer regalos. Desgraciadamenta a veces damos regalos porque así garantizamos que otros nos los darán a nosotros. En el mejor de los casos nuestro regalo es expresión de un auténtico amor y aprecio hacia la persona a la que lo entregamos. Pero si hay alguien digno de recibir nuestros regalos de Navidad, si alguien merece nuestro amor y devoción, es Jesucristo. ¿Y cuántos de nosotros nos paramos suficientemente en medio de las fiestas a fin de abrir nuestros tesoros y considerar cuáles de ellos deseamos ofrecerle como expresión de nuestra adoración?

Esto es lo que hiceron los Magos. Dieron al Niño lo mejor que tenían: oro, incienso, mirra.

Esta Navidad, seamos como ellos. No nos conformemos sólo con símbolos externos. La Navidad se centra en Jesús. Sin Él no tiene sentido. Tomemos tiempo, por tanto, para «entrar en la casa», para estar en la presencia de Jesús. Postrémonos ante Él. Adorémosle. Y decidamos qué regalos le daremos.


Pero ¿qué regalos podemos darle? Otro problema que quizás hayas tenido al ir a una fiesta de cumpleaños es que tu amigo es muy rico y tiene de todo. No hay juguete ni capricho que él no tenga Peor aún, si tu economía es deficiente, ¿cómo puedes llevar a tu amigo un regalo adecuado si él tiene de todo y tú no tienes nada? Pero nuestro problema ante el Señor Jesucristo es más grave aún. 

Él lo tiene absolutamente todo. Es Creador de todo. Nosotros no le podemos obsequiar nada que Él no nos haya dado primero. ¡Qué verguenza ¿verdad? si vamos a casa de alguien para darle un regalo, y la persona al abrirlo dice: Me parece que es lo que yo te regalé hace un año! Así es cuando hemos de regalarle algo al Señor. ¿Qué le daremos, pues?


Hay un solo regalo que vale. Aun así es un regalo que ni siquiera remotamente puede corresponder a lo que Él merece. Es el regalo de nosotros mismos.
No basta con poner una buena cantidad de dinero en la ofrenda, porque esto no es darle nada, sino sólo devolverle un poco de lo que Él mismo nos dio primero. No basta con dedicarle un poco de tiempo en estas fiestas, porque Él es el Señor de nuestros tiempos y los merece todos. Dar una pequeña limosna a Aquel que, teniéndolo todo, lo entregó todo por nosotros, sería un insulto. 

No nos olvidemos tampoco de que entregamos nuestro regalo al Señor que, siendo en forma de Dios, se despojó a sí mismo a fin de morir por nosotros, y así tomó forma de hombre, nació como niño, conoció la miseria de nuestra humanidad y la pobreza de un establo. Es a este Niño que hemos de entregar nuestro regalo de Navidad. Allí está en la casa, y con los Magos hemos de entrar y abrirle nuestro tesoro. Vamos a darle un regalo a Aquel que por amor a nosotros se hizo pobre, siendo rico, para que nosotros con su pobreza fuésemos enriquecidos (2a̱ Corintios 8:9).


Ante tal misericordia, sólo cabe la entrega incondicional de todo lo que somos y tenemos. El apóstol Pablo lo expresa así: «Os ruego por las misericordias de Dios que presenteís vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (Romanos 12:1). Ante la inmensidad del regalo que Dios nos da en la Navidad -su don inefable (2a̱ Corintios 9:15)-la única respuesta válida, la única manera de expresarle una adoración razonable es el ofrecimiento de nosotros mismos.


¿Se lo darás hoy? ¿Entrarás en la casa con los Magos? ¿Contemplarás a Aquel que nació para que tú puedas vivir para siempre? ¿Caerás ante El en reconocimiento de su señorío y divinidad? ¿Le adorarás? ¿Le dirás: Señor, aquí estoy; no tengo nada que darte que no provenga de ti, y por lo tanto, te doy mi propia vida; quiero pertenecerte; quiero que tú seas mi Rey de verdad?
No hay otra manera razonable de celebrar la Navidad.

EL ORO

«Y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra» (Mateo 2:11).

Es evidente que el oro, el incienso y la mirra no son juguetes. Son regalos simbólicos, de significado profundo. Comprender su simbolismo e identificarnos con los Magos en el gesto de ofrecerlos a Jesús, es la esencia de la celebración de la Navidad.


Por lo tanto, al considerar el primero de estos regalos, el oro, vamos a hacer dos preguntas básicas. En primer lugar: ¿Cuál es el significado de este regalo? Y en segundo lugar: ¿Cómo podemos identificarnos con el acto de ofrecerlo a Jesús?

¿POR QUÉ EL ORO?

No sé cuáles habrán sido las intenciones de los Magos al dar a Jesús su regalo de oro. Pero en la providencia divina, es del todo posible que, gracias a este oro, José pudo sufragar los gastos del viaje a Egipto, establecimiento en aquel país, y retorno a Nazaret.


Como veremos, el oro tiene su simbolismo, pero también fue una fuente de provisión práctica. Quizás necesitemos ver, por lo tanto, que antes que nada, el oro era evidencia de que existe un Dios que conoce nuestras necesidades y que suple lo necesario para que podamos realizar su voluntad.

EL ORO Y LA REALEZA

Solemos identificar el oro con la realeza. En casi todas las civilizaciones, el oro es el metal de la corona y simboliza la majestad real.


Según el capítulo 2 de Daniel, Nabucodonosor, rey de los babilonios, ve una inmensa estatura en forma de hombre, hecha de cuatro metales diferentes. El primero de ellos, el que formaba la cabeza de la estatua, es el oro. Con esta cabeza de oro, la visión pretendía representar el sistema político de Babilonia, en el cual regía una monarquía absoluta. Otras civilizaciones sucesivas eran representadas por metales «inferiores», porque la autoridad real no era tan absoluta en ellas. El oro corresponde a un rey absoluto en su autoridad. Se nos dice del gran rey Salomón que acumuló plata y oro en Jerusalén como piedras en abundancia (2o̱ Crónicas 1:15).


Seguramente esta asociación de la realeza con el oro procede, al menos en parte, del hecho de que la fuerza del gobierno depende del control de los resortes económicos de la nación. Quien controla las finanzas y la distribución de riquezas, quien establece los impuestos y marca los salarios, es el que ejerce el gobierno y rige los destinos del país. Por esto quien controla la moneda es simbolizado en casi todas las culturas del mundo por él.


Y porque los Magos sabían que iban a ver a un rey, es por lo que llevaban oro consigo. Por el mismo motivo habían buscado al rey allí donde esperaban encontrarle, en el palacio de Jerusalén. Todo encajaba. Es lógico. «Cuando Jesús nació en Belén de Judea, en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos Magos, diciendo: ¿Dónde está el rey?»


Cuando los pastores se fueron corriendo al establo y volvieron con tanta alegría y entusiasmo, cuando los ángeles empezaron a cantar en el cielo, cuando María, meses antes, había irrumpido con su gran cántico de alabanza al Señor, cuando ahora los Magos se arrodillan delante del Niño y le adoran y luego vuelven gozosos a su país… ¿cuál era el motivo de su alegría? ¿Era el hecho dé que todas las calles estaban iluminadas con luces navideñas? ¿que todos los escaparates estaban llenos de juguetes y comidas especiales? ¿Era el pensar en el banquete que celebrarían al llegar a casa? ¿Era el hecho de que en la sinagoga había un árbol de Navidad bien adornado? No. Había un solo motivo, una fuente única de la que brotó la alegría en todas estas personas: el hecho del cumplimiento de la ilusión de toda una vida, de la gran esperanza que el pueblo mantenía desde hacía siglos. ¡Finalmente el Rey había nacido!


Aquí está la verdadera alegría de la Navidad. El Señor ha llegado. El Rey se ha manifestado. Está con nosotros por fin el que merece todo nuestra lealtad y servicio. Ahora sabemos a quién pertenecemos y a quién hemos de servir en esta vida. Tenemos quién nos dirige y gobierna.

«Un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo enjuicio y en justicia desde ahora y para siempre» (Isaías 9:6–7).


«He aquí que para justicia reinará un rey… y será aquel varón como escondedero contra el viento, y como refugio contra el turbión; como arroyos de agua en tierras de sequedad, como sombra de gran peñasco en tierra calurosa» (Isaías 32:1–2).
«He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra» (Jeremías 23:5).

Cuando Natanael se encuentra con Jesús, después de una breve conversación, exclama: Rabí, tú eres el Hijo de Dios; ¡Tú eres el Rey! (Juan 1:49).
Más adelante, en el momento de la crucifixión, «Pilato llevó fuera a Jesús… y dijo a los judíos: ¡He aquí vuestro rey! … Escribió también Pilato un título que puso sobre la cruz, el cual decía: Jesús nazareno, Rey de los judíos» (Juan 19:13–14, 19).
El apóstol Pedro concluye su predicación en el día de Pentecostés, la primera gran predicación de la iglesia, con estas palabras: «Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo» (o sea, Rey ungido) (Hechos 2:36).


Meditando en el misterio de la encarnación y exaltación de Jesús, el apóstol Pablo nos dice que, precisamente porque sufrió la cruz, «Dios lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla… y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor» (Filipenses 2:9–11).


El apóstol Juan expresa la misma idea en su visión del Apocalipsis: «Y hubo grandes voces en el cielo, que decían: Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 11:15).


Los Magos comprendían que Jesús era Rey; por esto le ofrecieron oro. Herodes también lo reconocía; por esto intentaba eliminarle. Pero el mundo contemporáneo quiere ignorarlo; por eso desvía la celebración navideña hacia frivolidades. Sin embargo, ante la persona de Jesús, no tratamos con una figura folklórica de hace dos mil años, sino con alguien que Mateo pretende que vive hoy y desea encontrarse con nosotros en su capacidad de Rey. El mundo sigue diciendo, en palabras de las parábolas de Jesús: «No queremos que éste reine sobre nosotros» (Lucas 19:14). Pero no podemos entrar en su presencia ni entablar una relación verdadera con Él sin reconocerle por lo que realmente es: nuestro Rey.


El Rey nos ha nacido. Y todo ser humano necesita un rey. Tú también.
Hoy en día está de moda hablar de la mayoría de edad del hombre, tratar a Dios como si fuera una muleta para cojos, y considerar que la madurez consiste en independizarse de todo tipo de creencia religiosa. No hay nada nuevo en esto. El salmista, siglos antes del nacimiento de Jesús, hablabla de los que rechazaban los derechos soberanos de Dios y repudiarían el señorío del Rey que había de nacer: «Consultarán unidos contra Jehová y contra su Ungido, diciendo:

 Rompamos sus ligaduras, y echemos de nosotros sus cuerdas» (Salmo 2:2–3).
Todos queremos presumir de independientes, libres, de no ser esclavos de nadie. Pero la experiencia demuestra que todos rendimos culto a algún dios, y que quien vive más «libre» y egocéntricamente sufre a la larga las peores esclavitudes. O bien reconocemos a Aquel que Dios ha puesto por Rey, o bien nuestra vida será dominada por otras tiranías.


Necesitamos un rey, y este Rey nos ha nacido. Él nos sabe gobernar con justicia, sabe velar por nuestro bien. Si hoy no estás bajo su autoridad y señorío; si en estos días de fiesta no reconoces sus derechos reales sobre ti, entonces lejos de celebrar la Navidad, en el fondo la estás negando.

EL ORO Y LA DIVINIDAD

Sin embargo, el oro existía en Israel mucho antes de que hubiesen reyes en la nación. Y en aquel entonces el oro no se asociaba tanto con la realeza como con la divinidad. El oro era empleado en el culto del Tabernáculo. Los israelitas daban lo más valioso que tenía a su Dios. Y también podemos decir que es típico de todas las culturas humanas el utilizar los metales preciosos en el culto religioso. Aun en la idolatría de Israel vemos esta tendencia: el becerro era de oro. 

El apóstol Pablo en su discurso en Atenas, tiene que despotricar contra las estatuas de oro que ha visto en la ciudad (Hechos 17:29), y esto sigue siendo así aun en nuestros días. No hace mucho que veíamos en la televisión el asedio al templo de Amritsar, ocupado por los Sikhs, el «Templo de Oro», así llamado porque sus torres están recubiertas de oro. Hay muchas mezquitas y templos cuyas cúpulas todavía relucen de oro, aun en los países más pobres del tercer mundo. Esto es cierto, por ejemplo, de los templos budistas de Birmania. El oro es ofrecido a los dioses.


Con cuánta más razón, en el culto al Dios verdadero, muchos de los muebles y utensilios habían de ser de oro. Por esto el arca estaba recubierta de oro. El propiciatorio, lugar de encuentro entre el hombre pecador y su Dios, era de oro puro. En el templo de Salomón el altar y la mesa también lo eran; porque el oro era apropiado para la majestad de Dios. Si hay oro disponible para tales efectos, cualquier otra materia inferior sería denigrante para el honor divino.


Hemos visto que hay un texto del Antiguo Testamento que ha sido utilizado erróneamente en la historia de la Iglesia como una especie de comentario sobre la historia de los Magos. Se trata de Isaías 60. Allí el profeta describe cómo los reyes de la tierra contribuirán a la edificación de la ciudad de Dios y a la gloria de Sión. Entre otras cosas llevarán oro e incienso para el culto a Dios. Fue esta referencia al oro y al incienso la que confundió a algunos comentaristas de la Edad Media e hizo que los Magos de Mateo fueran tenidos por reyes. 

En realidad no se contempla aquí el nacimiento de Jesús sino la gloria de la ciudad de Dios: «Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria de Jehová ha nacido sobre ti. Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones; mas sobre ti amanecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria. Y andarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento… Traerán oro e incienso, y publicarán alabanzas de Jehová» (Isaías 60:1–3, 6).


La razón por la que menciono este texto, aun cuando por otros motivos debemos desasociarlo de la historia de los Magos, es porque enseña de una manera inconfundible que el oro, así como el incienso, son regalos destinados a Dios. Es apropiado que los Magos den oro al Niño, no sólo porque Él es Rey, sino porque es Rey de reyes. Es el Señor del universo al que los mismos reyes deben ofrecer oro. Él es el Rey divino, Dios con nosotros (Mateo 1:23).


Isaías ve la ciudad de Dios como objeto digno de nuestros regalos de oro. Aquí está la ciudad celestial, la esposa hecha hermosa con adornos de oro (cp. Isaías 61:10). símbolo de la presencia de Dios mismo en medio de ella. Por esto también, el apóstol Juan en su visión de la misma ciudad ve que era «de oro puro, semejante al vidrio limpio» y que «la calle de la ciudad era de oro puro, transparente como el vidrio» (Apocalipsis 21:18, 21). La ciudad en la que Dios mora en medio de su pueblo y manifiesta su gloria ¡no podría ser de otra materia que de oro puro!


Otro texto del Antiguo Testamento que plasma esta idea con más claridad y de una manera más explícita se encuentra en el capítulo 2 de Hageo: «Porque así dice Jehová de los ejércitos: De aquí a poco yo haré temblar los cielos y la tierra, el mar y la tierra seca; y haré temblar a todas las naciones, y vendrá el Deseado de todas las naciones…» Nuevamente el contexto es mesiánico; es navideño. «…Y llenaré de gloria esta casa, ha dicho Jehová de los ejércitos. Mía es la plata y mío es el oro, dice Jehová de los ejércitos. La gloria postrera de esta casa será mayor que la primera» (Hageo 2:6–9).


El oro pertenece a Dios porque suya es la gloria. Y el oro simboliza esta gloria de Dios.


En este sentido, el regalo de los Magos era un pequeño anticipo de lo que había de venir. Si no recuerdo mal fue la única vez en su vida terrenal que Jesús recibió un regalo de oro. Aquel de quien se decía: «Mía es la plata y mío es el oro», recibió de manos de unos astrólogos extranjeros la única ofrenda de oro de su primera venida. Por derecho tendría que haber recibido todo el oro del mundo. En un día futuro su presencia llenará la nueva Jerusalén, la ciudad de oro. Pero en su nacimiento, sólo unos Magos tuvieron la percepción de ofrecerle lo que le correspondía.


Por lo tanto, detrás del regalo de los Magos, desde luego había el simbolismo de la realeza. Pero a la luz del conjunto del Antiguo Testamento hemos de decir que había algo más también: el oro es regalo para un Dios. Esto nos obliga a plantearnos de nuevo la pregunta: ¿Quién es este rey que ha nacido?

«Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria. ¿Quién es este Rey de gloria? Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla. Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de gloria.
¿Quién es este Rey de gloria? Jehová de los ejércitos, Él es el Rey de la gloria» (Salmo 24:7–10).

La razón por la que el oro es el regalo por excelencia que este Niño merecía es que el recién nacido reúne en su persona estas dos características: es el Rey y es Jehová; es Soberano y es Dios.


En estos momentos Mateo no nos abruma con argumentos teológicos acerca de la divinidad de Jesús. Ni siquiera nos presenta evidencias al respecto. Estas vendrán en los capítulos 8 y 9. Más bien está sembrando el terreno con pequeñas semillas que luego brotarán en su descripción del ministerio público de Jesús. En el capítulo 1 nos ha recordado que el Niño es Emanuel, Dios con nosotros. En el capítulo 3 la voz del cielo anunciará que Jesús es el Hijo de Dios. Aquí recibe un regalo de oro. Pequeños detalles. Pero quien tiene oídos para oír, y ojos para ver, oye y ve.

¿CÓMO IDENTIFICARNOS CON EL REGALO DE ORO?

¿Pero qué de nuestra segunda pregunta? Está muy bien que hace dos mil años los Magos le hayan ofrecido oro a Jesús. Pero ¿qué lecciones hemos de sacar de esto? ¿Que debemos ser generosos en la ofrenda de la iglesia el día de Navidad? ¿O que debemos dar regalos costosos a nuestros familiares? Pues no exactamente.


¿Cómo podemos ofrecerle oro al Rey que ha nacido? Dándole nuestras vidas, como ya hemos dicho. Pero esto de darle nuestras vidas ¿qué tiene que ver con el oro? A esto las Escrituras darían al menos dos respuestas.


La primera sería: Que cuando los Magos dieron oro a Jesús, le estaban ofreciendo lo más valioso de sus posesiones en reconocimiento de su derecho, autoridad y realeza, y porque Él mismo constituía para ellos un bien mucho mayor que todos los tesoros que hubiesen acumulado.


Cuando «damos oro» al Señor Jesucristo, reconocemos que Él es un mayor tesoro para nosotros que todas las demás riquezas. Le damos lo mejor porque Él es mejor para nosotros que lo más bueno. Se lo damos porque con Él estamos plenamente satisfechos.


El patriarca Job expresa lo mismo, aunque en términos negativos: «Si puse en el oro mi esperanza, y dije al oro: Mi confianza eres tú; si me alegré de que mis riquezas se multiplicasen y de que mi mano hallase mucho… esto también sería maldad juzgada; porque yo habría negado al Dios soberano» (Job 31:24). En otras palabras, cuando ofrecemos oro a Dios estamos reconociendo que en realidad en esta vida hay dos fuentes posibles de seguridad, de bien y de satisfacción: una es el Señor; la otra, las riquezas. 

Confiar en los bienes materiales es desconfiar de Dios. Confiar en Dios exige como contrapartida que tengamos la disposición de entregar al Señor nuestras riquezas, diciéndole: Ahora que he encontrado en ti mi plena satisfacción, lo demás me sobra; ya mi confianza no está depositada en el oro; confío en ti. Con el salmista decimos: «El temor de Jehová es limpio, que permanece para siempre; los juicios de Jehová son verdad, todos justos; deseables son más que el oro, y más que mucho oro refinado» (Salmo 19:9–10).


Confiando en Dios, el creyente no vive para «proveerse de oro, ni plata» ni se afana por las necesidades materiales de la vida; él sabe que al buscar primeramente el reino de Dios y su justicia, Dios mismo le añadirá todas las cosas que necesita (Mateo 6:25, 33; 10:9); por lo tanto, no necesita aferrarse a sus tesoros, sino que los abre ante el Señor en entrega gozosa y generosa.


El regalo del oro, por lo tanto, representa para nosotros una plena confianza en el Señor; por la cual podemos darle todo lo que tenemos y todo lo que somos, ya que no tenemos más necesidad de confiar en las riquezas. Es la respuesta de la fe a su señorío y providencia.


Pero, en segundo lugar, el oro nos habla de cómo ha de ser la calidad de la vida que entregamos al Señor. ¿Qué es el oro? Es un metal que se sustrae de la tierra. Sin embargo, en el momento de ser extraído no es hermoso ni reluciente. Tiene que ser refinado. El oro es el producto de un proceso de fuego, prueba y purificación.


Por lo tanto, a lo largo de las Escrituras, descubrimos que el oro también es empleado como símbolo de la vida del creyente, forjada y purificada en el fuego de la prueba. Cuando entregamos nuestras vidas a Dios, Él las toma, las trabaja, y hace lo necesario para que se conviertan en verdadero oro.


Así pues, Job testifica de Dios: «El conoce mi camino; me probará y saldré como oro» (Job 23:10). Zacarías habla del remanente fiel del pueblo de Dios en términos parecidos: «Yo los meteré en el fuego (es el Señor quien habla) y los fundiré como se funde la plata, y los probaré como se prueba el oro. Él invocará mi nombre y yo le oiré, y diré: Pueblo mío; y él dira: Jehová es mi Dios» (Zacarías 13:9). Y es con esta misma idea en mente que el apóstol Pedro puede decir a sus lectores: «Ahora por un poco de tiempo, tenéis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo» (1a̱ Pedro 1:6–7).


Nosotros, por lo tanto, como los Magos ofrecemos oro a Jesucristo, el oro de nuestras vidas, lo mejor y más valioso de lo que tenemos y somos. Se lo ofrecemos en reconocimiento de su señorío, realeza y divinidad. Como Tomás caemos ante Él, diciendo: ¡Señor mío, y Dios mío! Se lo ofrecemos porque Él es más precioso para nosotros que todos nuestros otros tesoros. Se lo ofrecemos porque, habiendo descubierto que Él es nuestro Dios y Salvador, no necesitamos otra provisión ni seguridad que la que emana de su providencia divina. Le entregamos nuestras vidas sabiendo que Él es capaz de tomarlas y retinarlas hasta hacerlas brillar como oro puro para su mayor gloria.


Cuando le ofrecemos nuestras vidas, es como si le dijéramos: Tú eres mi Dios y mi Rey; yo te pertenezco como súbdito y siervo; por lo tanto, toma lo mío, porque si yo soy tuyo, lo mío ya no me pertenece sino es tuyo también; tuya es la plata y tuyo es el oro; y ahora, haz que no solamente mis posesiones sino yo mismo llegue a ser oro puro, una ofrenda digna, forjada por ti a lo largo de mi vida, un sacrificio vivo, agradable a Dios, colocado sobre las llamas del altar, refinado como oro para tu gloria (Romanos 12:1).


Si en estas Navidades en lugar de entregarte por entero a Dios estás regateando con Él, diciéndole: Yo te doy mis domingos, o ciertas horas de mis domingos, te doy el diezmo de mis bienes, ciertas áreas de mi vida, algunas de mis relaciones, un rincón de mi corazón… entonces no estás celebrando la Navidad como los Magos. Has abierto tus tesoros, le has dado una pequeña limosma a Jesús, y has guardado el mejor oro para ti.


En cambio, si tu corazón rebosa de alegría como el de los Magos, y si ante la revelación del Hijo de Dios respondes con verdadera adoración, entonces no tendrás espíritu de regateo ante el Señor sino disposición de entrega. Si vas a descubrir la auténtica satisfacción de la Navidad será en la medida en la que de todo corazón y con toda sencillez te puedas arrodillar delante de Aquel que nació en Belén, y decirle: Aquí tienes mi vida; conviértela en oro.


En estas fiestas el Señor quiere para nosotros el gozo más intenso, la satisfacción más completa que jamás hayamos experimentado. Estas cosas pueden ser nuestras hoy. Podemos celebrar la Navidad como nunca la hayamos celebrado si nos ponemos delante de Él para adorarle y si le ofrecemos nuestro primer tesoro: el oro.

EL INCIENSO

En la catedral de Santiago de Compostela, colgado del techo y al extremo de una gruesa y larga cuerda hay un incensario llamado Botafumeiro. Dándole impulso en forma de péndulo va de un extremo a otro de la nave de la catedral, llenándola del olor fuerte y agradable del incienso quemado. Está allí porque en el pasado muchos peregrinos iban a Santiago. Llegaban caminando desde cualquier parte de Europa después de semanas y aun meses de viaje. En aquella época la gente no se bañaba con mucha frecuencia, y al tener que dormir la mayor parte de ellos dentro de la catedral (porque sólo los peregrinos ricos podían cubrir los gastos de una posada), su interior apestaba tanto que la gente no podía entrar en ella sin taparse las narices. Sin embargo, a la hora de encender el Botafumeiro y balancearlo de un extremo a otro, el fuerte aroma del incienso quemado hacía desaparecer todo el hedor y llenaba el ambiente con su perfume. Tanto en la Edad Media como en la antigüedad, se quemaba incienso por razones higiénicas.


¿Por qué dieron los magos el incienso a Jesús? Oí decir una vez ¡que debió ser porque olía mal allí en el establo! Seguramente ésta no es la razón. Hemos visto que la familia de Jesús ya no se alojaba en el establo, sino en una casa. Pero además el incienso era demasiado costoso como para utilizarlo diariamente. ¡No utilizas un Chanel 5 para ambientar el cuarto de baño de casa!
No. Había otras razones. El incienso tenía un significado muy especial para los judíos. Era utilizado primordialmente en el culto a Dios.

EL INCIENSO EN EL CULTO A DIOS

Dios no permite que nada feo, nada imperfecto, nada maloliente entre en su presencia. Por esto en el culto del Tabernáculo los sacerdotes tenían que vestir siempre ropas limpias de uno fino y blanco. Asimismo los animales utilizados para el sacrificio debían ser absolutamente perfectos, sin mancha ni lesión. Y por la misma razón, al celebrar el sacrificio tenía que haber un olor agradable, un olor a incienso. Por lo tanto, en el Tabernáculo, y después en el Templo, había un altar destinado expresamente para quemar incienso.
Dios había dado las instrucciones para su construcción:

«Harás asimismo un altar para quemar el incienso: de madera de acacia lo harás. Su longitud será de un codo, y su anchura de un codo; será cuadrado, y su altura de dos codos; y sus cuernos serán parte del mismo. Y lo cubrirás de oro puro, su cubierta, sus paredes en derredor y sus cuernos; y le harás en derredor una cornisa de oro. Le harás también dos anillos de oro debajo de su cornisa, a sus dos esquinas a ambos lados suyos, para meter las varas con que será llevado. Harás las varas de madera de acacia, y las cubrirás de oro. Y lo pondrás delante del velo que está junto al arca del testimomio, delante del propiciatorio que está sobre el testimonio, donde me encontraré contigo. Y Aarón quemará incienso aromático sobre él; cada mañana cuando aliste las lámparas lo quemará. Y cuando Aarón encienda las lámparas al anochecer, quemará el incienso; rito perpetuo delante de Jehová por vuestras generaciones» (Éxodo 30:1–8).

El incienso nos habla de aquello que hace aceptable ante Dios la presencia del hombre pecador. En principio somos criaturas harapientas, malolientes, cubiertas de suciedad a causa de nuestro pecado. En tales condiciones no podemos acercamos a Dios. Necesitamos incienso.


Todos los días, pues, y dos veces al día, los sacerdotes debían entrar en el Tabernáculo para quemar el incienso. Asimismo debían hacerlo en otras ocasiones especiales, notablemente en aquel día más señalado de todo el año cuando el sumo sacerdote pasaba al Lugar Santísimo. No sé si podemos empezar a imaginar siquiera la importancia de aquel día para el pueblo de Israel. Nosotros celebramos con costumbres muy hermosas la Navidad, pero ninguno de los ritos y ceremonías puede compararse con la solemnidad de aquel día. 

El sumo sacerdote entraba solo y una sola vez al año, más allá del velo, a fin de rociar sangre sobre el propiciatorio en expiación de los pecados del pueblo. Previamente había ofrecido un becerro en sacrificio sobre el gran altar. Con gesto simbólico había puesto sobre la cabeza del becerro el pecado de todo el pueblo, y luego lo había degollado como víctima sustitutoria ante Dios. El animal moría en lugar del pueblo. El pueblo merecía morir, según la ley de Dios, debido a sus pecados. Pero quedaba libre del juicio divino por la sustitución del becerro. Entonces el sacerdote llevaba la sangre del animal consigo, más allá del velo, a fin de derramarla sobre aquel lugar que simbolizaba el encuentro entre Dios y los hombres, el propiciatorio.


Sin embargo, antes de esparcir la sangre, el sumo sacerdote debía realizar otra ceremonia que tenía que ver con el incienso.

«Después tomará un incensario lleno de brasas de fuego del altar de delante de Jehová, y sus puños llenos del perfume aromático molido, y lo llevará detrás del velo. Y pondrá el perfume sobre el fuego delante de Jehová, y la nube del perfume cubrirá el propiciatorio que está sobre el testimonio, para que no muera. Tomará luego de la sangre del becerro, y la rociará con su dedo hacia el propiciatorio al lado oriental; hacia el propiciatorio esparcirá con su dedo siete veces de aquella sangre» (Levítico 16:12–14).

El incienso tenía un lugar importantísimo en el culto a Dios del pueblo de Israel. De paso, ya que esto enlaza también con la historia de la Navidad, podemos recordar que la misma historia de la Navidad empezó cuando un sacerdote entró en el Templo para ofrecer incienso sobre el altar de incienso. El nombre del sacerdote era Zacarías y ocurrió que, cuando estaba en el santuario, se le aparació el ángel Gabriel para decirle que su esposa Elisabet iba a tener un hijo, Juan, el primo y precursor de Jesús. Así empezó la historia de la Navidad (ver Lucas 1:5–25).


Bien, todo esto es muy interesante. Pero ¿por qué llevaron los Magos incienso para darlo al Niño Jesús?


Según el simbolismo bíblico creo que hay dos razones. No sé si los Magos eran conscientes de ellas porque al ser gentiles y forasteros difícilmente habrían tenido ocasión de conocer estos detalles del Antiguo Testamento. Sin embargo, podemos suponer que Mateo, al describir estos hechos, no desconocía su simbolismo, sino que veía su significado y quería comunicárnoslo.
En primer lugar, dieron incienso a Jesús porque era utilizado, como hemos visto, en el culto a Dios. Estas son las instrucciones que Dios mismo dio a Moisés al respecto:

«Dijo Dios además a Moisés: Toma especias aromáticas, estacte y uña aromática y gálbano aromático e incienso puro; de todo en igual peso, y harás de ello el incienso, un perfume según el arte del perfumador, bien mezclado, puro y santo. Y molerás parte de él en polvo fino, y lo pondrás delante del testimonio en el tabernáculo de reunión, donde yo me mostraré a ti. Os será cosa santísima. Como este incienso que harás, no os haréis otro según su composición; te será cosa sagrada para Jehová. Cualquiera que hiciere otro como éste para olerlo, será cortado de entre su pueblo» (Exodo 30:34–38).

El incienso era para Dios y sólo para Él. Nadie más debía recibirlo. Mateo, como buen judío, sabía esto perfectamente y no obstante nos asegura que los Magos dieron incienso al niño Jesús. Pero él también acaba de decirnos que el Niño que recibe los regalos de los Magos no es otro que Emanuel, «Dios con nosotros» (Mateo 1:23), Dios que se hace hombre a fin de morar entre nosotros. Si no fuera Dios, desde luego el regalo de los Magos no habría sido apropiado. Más bien sería un sacrilegio.


Además, el nombre de Emanuel no es sino otra manera de decir lo que los profetas había previsto: que el Rey Mesías que iba a gobernar sobre Israel no sería otro que Jehová mismo. Por esto Jeremías dice que el nombre del Rey venidero será «Jehová nuestra justicia» (Jeremías 23:5–6). Y Zacarías dice más claramente aún; «Jehová será rey sobre toda la tierra» (Zacarías 14:9). Ezequiel expresa lo mismo aunque en términos de Pastor (la figura del pastor era todo un símbolo del rey en las tradiciones de los judíos): «Porque así ha dicho Jehová el Señor: He aquí yo, yo mismo iré a buscar a mis ovejas y las reconoceré… Yo apacentaré mis ovejas, y yo les daré aprisco, dice Jehová el Señor» (Ezequiel 34:11, 15). El niño que recibe el incienso de manos de los Magos es «Dios con nosotros», Jehová que viene a reinar, el buen Pastor que cuida de sus ovejas (Juan 10:11, 14).

INCIENSO Y SACERDOCIO

La segunda razón por la que los Magos ofrecieron incienso es porque Jesús es nuestro Sumo Sacerdote. Si por un lado es cierto que el incienso correspondía sólo a Dios, también lo es que sólo podían quemarlo los sacerdotes. Si conocéis bien las historias del Antiguo Testamento recordaréis los nombres de personas como Nabad, Abiú y Uzías. Desconocer la historia de estos tres personajes bíblicos es desconocer la seriedad de lo que estamos tratando. 

Eran tres hombres que en momentos determinados tomaron el incienso cuando no les correspondía hacerlo, y lo ofrecieron delante de Dios. Pero Dios no se complació de esto. Mató a dos de ellos de inmediato. Al rey Uzías le hizo caer enfermo de lepra. Estos castigos fulminantes tuvieron la finalidad de eseñar a Israel que solamente los sacerdotes podían tocar y quemar el incienso delante de Dios. Puedes leer estas historias en Levítico 10:1–2 y en 2o̱ Crónicas 26:16–21.


Si ahora los Magos dan incienso al niño Jesús, con ello indican, consciente o inconscientemente, que Jesús es digno de usar el incienso. Él es nuestro Sacerdote. Él cumple en su persona todo el significado del sacerdocio bíblico. El ministerio de los sacerdotes del Antiguo Pacto no era más que un anticipo y sombra del ministerio sacerdotal de Jesús.


Cuando hablábamos del oro, decíamos que todo ser humano necesita un rey y que el Rey que Dios ha puesto sobre nosotros es Jesucristo. Ahora en torno al incienso hemos de decir que toda persona necesita un sacerdote, y que nuestro único Sacerdote válido es Jesús. Si tú no tienes un sacerdote, estás perdido. Pero Jesús nació a fin de ser Sacerdote para ti. Por esto le dieron el incienso. Era un ingrediente básico en el ejercicio de la función sacerdotal.


¿Qué es un sacerdote? Es una persona que ejerce una función mediadora entre Dios y el hombre. Detrás del concepto de sacerdocio está la idea de que el ser humano es indigno de acercarse a Dios por sí mismo. En todas las religiones en las que hay sacerdotes, se presupone que hace falta una casta especial de personas adiestradas en los misterios de la fe, dedicadas expresamente al culto religioso y capacitadas por diferentes ritos y ceremonias para el ministerio de mediación.


Así fue en Israel. Pero así no es en el cristianismo bíblico. El cristianismo tiene en común con estas religiones la idea de que el hombre no puede acercarse a Dios por sí solo. Como pecadores no podemos entrar en la presencia del Dios tres veces santo; por vergüenza de nuestro pecado no podemos mirar a Dios, porque Dios es perfecto y exige la perfección. 

Para volver a la ilustración de principios de este capítulo, olemos mal y nuestra sola presencia es una ofensa a Dios; vamos vestidos con andrajos, y Dios requiere que los que estén ante Él vistan túnicas blancas y limpias. Sencillamente no podemos acercamos a Dios, ni conocerle, ni disfrutar de la comunión con Él, en nuestro estado pecaminoso, tal y como somos. Necesitamos que alguien digno y santo nos limpie de nuestra suciedad, nos revista de ropa limpia, nos quite el mal olor y nos introduzca en la presencia de Dios. Necesitamos el incienso. Necesitamos un sacerdote.


Lo que el cristianismo bíblico y apostólico no tiene en común con estas otras religiones, es la idea de que una casta sacerdotal humana sirva para preparamos para entrar en la presencia de Dios. Más bien la Biblia nos enseña que no hay nada que el hombre pueda hacer -ningún mérito, ninguna obra, ningún acto religioso- para quitar las manchas de su pecado y así tener acceso a Dios. Aun en tiempos del Antiguo Testamento, cuando existía una casta sacerdotal establecida por Dios mismo, la aceptación ante Dios de la labor de los sacerdotes era en virtud del sacerdocio posterior de Jesucristo, del cual era anticipo.


Por lo tanto, en vez de hablarnos de sacerdotes que realicen funciones religiosas a fin de abrirnos el camino a Dios, el Nuevo Testamento nos habla de un solo Sumo Sacerdote, Jesucristo. El es el único mediador necesario, y el único posible, entre Dios y los hombres:

«Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos» (1a̱ Timoteo 2:5–6a).

Él es el único que nos abre camino hacia Dios, tal y como Él mismo dijo a los discípulos:

«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí» (Juan 14:6).

Y como nos explica la Epístola a los Hebreos, Él nos abre el camino nuevo y vivo a Dios, más allá del velo, al Lugar Santísimo, porque Él es el «gran sumo sacerdote sobre la casa de Dios» y derrama sobre el propiciatorio la sangre de su propio sacrificio en la Cruz (ver Hebreos 10:19–21).


Necesitamos, pues, un sacerdote. Alguien que nos haga presentables delante de Dios, alguien que nos coja de la mano y nos introduzca en su presencia. Pero no puede ser un sacerdote cualquiera. Ha de tener el favor de Dios. Ningún otro ser humano puede hacerlo, porque todos participamos de aquel mal del cual el sacerdote ha de librarnos. Al principio, nuestra situación parecería desesperada; pero lo que nosotros somos incapaces de proveer, Dios lo ha provisto.

«Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre» (Hebreos 8:1–2).

Y porque el sacrificio de Jesucristo es perfecto en su realización, eficaz en sus resultados, y aceptable ante Dios, automáticamente queda invalidado todo otro sacerdocio. No necesitamos más de un sacerdote, porque Él es eterno y su obra completa y perfecta:

«Y los otros sacerdotes llegaron a ser muchos, debido a que por la muerte no podían continuar; mas éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por el cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos. Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo, porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo» (Hebreos 7:23–27).

Todo otro sacerdote nos sobra, porque no hay nadie que pueda repetir la obra de Cristo, ni ninguna necesidad de repetirla. En Cristo la mediacion entre el hombre y Dios es perfecta. La tarea del sacerdote ha sido perfectamente cumplida. Cualquiera que ahora pretenda ser sacerdote está atentando contra la perfección del sacerdocio de Jesucristo.


Pero volvamos a nuestro texto y a cosas más sencillas. ¿En qué sentido es el Niño que nació en Belén nuestro sacerdote?
Los sacerdotes hebreos tenían que ofrecer sacrificios para expiar los pecados del pueblo. Esto es lo que ha hecho Jesucristo con nosotros. «Cristo -nos dice la Epístola a los Hebreos-ofreció una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados» y «se ha sentado a la diestra de Dios» (Hebreos 10:12). Se ha sentado porque la obra ya está completa. No tiene que seguir repitiendo sus funciones sacerdotales, porque este único acto es perfecto y culminante. Al ofrecerse como víctima en la Cruz, al poner su vida por nosotros, Jesucristo «con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (Hebreos 10:14).


Cuando el sumo sacerdote de antaño ofrecía sacrificios para quitarlos pecados del pueblo, después debía poner los dedos en la sangre de la víctima y rociar con ella al pueblo. Esta práctica no nos resulta muy agradable. Y seguramente era la intención de Dios desde el principio que las ceremonias en tomo a la expiación del pecado no fueran agradables. El pecado en sí es feo, horriblemente feo. La muerte que es la consecuencia y paga del pecado, es repugnante. La remisión de pecados por el sacrificio de un animal, lógicamente debía ser un acto feo y repugnante también. 

A todos nos repele la idea de ser rociados con sangre, pero conviene que la fealdad del pecado y sus terribles consecuencias sean experimentadas simbólicamente por aquellos que, mediante el sacrificio, son librados de ellas. Esta idea de ser «rociados» o «lavados» en la sangre de la víctima es recogida, pues, por los autores del Nuevo Testamento para hablar de nosotros y de nuestra limpieza del pecado. Nuestro sacerdote, Jesucristo, nos ha rociado con su propia sangre a fin de hacernos santos y aceptables delante de Dios. El gran coro de los redimimos, en el libro del Apocalipsis, se expresa en estos términos: «A aquel que nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre… a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 1:5–6).


Porque nuestro sacerdote ofreció el sacrificio supremo de su propia vida en la Cruz, nosotros ya no somos personas sucias y «malolientes» delante de Dios. Llevamos encima el perfume de Cristo. Nos vestimos de la ropa limpia de su justicia. Tenemos acceso a Dios.


Hay otro aspecto del ministerio del sacerdote que no debemos olvidar. No solamente ofrece sacrificios por el pecado; también intercede ante Dios a favor del pueblo. En este sentido también Jesucristo es nuestro Sacerdote fiel. El apóstol Pablo dice de Él: «Cristo es el que murió por nosotros; más aún, el que resucitó; el que además está sentado a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros» (Romanos 8:34).


Cuando nosotros celebramos la Navidad en la tierra, el Señor Jesús la celebra también en el cielo, pero de otra manera. Él está delante de su Padre ofreciéndole incienso, intercediendo por nosotros. Esto es lo que acabamos de ver en la Epístola a los Hebreos: «(Jesucristo) puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos» (Hebreos 7:25).


El niño que nació hace dos mil años, que murió como nuestro sacrificio, que derramó ante Dios la ofrenda de su sangre como nuestro sacerdote, ahora está a la diestra de Dios intercediendo por nosotros.

¿CÓMO IDENTIFICARNOS CON EL REGALO DEL INCIENSO?

Es por esto que los Magos ofrecieron incienso a Jesús. El incienso es apropiado porque habla de la divinidad y del sacerdocio. Pero ¿qué de nosotros? ¿Cómo podemos imitar a los Magos?


Evidentemente no debemos hacerlo en un sentido literal, quemando incienso en la iglesia en honor a Jesús. Esto convertiría lo espiritual en ritual. Sería retener las formas externas y perder el significado intrínseco. Pero más importante aún, el ofrecimiento de incienso es labor exclusiva de sacerdotes, y en un sentido estricto, una vez llegado Jesús, sólo hay un Sacerdote y Él nos basta. Por todo esto el Nuevo Testamento desconoce por completo la quema literal de incienso en el culto de la iglesia.


Pero hay otros sentidos, no literales sino figurados, según los cuales las Escrituras nos dicen que todos los que hemos creído en Jesucristo somos sacerdotes y hemos de ofrecerle incienso. ¿Cuáles son?


En primer lugar, es obvio que nos identificamos con el regalo de los Magos cuando reconocemos a Jesucristo como nuestro Dios y Sacerdote, porque esto es lo que el incienso significa. Ofrecer incienso a Jesús es decirle: Tú eres mi Dios, el objeto de mi culto y adoración; Tú eres mi Sacerdote, el único que me abre el camino al Padre, el único que ofrece un sacrificio válido, aceptable ante Dios, para limpiarme del pecado; Tú eres mi gran intercesor, que oras por mí ante el Padre; Tú eres el único que necesito para mi salvación. De la misma manera que al «ofrecer oro» a Jesús le decimos: Tú eres nuestro Rey y acatamos tu señorío sobre nosotros, ahora al ofrecerle incienso decimos: Tú eres nuestro Sacerdote, el único camino a Dios. 

Con el oro reconocemos sus exclusivos derechos como Señor; con el incienso reconocemos, en palabras del apóstol Pedro, que «en ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos» (Hechos 4:12).


Pero a este sentido práctico, las Escrituras añadirían otros. El mismo Pedro escribe en su 1a̱ Epístola: «Vosotros sois edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1a̱ Pedro 2:5). ¿Cuáles son estos «sacrificios espirituales» que hemos de ofrecer?


El autor de Hebreos, después de haber subrayado que no hay más sacrificios que ofrecer en el sentido literal, porque Cristo ha ofrecido su gran sacrificio que vale para todos los tiempos, añade: «Ofrezcamos nosotros siempre a Dios, por medio de Jesucristo, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesen su nombre» (Hebreos 13:15). Alabar a Jesús es una manera de ofrecerle nuestro incienso.


En Apocalipsis vemos a los veinticuatro ancianos «que se postraron delante del Cordero, y todos tenían arpas y copas de oro llenas de incienso». ¿Y esto qué quiere decir? Juan nos lo explica. Las copas llenas de incienso «son las oraciones de los santos» (Apocalipsis 5:8). Por lo tanto, orar a Dios en el nombre de Jesucristo (es decir, como creyentes en Él, acudiendo a Dios por el camino que Él nos ha abierto con su sangre) es ofrecerle nuestro incienso. De hecho el salmista ya había previsto esto muchos siglos antes: «Jehová, a ti he clamado; apresúrate a mí; escucha mi voz cuando te invocare; suba mi oración delante de ti como el incienso…» (Salmo 141:1–2). Nuestras oraciones hechas a través de Jesucristo, son como el ofrecimiento del incienso.


¿Qué lugar tendrá Dios hoy en nuestra celebración de la Navidad? ¿Cuánto tiempo le vamos a dedicar para darle este incienso? Dedicaremos mucho tiempo a la diversión, a los juegos, a la comida, a los regalos. Pero ¿qué lugar daremos a la alabanza, la gratitud, el reconocimiento y celebración de nuestro Sumo Sacerdote? «Señor, suba mi oración delante de ti como el incienso».


Pero sobre todo es importante que aseguremos, en medio de nuestra celebración de la Navidad, que Jesucristo verdaderamente es nuestro Sacerdote. Sin duda alguna Él mismo desea serlo. Pero no lo será mientras depositemos nuestra confianza en otros sacerdotes. Nadie viene al Padre sino por Él. Y no llegarás a Dios si estás utilizando otros medios sin reconocer que Él es el único camino verdadero.


La mejor manera de celebrar la Navidad, ofreciendo incienso con los Magos, es sencillamente pedir a Jesús que Él sea tu sacerdote.


Hay muchas cosas que hemos dicho que quizás sean difíciles de entender, pero este punto es fundamental que todos lo entendamos: Nunca seremos salvos, nunca entraremos en el reino de Dios, no pasaremos la eternidad en la presencia de Dios ni disfrutaremos en esta vida de una comunión gozosa con Él, a no ser que tengamos un sacerdote que nos capacite para ello. Y nuestro Sacerdote es el Señor Jesucristo.


Esto es lo que quiere decir la Biblia cuando nos exhorta: «Hermanos, teniendo libertad para entraren el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe» (Hebreos 10:19–20). Antes, la presencia de Dios nos era vetada por nuesto pecado. Pero nuestro Sacerdote nos ha hecho aptos para acercarnos a Dios y nos ha forjado un camino de acceso. No podemos celebrar mejor su sacerdocio que aprovechando el camino y acercándonos a Dios.
Acude, pues, a Dios por Jesucristo. Dile hoy a tu Sacerdote: Yo te ofrezco mi incienso; es decir, yo reconozco, Señor Jesús, que Tú eres mi Mediador ante Dios, que Tú eres el único que puede cogerme de la mano y llevarme al Padre; sólo Tú has muerto por mí; sólo Tú puedes limpiarme con tu sangre; sólo Tú eres el camino a Dios; por lo tanto, sé Tú mi Sacerdote.

LA MIRRA

Si conociéramos mejor el Antiguo Testamento, entenderíamos mejor el Nuevo. Muchas de las asociaciones de ideas que eran obvias para los primeros lectores de los Evangelios, nos son veladas a los lectores del siglo XX.
Por ejemplo, esta combinación de «oro, incienso y mirra» de inmediato no nos dice gran cosa. Pero muchos de los lectores judíos del primer siglo en seguida la debieron relacionar con un capítulo del Antiguo Testamento en el que encontramos la misma combinación. Me refiero al capítulo 30 del libro de Éxodo.


Ya hemos tenido ocasión de citar este capítulo al hablar del incienso. Porque en él encontramos las instrucciones divinas para la construcción del altar del incienso. Allí también está la descripción del incienso quemado sobre el altar. Pero además ¿dónde se encuentra la descripción del «aceite de la unción», cuyo primer ingrediente era la mirra? Pues también en Éxodo 30.


Si leemos bien este capítulo descubrimos que el altar de incienso estaba cubierto de una capa de oro y que antes de poder ser utilizado debía ser ungido con el aceite de la unción. Nos encontraremos, pues, con esta «casualidad»: que el incienso había de ser quemado sobre un altar de oro, previamente ungido con mirra.

No sé si sabiendo que existe este paralelo, somos capaces de desvelar todas las asociaciones aquí presentes. Pienso que es probable que algunas se nos escapen. Pero como mínimo podemos decir que, como el oro y el incienso, la mirra es algo sagrado, que pertenece a Dios y tiene un uso en el culto a Dios.

«Habló más Jehová a Moisés, diciendo: Tomarás especias finas: de mirra excelente quinientos siclos, y de canela aromática la mitad, esto es, doscientos cincuenta, de cálamo aromático doscientos cincuenta, de casia quinientos, según el siclo del santuario, y de aceite de olivas un hin. Y harás de ello el aceite de la santa unción; superior ungüento, según el arte del perfumador, será el aceite de la unción santa.… Y hablarás a los hijos de Israel, diciendo: Este será mi aceite de la santa unción por vuestras generaciones. Sobre carne de hombre no será derramado, ni haréis otro semejante, conforme a su composición; santo es, y por santo lo tendréis vosotros» (Éxodo 30:22–25, 31–32).

LA MIRRA Y LA CONSAGRACIÓN

Con este aceite los muebles del Tabernáculo habían de ser ungidos a fin de consagrarlos para el Señor (Éxodo 30:26–29). Aarón y sus hijos igualmente habían de ser ungidos con él en señal de haber sido apartados como sacerdotes de Dios (v. 30). El aceite -y la mirra- nos hablan en primer lugar de consagración, de la separación de algo o de alguien para el uso especial de Dios. Aquello que ha sido ungido pertenece a Dios. Es su posesión particular. Es sagrado. 

La diferencia, por así decirlo, entre el incienso y la mirra está en que el incienso es sagrado en sí, mientras que la mirra consagra todo aquello que toca. El incienso desprende un aroma que es de por sí sagrada para Dios; la mirra hace que la persona o el objeto ungido tenga un olor agradable para Dios.
No sé si es llevar demasiado lejos el simbolismo, pero no puedo evitar la mención de que en el Antiguo Testamento la unción es necesaria en tres clases de personas: sacerdotes, reyes y profetas.


Acabamos de ver que el sacerdote era ungido para su ministerio. Pero tambiém es cierto que el rey era ungido antes de su coronación (ver p.ej. 1o̱ Samuel 10:1; 16:13). Según estos últimos textos vemos que el aceite, que habla de la unción divina, es asociado con el Espíritu Santo, quien venía sobre los sacerdotes y reyes para asistirles en su ministerio (ver también Salmo 89:20; 45:7). Así ocurría también con los profetas. Si no había sido ungido por Dios, el profeta no tenía de qué profetizar. La profecía sólo era posible cuando el Espíritu venía sobre él.


La unción de Dios, pues, se asocia en el Antiguo Testamento con estas tres grandes figuras -el profeta, el sacerdote, el rey-cada una de las cuales encuentra su cumplimiento perfecto en el Señor Jesucristo. Mateo mismo va a ir un poco más lejos. De una manera muy explícita nos enseñará que Jesús es mayor que todos los profetas, reyes y sacerdotes.

Cristo es mayor que el Templo:

«Pues os digo que uno mayor que el templo está aquí» (Mateo 12:6).

Él reúne en sí las diferentes funciones sacerdotales; todo el sistema de ritos y ceremonias del culto levítico encuentra en Él su cumplimiento y fin.
Cristo es mayor que la monarquía. De todos los reyes de Israel, Salomón era el de mayor riqueza e imperio. Ningún otro monarca ha reinado con mayor sabiduría que él. Pero:

«He aquí, más que Salomón es este lugar» (12:42).

Jesús es el gran «hijo de David», del cual todos los demás reyes no son más que pequeños anticipos.

Cristo es mayor que los profetas:

«He aquí más que Jonás es este lugar» (12:41).

Dios habló a través de ellos; pero nos habla en su Hijo (Hebreos 1:1–2).
Cristo es mayor que el Templo, porque Él es su cumplimiento. En Él todos los sacrificios encuentran su sentido. Él es el único sacerdote que nos vale, cuya obra es eficaz para permitir nuestra entrada en el Lugar Santísimo. Él es el gran Sumo Sacerdote y ha recibido unción divina para serlo.


Él es mayor que la monarquía porque los reinados de los hijos de David eran temporales y su gobierno, aun en el mejor de los casos, estaba manchado por el pecado y la injusticia. En cambio, el trono de nuestro Señor Jesucristo es eterno, justo y perfecto. Esto es lo que dice el Salmo 45 (aplicado por el autor de Hebreos al Señor Jesucristo):

«Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; Cetro de justicia es el cetro de tu reino. Has amado la justicia y aborrecido la maldad; Por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, Con óleo de alegría más que a tus compañeros» (Salmo 45:6–7).

Por su justicia, Jesús es ungido por Dios con el aceite de la unción para ser Rey para siempre. Y no es ninguna casualidad que el versículo siguiente nos hable de la mirra:

«Mirra, áloe y casia exhalan tus vestidos; Desde palacios de marfil te recrean» (Salmo 45:8).

Él es mayor que los profetas, porque es la Palabra encarnada, el Verbo hecho hombre. Los profetas hablaban por inspiración de Dios; Él habló siendo Dios. Por esto en su conversación con Nicodemo, puede decir: «De cierto, de cierto, te digo, que lo que sabemos hablamos, y lo que hemos visto, testificamos; … nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre, que está en el cielo» (Juan 3:11, 13).
Por todo esto Jesucristo es nuestro Profeta, Sacerdote y Rey. Y por esto nadie ha sido ungido por Dios como Él. Escuchemos el testimonio de Juan el Bautista al respecto: «Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él. Y yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar con agua, aquél me dijo: Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo. Y yo le vi, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios» (Juan 1:32–34).


Igualmente recordemos cuál era el texto sobre el que Jesús predicó su primer sermón: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres» (Isaías 61:1, citado en Lucas 4:18).


Y podríamos añadir, por si piensas que nos hemos desviado mucho del tema de la Navidad, el testimonio de Simeón cuando le llevaron al niño Jesús para su presentación en el Templo. También es Lucas el que nos lo cuenta: «He aquí había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, y este hombre, justo y piadoso, esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre él. Y le había sido revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor» (Lucas 2:25–26).


Desde el primer momento de su vida Jesús fue separado, consagrado, santificado, ungido para un ministerio único en la historia. La unción de Dios estaba sobre Él. Y a lo largo de su vida Dios recibió el olor fragante de un ministerio realizado con unción y de su agrado. En su Hijo amado Dios recibió complacencia. La mirra le acompañaba.

LA MIRRA Y EL ENTIERRO

Hemos mencionados tres categorías de personas que en la Biblia son ungidas con mirra. Hay una cuarta categoría: la persona muerta. El cadáver era ungido de mirra en preparación para el entierro.

«Estando Jesús en Betania, en casa de Simón el leproso, vino a él una mujer con un vaso de alabastro de perfume de gran precio, y lo derramó sobre la cabeza de él, estando sentado en la mesa. Al ver esto los discípulos se enojaron, diciendo: ¿Para qué este desperdicio? … Pero entendiéndolo Jesús, les dijo: ¿Por qué molestáis a esta mujer? … porque al derramar este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho a fin de prepararme para la sepultura» (Mateo 26:6–12).

La versión del mismo acontecimiento en el Evangelio de Marcos concluye:

«Esta ha hecho lo que podía, porque se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura» (Marcos 14:8).

La mirra es asociada con la muerte de Jesús no solamente en el derramamiento del perfume, sino en dos ocasiones más. Por un lado, le ofrecieron mirra al Señor Jesús cuando estaba en la Cruz como una especie de anestesia para calmar su dolor, pero Él se negó a bebería (Marcos 15:23). Y después de su muerte, cuando fue enterrado en la tumba de José de Arimatea, «también Nicodemo, el que antes había visitado a Jesús de noche, vino trayendo un compuesto de mirra y de áloes, como cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús, y lo envolvieron en lienzos con especias aromáticas, según es costumbre sepultar entre los judíos» (Juan 19:39–40).


Así fue ungido Jesús en su muerte. Los Magos le dieron mirra, porque la unción de Dios estaba sobre Él; porque tenía que resumir en sí las funciones de sacerdote, rey y profeta; pero su sacerdocio, su reinado y su mensaje profético iban a encontrar su culminación, terrible y gloriosa, en esta cuarta dimensión de la unción: la unción para el entierro.


Él es nuestro sacerdote porque se ofrece a sí mismo en sacrificio (Hebreos 9:26); es nuestro rey porque se humilló hasta lo sumo a fin de redimirnos como su pueblo (Filipenses 2:6–11); es nuestro profeta porque su mensaje es de la salvación completa y gratuita que Él nos proporciona por medio de su muerte. Por esto, cuando Él entró en el mundo, dijo: «Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo… Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad… Y en esta voluntad somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre» (Hebreos 10:5, 7, 10). 

Por esto también «vemos en Jesús a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos. Porque… por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte» (Hebreos 2:9, 14). Cuando el Señor Jesús murió, el cielo se llenó del olor del incienso de su ofrenda, el incienso mezclado con la mirra del aceite de la unción que había sobre Él. «Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante» (Efesios 5:2).


La mirra. Símbolo del entierro. Anticipo de la muerte. ¡Qué regalo para un niño! Todos nosotros en cierto modo nacemos para morir, porque la muerte es la consecuencia inevitable de nuestra naturaleza pecaminosa. Pero Jesucristo, libre de pecado Él mismo, y por lo tanto exento de la muerte por derecho propio, nació expresamente para morir, de una manera consciente y voluntaria. Puso su vida por nosotros (1a̱ Juan 3:16). Nadie pudo quitársela si Él no lo hubiese admitido (Juan 10:17–18). «Al que no conoció pecado, por nosotros Dios lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2a̱ Corintios 5:21). Fue hecho pecado -aceptó ser hecho pecado- a fin de morir en lugar de los pecadores.


La Navidad, desde luego, es tiempo de celebración y alegría. El nacimiento de Jesús fue acompañado del canto de los ángeles y del regocijo de los pastores. Pero en medio del gozo, no nos olvidemos de la meta final de su nacimiento. Este Niño es el Cordero de Dios, inmolado desde antes de la fundación del mundo (Apocalipsis 13:8). Este Niño es mi sacrificio, mi muerte, mi entierro. Hay olor de mirra en torno a su cuna.

¿CÓMO IDENTIFICARNOS CON EL REGALO DE LA MIRRA?

¿Cómo, pues, podemos participar con los Magos en su ofrenda de mirra? Evidentemente hay dos maneras principales, que corresponden a los dos usos de la mirra en el simbolismo bíblico.


En primer lugar, ya que la mirra representa la unción divina, ofrecemos mirra a Jesús en la medida en la que le reconocemos como el Ungido de Dios. Le vemos ungido como Rey, y nos sometemos a su autoridad. Le vemos ungido como Sacerdote, y le aceptamos como el único que nos da acceso a Dios. Le vemos ungido como Profeta, y aceptamos su mensaje como la verdad suprema, el mensaje definitivo de Dios a los hombres.


En segundo lugar, ya que la mirra era utilizada en los entierros y simboliza el hecho de que Cristo murió por nosotros, le ofrecemos mirra cuando aceptamos que Él murió en nuestro lugar. De hecho, pensar que podemos ser salvos por nuestro propio mérito, aceptos ante Dios sin la muerte de Jesús, es la mejor manera de negarnos a ofrecerle la mirra que Él merece. Es hacer que, en cuanto a nosotros, Él murió (y nació) en vano. Darle mirra es decirle, con el apóstol Pablo: «el Hijo de Dios me amó a mí y se entrego a sí mismo por mí» (Gálatas 2:20).


Estas son las dos maneras principales de ofrecer mirra a Jesucristo. Pero a ellas debemos añadir otra idea. Si creemos que Jesús murió por nosotros, también creemos que nosotros morimos con Él («si uno murió por todos, luego todos murieron» 2a̱ Corintios 5:14). La mirra que representa el entierro de Jesús, representa también el entierro del propio creyente en Jesús; porque «los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte y somos sepultados juntamente con él» (Romanos 6:3–4). De la misma manera que Él se dispuso para morir y ahora vive resucitado a la diestra de Dios, nosotros también debemos estar dispuestos a morir por Él, ya que por Él vivimos: «Si somos muerte con él, también viviremos con él» (2a̱ Timoteo 2:11). 

Él mismo llevó su cruz; cualquiera que cree en Él debe también «negarse a sí mismo, y tomar su cruz, y seguirle» (Mateo 16:24). La fragancia de la mirra, olor a muerte y abnegación, caracteriza no sólo al Señor Jesucristo sino a todos los que viven por Él. «También nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos» (1a̱ Juan 3:16).

LOS TRES REGALOS

Oro

Los magos dando los regalos a jesús

Oro, incienso, mirra. Estos eran los tres extraordinarios presentes ofrecidos por los Magos. Por muy honda que haya sido la percepción espiritual de esos hombres, difícilmente se habrían imaginado todo el significado de sus regalos.

Hagamos un resumen de algunos aspectos de su simbolismo. Al hacerlo debemos recordar que no es nada extraño que un mismo símbolo pueda tener múltiples significados. Así ocurre muchas veces en la Biblia. El carácter de Cristo tiene muchísimas facetas. No debe sorprendernos, pues, que cada uno de los tres regalos de los Magos pueda representar más de una de ellas.


Primero, recordemos que los tres dones tienen que ver con lo sagrado, con lo que es propio de Dios. El oro nos habla de la majestad y autoridad de Dios, el que es Rey de reyes; suyos son el oro y la plata. El incienso habla del culto a Dios; hasta tal punto le pertenecía el incienso que era una fórmula destinada exclusivamente al culto divino, so pena de muerte. La mirra habla de la unción de Dios; y podríamos señalar que el aceite de la unción también tenía una fórmula que no debía ser empleada para funciones humanas porque era de uso divino (Éxodo 30:33).


No podemos por menos que ver aquí una referencia trinitaria. La majestad y el reino pertenecen finalmente al Padre (1a̱ Corintios 15:24); el sacerdocio es función del Hijo; y la unción siempre ha sido ministerio del Espíritu Santo. El oro, el incienso y la mirra nos hablan de las tres Personas de la Trinidad. Pero puesto que el Padre estaba en el Hijo (Juan 14:11) y el Hijo obró por el poder del Espíritu (Mateo 3:16; 4:1) es del todo apropiado que Jesús reciba los tres regalos.

Luego podemos contemplar estos dones bajo el prisma de tres fases del ministerio del Señor Jesucristo. El oro nos recuerda que Él es Rey y heredero de este mundo. Pero el que era Rey de la gloria se hizo hombre a fin de realizar una labor sacerdotal. El oro se hace incienso. Y en su función de sacerdote, Jesucristo se ofrece a sí mismo en expiación por los pecados; se humilla hasta la muerte. El incienso se convierte en mirra. El mismo Rey de la gloria es nuestro Sacerdote que se entrega como víctima.


O quizás deberíamos ver el proceso al revés. Jesús es el sacrificio, pero también Él es quien ofrece el sacrificio ante Dios. Habiendo puesto su vida por nosotros, Él ahora ha entrado en el verdadero Lugar Santísmo -en el cielo mismo (Hebreos 9:24)-como nuestro Sumo Sacerdote a fin de rociar el propiciatorio con su propia sangre, quemar incienso ante el Padre, e interceder por nosotros. El que se hizo mirra por nosotros ahora ofrece incienso ante Dios. Y no sólo esto, sino que «habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se ha sentado a la diestra de la Majestad en las alturas» (Hebreos 1:3). Él comparte el trono con el Padre. Él es aclamado por las huestes de la gloria como Rey. Por haber gustado de la amargura de la mirra, no sólo es hecho incienso ante Dios, sino que recibe el oro de la majestad divina, exaltado a la diestra del Padre.


O podemos entender que los tres regalos hablan del Señor Jesucristo según las tres facetas principales de su ministerio en relación con nosotros. Él es Rey, Sacerdote y Profeta. El oro nos habla de su majestad como Rey; el incienso de su santidad como Sacerdote; y la mirra de su unción como Profeta.
Y al acércanos para adorarle en estas Navidades ¿con cuáles de estos aspectos de su Persona debemos identificarnos? ¿Qué regalo de los tres debemos ofrecerle?


No creo que sea cuestión de elegir. En las representaciones visuales de los Magos, solemos ver a uno de ellos que ofrece a Jesús el oro, otro el incienso y otro la mirra. Puede que haya ocurrido así. Pero aun admitiendo que los Magos hayan sido tres, el texto bíblico puede ser entendido en el sentido de que los tres dieron conjuntamente los tres regalos.


Nosotros, desde luego, no hemos de escoger uno solo de ellos. Jesús es Jesús. Su persona no puede ser dividida. No podemos acercarnos a Él sin aceptarle por todo lo que Él es. En realidad no puedes ofrecerle oro, por ejemplo, sin a la vez ofrecerle incienso y mirra. No puedes reconocerle como Señor y rechazarle como Salvador, ni viceversa.


¿Qué le daremos, pues? Le daremos oro, ofreciéndole homenaje como nuestro Rey, entregándole las riendas de nuestras vidas, sujetándonos a su gobierno y autoridad. Le ofreceremos incienso, reconociéndole como el Sacerdote Supremo de nuestras vidas, el único Mediador entre nosotros y Dios, el Camino, la Verdad y la Vida. Le daremos mirra, viendo en Él al ungido de Dios, quien se ofreció a sí mismo en sacrificio perfecto para expiar nuestros pecados. Y le daremos gracias porque Él es nuestro Rey, nuestro Sacerdote, nuestro Profeta, nuestra Víctima, nuestro Dios.


Rey, Sacerdote y Profeta, cuya unción en los tres casos va enfocada hacia la muerte para la que había sido preparado. Aquel ministerio especial, el gran ministerio hacia el cual apuntan todas las figuras del Antiguo Testamento, como también estos tres regalos de los Magos. El ministerio que encuentra su culminación en el Calvario.

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