¿Cuántas genealogías de Jesucristo hay en la biblia?
En el texto de la genealogía de Jesucristo que transcribimos a continuación, Mateo sigue una estructura literaria en la cual una misma formula, que reúne las generaciones en grupos de tres, es repetida vez tras vez:
A engendró a B, B a C y C a D;
D engendró a E, E a F, y F a G;
G engendró a H, H a I, etc. etc.
Esta fórmula constituye el esqueleto de la genealogía y en sí demuestra la tesis principal de Mateo: que Jesús es hijo de Abraham y David, y por lo tanto, pertenece al linaje del cual había de proceder el Mesías.
Sin embargo, Mateo reviste este esqueleto de ciertas frases adicionales que enriquecen notablemente su tesis.
Cada vez que la fórmula es variada por una de estas frases, es como si Mateo quisiera llamar nuestra atención a un detalle del linaje de Jesucristo, significativo por sus implicaciones espirituales.
Ya que nuestro estudio de la genealogía dependerá principalmente del análisis de estas frases adicionales, he tomado la libertad de destacarlas en la transcripción por medio de una letra cursiva.
MATEO 1:1–17
1. Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham.
2. Abraham engendró a Isaac, Isaac a Jacob, y Jacob a Judá y a sus hermanos.
3. Judá engendró de Tomar a Fares y a Zara, Fares a Esrom, y Esrom a Aram.
4. Aram engendró a Aminadab, Aminadab a Naasón, y Naasón a Salmón.
5. Salmón engendró de Rahab a Booz, Booz engendró de Rut a Obed, y Obed a Isaí.
6. Isaí engendró al rey David, y el rey David engendró a Salomón de la que fue mujer de Urías.
7. Salomón engendró a Roboam, Roboam a Abías, y Abías a Asa.
8. Asa engendró a Josafat, Josafat a Joram, y Joram a Uzías.
9. Uzías engendró a Jotam, Jotam a Acaz, y Acaz a Ezequías.
10. Ezequías engendró a Manasés, Manasés a Amón, y Amón a Josías.
11. Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, en el tiempo de la deportación a Babilonia.
12. Después de la deportación a Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, y Salatiel a Zorobabel.
13. Zorobabel engendró a Abiud, Abiud a Eliaquim, y Eliaquim a Azor.
14. Azor engendró a Sadoc, Sadoc a Aquim, y Aquim a Eliud.
15. Eliud engendró a Eleazar, Eleazar a Matán, Matán a Jacob;
16. Y Jacob engendró a José, marido de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo.
17. De manera que todas las generaciones desde Abraham hasta David son catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce; y desde la deportación a Babilonia hasta Cristo, catorce.
las 14 generaciones de jesucristo
¿Cuántas generaciones en la genealogía de Jesús?
LAS CREDENCIALES DEL REY
EVIDENCIAS Y AUTORIDAD
El Evangelio de San Mateo empieza con las palabras: «Libro de la genealogía de Jesucristo…»; y sigue con una larga lista de nombres. Nada más verla, solemos pasar rápidamente al versículo 18, donde empieza la acción narrativa. Suponemos que el árbol genealógico de Jesús tendrá poco interés.
Sin embargo, por algo será que Mateo comienza su Evangelio con una genealogía. Si vamos a comprender bien su mensaje, debemos tomarla en serio. Nos costará un poco de estudio, de esfuerzo y de concentración, pero valdrá la pena.
Desde la primera frase de su Evangelio, Mateo quiere que veamos que Jesús es un Rey. Mejor, que es el Rey. El Cristo. El Mesías. Aquel «Ungido» que Dios había dicho, por medio de los profetas, que ocuparía el trono de David y reinaría en nombre de Dios mismo. Mateo no vacila en llamar al protagonista de la historia «Jesucristo». Es decir, Jesús el Rey.
Desde la primera frase, él nos recuerda las pretensiones reales de Jesús.
Pero no basta con afirmarlo. Hace falta demostrarlo. Los primeros capítulos del Evangelio, por lo tanto, no sólo nos presentan al personaje del Rey; también nos ofrecen evidencias para convencernos de que el hijo del carpintero es el Cristo esperado.
La evidencia inicial que Mateo aduce a favor del mesiazgo de Jesús
es que CUMPLIÓ AL PIE DE LA LETRA LO QUE LOS PROFETAS HABÍAN DICHO acerca de su venida: que nacería de una virgen (1:23 e Isaías 7:14 en la versión de la Septuaginta), en el pueblo de Belén (2:6 y Miqueas 5:2), del linaje de Abraham (1:1 y Génesis 22:15–18, etc) y de David (1:1, 6, 20 e Isaías 11:1; Jeremías 23:5, etc.).
La venida de Cristo fue pronosticada constantemente por los profetas y Mateo hace hincapié en este hecho profético al comienzo de su Evangelio (1:22–23; 2:5–6, 15, 17–18, 23; 3:3; 4:14–15).
El Cristo no había de aparecer en la tierra sin preparación, inesperadamente.
Por las Escrituras, los judíos sabían que su llegada sería la consecuencia de un proceso histórico de inspiración divina meticulosamente preparado. No sería una casualidad. Al subrayar en la genealogía las dos figuras de Abraham y David (v. 1), Mateo nos recuerda que este camino histórico tuvo su origen en la historia de Israel y especialmente en las promesas hechas por Dios a su pueblo a través de ellos.
Además el Antiguo Testamento había establecido con toda claridad que el Cristo nacería de la simiente de Abraham y de la casa de David, de aquella casa cuya autoridad real había desaparecido con la deportación a Babilonia.
Así pues, para los judíos era necesario que el Mesías naciera de cierto linaje, de cierta manera predeterminada y en cierto lugar específico. En cambio, a los que somos gentiles del siglo XX, nos cuesta mucho más apreciar la importancia de tanta profecía y genealogía. ¿Qué más nos da a nosotros que Jesús haya nacido del linaje de Abraham o no?
Pero pensemos bien. Es relativamente fácil llegar a ser un líder político, o un maestro y pensador. Con un poco de estudio, un poco de suerte, cierta intrepidez y valentía moral, uno puede llegar a influir bastante en la gente. Sin embargo ¡no es tan fácil arreglárserlas de antemano para nacer de una virgen, en Belén, de la raza hebrea, descendiente de Abraham y David, y luego, cuando aún eres niño, ser llevado al exilio en Egipto, y volver a vivir después en Nazaret!
No puedes arreglártelas para ser el Mesías.
Estos hechos del nacimiento e infancia de Jesús de Nazaret indican que desde el primer momento de su vida era especial, con un fuerte significado histórico y espiritual. No nació como un ser humano más.
Su nacimiento fue el resultado de preparativos divinos únicos en la historia. Hay muchos que piensan que Él era un profeta más, uno entre muchos. Dicen que su MENSAJE de amor y de hermandad es digno de aceptación, pero no se preocupan por las circunstancias de su VIDA. Los detalles de su nacimiento para ellos son superfluos.
En cambio, Mateo pone mucho énfasis en estos mismos detalles, y lo hace con propósitos y con razón. Quiere demostrar que el camino de Cristo fue preparado desde hacía mucho tiempo antes, y que, por lo tanto, tenemos que ver, no con «un profeta más», sino con ALGUIEN ÚNICO ENVIADO POR DIOS MISMO. Si persistimos en decir que no es más que «uno entre muchos», negamos la evidencia que Mateo nos presenta en su Evangelio: que, cuando Cristo era un niño, incapaz de tomar decisiones por su propia cuenta, Dios actuaba e intervenía para cumplir «lo que de él decía en todas las Escrituras» (Lucas 24:27).
Realmente es cuestión de la AUTORIDAD de Cristo.
Si El es tan sólo un profeta, un filósofo entre muchos, no tenemos ninguna obligación de escucharle más que a otro cualquiera. Pero si fue enviado por Dios, si Dios mismo hizo que se fueran cumpliendo todas las profecías acerca de Él, no podemos permitirnos el lujo de no escucharle.
No nos olvidemos de que para la mentalidad judía, estas evidencias eran tan serias y trascendentes que pudieron llevar a Herodes, un hombre impío, a asesinar a los niños de Belén, sólo en base a ellas.
La autoridad de Cristo en la tierra no se basaba, EN PRIMER LUGAR, en sus propias ideas acerca de sí mismo, ni en la verdad intrínseca de su enseñanza. Se basaba en una situación histórica y real: La preparación divina de un camino mesiánico, cumplido hasta la letra en las circunstancias del nacimiento y la vida de Jesús.
La promesa mesiánica, elaborada a lo largo del Antiguo Testamento, no fue solamente una gran fuente de consolación y de esperanza para la nación hebrea, sino también el gran fundamento sobre el cual debía ser construida la autenticidad de las pretensiones de Jesús. El mismo no tuvo el propósito de establecer un nuevo sistema religioso, sino de CUMPLIR un sistema ya profetizado hacía siglos. Él no fue un innovador sin precedentes, sino el mismo Hijo de Dios enviado para realizar los propósitos predeterminados del Padre. Las circunstancias del nacimiento de Cristo son evidencias que no podemos descartar sin haberlas estudiado seriamente. Mateo empieza su narración subrayando la preparación histórica hecha por Dios para la venida del Mesías, y así demuestra la autoridad espiritual que emana de esa intervención divina en la historia.
LA CUESTIÓN DEL ENGENDRAMIENTO
Así pues, la genealogía con la que Mateo comienza su Evangelio no es una mera lista de nombres sin interés para nosotros, sino la prueba histórica de que Jesús de Nazaret cumplió con ciertos prerrequisitos del Mesías: de que nació del linaje de Abraham y de la casa real de David. Para establecer la autenticidad de su mesiazgo, tan importante es que haya sido hijo de Abraham y David como que fuera engendrado por intervención especial del Espíritu Santo.
Ahora bien, las credenciales que uno necesita para poder ser el Mesías no dependen tanto del nacimiento como del engendramiento.
Para la inmensa mayoría de sociedades que ha habido en el mundo, el linaje depende más de la paternidad que de la maternidad. (¡El que esto sea justo es otra cuestión que aquí no vamos a abordar! Sencillamente lo afirmamos como un hecho). En el caso del Mesías no hay excepción. Lo que las Escrituras habían establecido era su paternidad: que sería hijo de Abraham y David.
Mateo escribe para lectores de mentalidad judía, y escribe para convencerles del mesiazgo de Jesús. No debe sorprendemos, pues, que mientras Lucas entra en detalles sobre el «nacimiento» de Jesús, en realidad Mateo apenas no lo cuenta, sino se centra más bien en su engendramiento. El parto de un niño, evidentemente, es asunto de la madre, y Lucas nos narrará la Navidad desde el punto de vista de María. El engendramiento, para los antiguos al menos, era percibido como un asunto del padre, y Mateo nos la narra desde el punto de vista de aquel que era el padre legal de Jesús, José.
Este énfasis sobre el engendramiento es bien patente en el capítulo 1.
La palabra «engendró» aparece nada menos que quince veces en los primeros 16 versículos de nuestra versión. Pero es más evidente aún en el texto griego. Allí vemos que varias palabras, traducidas de distintas maneras en diferentes versiones castellanas, tienen la misma raíz etimológica que «engendramiento».
Tal es el caso de la primera frase del Evangelio. La palabra «genealogía» (v. 1) es una traducción moderna de la conocida palabra griega «génesis», que significa «principio». Sin embargo, procede de la misma raíz que engendramiento, y podría ser traducida por «generación». «Libro de la generación», es una fórmula antigua que equivale a nuestra «genealogía». Nuestra traducción (versión 1.960) «Libro de la genealogía» es, por lo tanto, una redundancia. Bastaría con decir: «genealogía de Jesucristo».
Seguramente al utilizar esta frase Mateo tiene en mente las otras ocasiones en las que ella se emplea en el Antiguo Testamento. Hacia principios del Génesis leemos acerca del «Libro de las generaciones de Adán» (Génesis 5:11). Conviene, pues, que el Nuevo Testamento empiece con las genealogías del postrer Adán, Jesucristo.
Luego, la palabra traducida «generaciones», en el versículo 17 (y que aparece cuatro veces en el original) también procede de la misma raíz. Como también la palabra «nacimiento» en el versículo 18. En realidad, esta última traducción es del todo cuestionable, porque los versículos que siguen (v. 18–25) no nos cuentan el nacimiento de Jesús, sino las circunstancias de su engendramiento. Las únicas referencias explícitas al mismo nacimiento aparecen en el 1:25 y 2:1, y en ambos casos son referencias casuales: el nacimiento sólo aparece en la cláusula secundaria, mientras el interés principal de Mateo se centra en otra idea.
Por lo tanto, el tema de Mateo es el engendramiento de Jesús.
Es el engendramiento que casi provoca la separación de José y María. Es sobre el engendramiento que el ángel da explicaciones a José (notar que la palabra «engendrado» vuelve a aparecer en el 1:20). La profecía de Isaías, citada por Mateo (v. 23), tiene que ver con la concepción, no con el nacimiento. Y es la explicación sobre el engendramiento que permite que José reciba a María por esposa.
Aunque los versículos 18–25 inicialmente nos parecen la parte más interesante del capítulo, en realidad no son más que una continuación de las «generaciones» de Jesús, una explicación del por qué Mateo, al llegar a la generación de José (en el v. 16), no puede decir: «Jacob engendró a José, y José a Jesús», siguiendo la misma fórmula que ha empleado en los versículos anteriores, sino que tiene que emplear otra más complicada: «Jacob engendró a José, marido de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo». Vistos desde este punto de vista, los versículos 18–25 son una extensión lógica de la genealogía, más que «el comienzo de la acción».
Queda claro, pues, que este primer capítulo tiene que ver con «generaciones» y «engendramientos». Todo se relaciona con el linaje físico de Jesús y la manera en que fue concebido. Y es así, como hemos dicho, porque Mateo quiere presentarnos las credenciales de Jesús y darnos las evidencias de su mesiazgo.
Nuevamente debemos recordar que con toda probabilidad los primeros lectores de este Evangelio eran hebreos.
Puesto que ellos ya esperaban la venida del Mesías, lo importante para Mateo era demostrar que Jesús de Nazaret había cumplido con los necesarios prerrequisitos, no ocupándose, en primer lugar, con la cuestión del significado de su venida. Le correspondía a Lucas narrar el nacimiento en sí y demostrar que la llegada del Mesías era el momento culminante de la historia. Pero los judíos ya entendían su importancia. Lo que les interesaba a ellos era saber si las pretensiones de Jesús de ser el Mesías podían ser sostenidas con rigor histórico. Todos los prodigios contados por Lucas les sobraban si no se podía comprobar que Jesús hubiera cumplido con lo que anteriormente se había profetizado. Es por esto que Mateo se ocupa más de su linaje y engendramiento, que de los detalles anecdóticos de su nacimiento.
Dicho de otra manera, no le cuesta a nadie nacer, y aunque los detalles del nacimiento de Jesús son impresionantes para la mentalidad gentil (que en aquel entonces esperaba que la naturaleza correspondiera al nacimiento de un héroe con prodigios cósmicos), para la mentalidad judía no ofrecían pruebas ni garantías de la autenticidad de su mesiazgo. En cambio ¡cuesta muchísimo conseguir tener ciertos antepasados determinados! Por esto, en asuntos de mesiazgo, el engendramiento (es decir, el linaje) es de más importancia que el nacimiento.
Este primer capítulo es, por lo tanto, la respuesta de Mateo a las preguntas: ¿Cómo vino Jesús de Nazaret al mundo? ¿Y cómo podemos saber si cumplió los prerrequisitos para poder ser el Mesías? Este enfoque se plantea clarísimamente en el primer versículo. Es como si Mateo nos dijera: Aquí tenéis el libro de la genealogía de Jesús el Rey. Y la primera evidencia que os propongo a favor de su mesiazgo es que El era el hijo de David, hijo de Abraham, lo cual podéis comprobar estudiando la genealogía que os escribo a continuación.
HIJO DE DAVID, HIJO DE ABRAHAM
La genealogía de Mateo se remonta a Abraham. En cambio, la de Lucas se remonta a Adán (Lucas 3:27–38). Los comentaristas, conmucha razón, habitualmente ven en esto otra evidencia más del destino respectivo de los dos Evangelios. Lucas escribe para gentiles y, por lo tanto, comienza su genealogía con el padre de la humanidad. Mateo escribe para judíos y comienza con el padre de Israel.
Sin embargo, a la luz de las intenciones aparentes de Mateo en los primeros capítulos de su Evangelio, es probable que tenía otra razón adicional por la que comenzar con Abraham. Más adelante veremos que la nota dominante de estos capítulos es la de la soberanía de Jesús. Él es Rey. Pues bien, fue con Abraham que la semilla de una esperanza mesiánica fue sembrada en el pueblo de Israel.
Se nos cuenta en Génesis que en repetidas ocasiones Dios bendijo a Abraham (Génesis 12:1–3; 13:14–17; 15:1–21; 17:1–8; 18:10–18; 22:15–18). En cada caso Dios le indica que todas las naciones serán benditas a través de él. Y en varios casos, se le dice más explícitamente que tal bendición llegará a través de su «simiente». Por su fe y obediencia a la Palabra de Dios, Abraham fue escogido para ser el padre de aquel que había de traer bendición divina a todas las naciones. Por otra parte, Dios indica a Abraham que él será el padre de reyes (17:6).
Sin duda alguna, con la progresiva revelación del Antiguo Testamento y al ir perfilándose la figura del Mesías, quien por ser hijo de David también lo sería de Abraham, los rabinos judíos entendían que este aspecto de las promesas dadas a Abraham sería cumplido por medio del Mesías. Él iba a ser aquel «hijo de Abraham» que traería bendiciones universales.
Así lo entendía el apóstol Pedro en su discurso del Pórtico de Salomón (la segunda predicación de la iglesia).
Él identifica las promesas hechas a Abraham («En tu simiente serán benditas todas las familias de la tierra») con las palabras posteriores de Moisés («El Señor vuestro Dios os levantará profeta de entre vuestros hermanos, como a mí». Deuteronomio 18:15–16) y de «todos los profetas desde Samuel en adelante» (Hechos 3:22–26).
El apóstol Pablo es más contundente aún. El recuerda a los gálatas que la promesa abrahámica habla de bendición por medio de «la simiente», no de «las simientes». El uso del singular -dice- es significativo. Indica que el principal cumplimiento de la promesa vendrá por medio del Cristo, no a través de toda la nación hebrea (ver Gálatas 3:16).
Ciertamente, pues, las promesas hechas a Abraham contienen el germen de la esperanza mesiánica. Y asimismo determinan que el Mesías habrá de venir del linaje de Abraham, porque es por medio de su descendencia (o simiente) que Dios bendecirá alas naciones. Por lo tanto, si Jesús es el Mesías, necesariamente ha de haber nacido del linaje de Abraham.
E igualmente, de la casa de David. Porque la semilla de la promesa mesiánica dada a Abraham toma forma definitiva en las promesas hechas por Dios a David:
«Jehová te hace saber que él te hará casa. Y cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. El edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo» (ver 2o̱ Samuel 7:8–17).
Aunque los judíos reconocían en Salomón un cumplimiento parcial de estas palabras, por otra parte comprendían que su cumplimiento perfecto sólo llegaría con el Mesías. Desde entonces los profetas, al hablar del Rey venidero, siempre veían en él al «hijo de Isaí» (el padre de David) y hablaban de él como si fuera un segundo David:
«Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vastago retoñará de sus raíces. Y reposará sobre él el Espíritu de Jehová» (Isaías 11:1–2).
«He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra» (Jeremías 23:5). «Levantaré sobre ellas (mis ovejas) a un pastor, y él las apacentará; a mi siervo David, él las apacentará, y él será por pastor. Yo Jehová les seré por Dios, y mi siervo David príncipe en medio de ellos. Yo Jehová he hablado» (Ezequiel 34:23–24).
Otro requisito indispensable, por lo tanto, para que Jesús sea el Mesías es que haya nacido de la casa de David. Mateo nos invita a que comprobemos la legitimidad de su linaje por medio de la genealogía.
TRES POR CATORCE
Ahora dejemos las palabras introductorias de la genealogía (v. 1) y saltemos al resumen del versículo 17. Aquí Mateo explica que él descubre en el linaje de Jesús una clara división en tres períodos: De Abraham a David, de David al cautiverio babilónico, y del cautiverio a Jesús. Y -añade- cada período cubre catorce generaciones, el número de la perfección multiplicado por dos.
descendencia de jesús y sus 40 generaciones
Aquí está la lista de los antepasados de Cristo distribuida según estas divisiones:
Nada más verla, sin embargo, nos damos cuenta de que hay un pequeño problema: el número de nombres de cada columna no es exactamente de catorce: la columna central contiene quince. Y si intentamos arreglar la cuestión suprimiendo la repetición de David y Jeconías, tampoco hay una solución exacta, porque entonces la tercera columna sólo tiene trece.
Pero más grave aún aparece el problema cuando cotejamos las listas con las genealogías del Antiguo Testamento. Porque entonces descubrimos que en la columna central, Mateo ha omitido varios nombres. Entre Joram y Uzías faltan Ocozías, Joás y Amasías; entre Josías y Jeconías falta Joacim.
De hecho, es casi seguro que faltan bastantes generaciones de cada una de las columnas. Aunque Mateo coincide con el Libro de Rut en las generaciones entre Fares y David, es casi imposible que Salmón y Rahab hayan sido los padres de Booz. Sin duda eran antepasados suyos más distantes. Según 1o̱ Reyes 6:1, pasaron 480 años entre el Exodo y la construcción del Templo y, por lo tanto, sólo unos 50 años menos entre Rahab y Salomón. Ya que sólo aparecen cinco generaciones entre ellos, tendríamos que suponer que la edad promedia de cada hombre al engendrar a su hijo era de unos ¡85–90 años!… a no ser que haya habido otras generaciones intermedias.
Igualmente, con respecto a la tercera columna, en la genealogía paralela de Lucas, este período representa veintitrés generaciones, mientras aquí sólo hay catorce. Seguramente Mateo ha omitido varios nombres.
No sé si es posible dar una explicación totalmente satisfactoria de todos los aspectos de estas anomalías. Lo que podemos afirmar sin titubear es que no son evidencias de que Mateo quiera engañarnos. Es cierto que la colocación de los nombres en grupos de catorce, y la supresión de ciertas generaciones con el fin de hacer que todo encaje simétricamente, es algo inaceptable para un historiador contemporáneo. Pero no lo era para sus contemporáneos. Si el engaño fuera su motivación, seguramente habría omitido los nombres de personajes más oscuros. Ocozías, Joás, Amasías, y Joacim son nombres poco conocidos en el siglo XX. Pero no así entre los contemporáneos de Mateo. Porque son cuatro reyes de Judá. Si un historiador moderno omitiera un par de nombres de una lista dè los reyes borbones de España, su error sería inmediatamente percibido. Mateo no es tan ingenuo -ni tan mal historiador- como para haber cometido estas omisiones por engaño o por equivocación. La omisión es deliberada. Como indica Hendriksen, a Mateo no le interesa tanto la cronología como la cristología. Con la división de los nombres no pretende ningún engaño, pero sí quiere comunicarnos algunas verdades espirituales acerca del Mesías.
(A este respecto, la palabra «todas», en la frase «todas las generaciones», no debe preocuparnos. No necesariamente significa «todas las generaciones habidas en la historia» sino «todas las generaciones enumeradas en la genealogía»).
Entonces ¿por qué ha hecho Mateo estas omisiones? Para contestar a esta pregunta necesitamos recordar ciertas costumbres de la tradición rabínica en tiempos de Mateo. Por una parte era perfectamente aceptable omitir ciertas generaciones en las genealogías; se podría decir que un bisabuelo había «engendrado» a su bisnieto sin que esto fuera malentendido; lo que para nosotros sería un error histórico, en aquel entonces era una práctica normal que todos sabían interpretar correctamente.
Por otra parte, era habitual agrupar los nombres de una genealogía por números iguales. Esta práctica tenía al menos dos causas. En primer lugar era sencillamente una ayuda en la memorización. Cualquier escolar dará fe de que no es nada agradable aprender de memoria una larga lista de nombres. Pero la tarea es más fácil cuando los nombres están agrupados con una clasificación lógica. En segundo lugar, se pretendía a través de tales agrupaciones señalar ciertos patrones que llamasen la atención a la actuación de la providencia divina en la historia.
Esto es lo que pretende Mateo. Por lo tanto, las preguntas que debemos planteamos son estas: ¿Qué criterio ha empleado para hacer su clasificación de los nombres? ¿Qué tienen en común los nombres de cada columna? ¿Y qué lecciones pueden enseñarnos acerca del Mesías?
Para contestar, empecemos con los hitos históricos que Mateo mismo subraya en el versículo 17; Abraham, David, la deportación a Babilonia, Jesús. Ya hemos visto que Abraham representa no sólo el comienzo de la nación hebrea, sino también el principio de la esperanza mesiánica; que David es el prototipo del Mesías, el rey «por excelencia» del Antiguo Testamento; y que Jesús nos es presentado como «el Cristo» (v. 1; cp.:«llamado el Cristo», v. 16) Nos queda por ver el significado del exilio babilónico.
Babilonia significa muchas cosas en las Escrituras. Es la gran alternativa a Jerusalén, la Ciudad de Dios. Como tal, es símbolo de la arrogancia humana, del «super-hombre», de todo aquello que se alza contra los legítimos derechos de Dios en la vida humana. Mientras Jerusalén es destinada a la gloria eterna. Babilonia va encaminada hacia la perdición definitiva.
Cuando los judíos fueron deportados a Babilonia era un castigo elocuente. Ellos, por su incredulidad e infidelidad, habían traicionado su herencia como pueblo de Dios y se habían mostrado dignos de pertenecer a Babilonia. El exilio constituye el gran ejemplo bíblico de cómo Dios castiga a los que, profesando ser su pueblo, con sus hechos lo niegan. Asimismo es la demostración de cómo, de en medio de los escombros de la ruina, Él es poderoso para rescatar, purificar y conservar un pequeño remanente de creyentes fieles.
Pero el exilio babilónico también significó otra cosa: el fin de la monarquía, una gran ruptura en la línea real de la casa de David. Y creo que este es el matiz que correctamente debemos dar a la deportación en el contexto de esta genealogía. Ya hemos visto que Mateo presenta a Jesús como Rey, y que es con un enfoque «monárquico» que él estructura la genealogía. Por lo tanto, debemos entender que sobre todo la deportación representa el fin de la casa real de Judá.
En la primera columna de nombres, pues, quedan plasmadas las generaciones de la «primera espera mesiánica». Representa un período en el cual Israel estaba sin rey, pero tenía la esperanza de que Dios fuera a levantar un príncipe para dirigir a su pueblo.
La segunda columna, que yo he colocado dentro de un recuadro, representa el período de la gloria de Israel, cuando era independiente de otras naciones, y tenía su propio rey. Cada nombre dentro de este recuadro es de un rey de Israel (o más exactamente, a partir de Roboam, de un rey de Judá). Esta sección central es la demostración de que, a excepción del primer rey de Israel, Saúl, descalificado por su incredulidad, entre los antepasados de Jesús figuran todos y cada uno de los reyes legítimos de Israel, es decir, de la casa de David. La división que pretende Mateo es muy clara: en la columna central, todos los nombres son de reyes; en la primera y tercera, ninguno lo es, excepto David y Jesús, como culminación de aquellas dos columnas.
La tercera columna representa el período de la «ruptura monárquica», y de la «segunda espera mesiánica». Es un período de dominación extranjera, de desolación nacional. Pero es el período en el que el pueblo anhelaba con mayor ansiedad la venida del Rey prometido, y la restauración del trono de David. De la misma manera que la primera sección culmina en la figura del gran rey de israel, David, la tercera, por lógica, nos ha de conducir a aquel que es el gran «Hijo de David», el cumplimiento de las esperanzas mesiánicas, Jesucristo.
Y para que no perdamos de vista este paralelísmo, Mateo introduce dos pequeñas frases dentro de la genealogía. En primer lugar David es llamado dos veces «el rey David» (v. 6). Esto es significativo, por un lado porque ningún judío necesitaba que se lo recordaran, y por otro lado porque los nombres subsiguientes también eran reyes, pero Mateo no nos lo dice. Jesús, y no ellos, es el verdadero sucesor al trono de David.
En segundo lugar, a fin de rematar el paralelísmo, Jesús es presentado como aquel que era «llamado el Cristo» (v. 16). David es rey; Jesús es el Cristo. David es rey; Jesús es el Rey de reyes. David fue ungido por el profeta Samuel en nombre de Dios; Jesús es el Ungido de Dios.
Por otra parte, la calificación «rey» en el versículo 6, es la contrapartida de la frase «en el tiempo de la deportación a Babilonia», introducida dos veces, en los versículos 11 y 12. Por «rey» Mateo quiere que entendamos: «aquí comienza la monarquía»; por su referencia al exilio quiere decirnos: «Y aquí ella acaba». Así la historia de Israel queda dividida en tres fases: la pre-monarquía, la monarquía, y la post-monarquía; y toda la línea de la genealogía apunta clarísimamente hacia el cumplimiento de las aspiraciones monárquicas de Israel en la persona de nuestro Señor Jesucristo.
JECONÍAS Y SUS HERMANOS
La casa real que empieza con David, termina con aquellos que Mateo denomina «Jeconías y sus hermanos». En realidad, se trata de Jeconías, su padre y sus dos tíos, pero «hermano» era una palabra frecuentemente usada en aquel entonces para referirse a un parentesco cercano. La genealogía exacta de estas generaciones sería la siguiente:
No había ningún judío de tiempos de Mateo que al leer esta otra «frase adicional» no recordara en qué desgracia había acabado aquella monarquía.
Brevemente, la situación era la siguiente.
En aquellos años (de finales del séptimo siglo antes de Cristo y principios del sexto) había dos «superpotencias» en oriente: Babilonia y Egipto. Israel estaba ubicado incómodamente entre ellas. Las dos intentaban absorberla dentro de su esfera de influencia como reino vasallo. En tales condiciones la nación tendría que haber buscado como nunca la protección del Señor, pero lejos de esto, los diversos monarcas entraron en el peligroso juego político de las alianzas, buscando el apoyo de Egipto contra Babilonia y de Babilonia contra Egipto.
Así pues, Joacaz, el primer hijo de Josías, intentó conseguir el apoyo de Babilonia, y como consecuencia fue tomado prisionero por el faraón Necao, acabando sus días en una cárcel egipcia.
Necao colocó en el trono al hermano menor de Joacaz, Eliaquim (también llamado Joacim), confiando en que éste le sería vasallo leal. Pero Joacim siguió una política oscilante entre las dos potencias. Deducimos que era un hombre bastante listo. Al menos, logró mantener a Israel en una precaria autonomía y murió por causas naturales en Jerusalén. Pero el precio de su prevaricación lo hubo de pagar su hijo Joaquim (el Jeconías de nuestra genealogía). Después de sólo tres meses de reinado, Jerusalén cayó por primera vez en manos del ejército babilónico de Nabucodonosor. Jeconías y muchos de los líderes políticos y religiosos del país (entre ellos Daniel y sus tres amigos, y el joven Ezequiel) fueron llevados al cautiverio.
Nabucodonosor, como antes Necao, procuró entonces el vasallaje de Israel, colocando en el trono de Israel a otro tío de Jeconías, el tercero de los hijos de Josías, un tal Matanías, llamado también Sedequías. Pero después de poco tiempo Sedequías se rebeló contra Babilonia buscando una nueva alianza con Egipto. Entonces se libró un choque frontal entra las dos potencias. Venció Babilonia. Y el gran perdedor del encuentro era Israel. Jerusalén cayó por segunda vez, y en esta ocasión Nabucodonosor no mostró ninguna misericordia. El templo y los muros fueron derribados. Los pocos habitantes que escaparon de la espada fueron llevados al cautiverio. Hubo una horrible masacre en Ramá de los que eran demasiado jóvenes o viejos o débiles para emprender el viaje (masacre a la que tendremos que volver al comentar la matanza de los Inocentes en 2:18). El rey Sedequías tuvo que testificar la muerte de sus propios hijos, y luego le quitaron los ojos y le llevaron ciego a Babilonia.
¿Y qué de Jeconías? De en medio de esta espantosa ruina brilla una pequeña luz. El segundo libro de Reyes nos cuenta que, después de treinta y siete años de cárcel en Babilonia, Jeconías fue puesto en libertad por otro rey babilónico, Evil-Merodac, quien le dio honores reales y le restituyó su dignidad. Aún en aquellos tiempos lejanos, Dios estaba cuidando a este antepasado de su Hijo.Todo esto hay detrás de la pequeña frase «Jeconías y sus hermanos». En este profundo desengaño y destrozo quedaron las esperanzas monárquicas de Israel.
Y esta no había sido la primera decepción.
Antes el pueblo había depositado su confianza en Saúl. Alto, hermoso, buen guerrero, parecía ser todo lo que fuera de desear en un rey. Pero su reinado había acabado en una catástrofe de la que Israel sólo salió de milagro. Cuando Saúl se suicidó en el monte Gilboa, dejó el país abierto a la conquista de los filisteos. Luego Dios levantó a David. A éste le costó un gran esfuerzo consolidar inicialmente su reino, tanto por el filisteo de fuera, como por enemigos de dentro. Pero mirando atrás desde siglos posteriores, los judíos veían siempre en el reinado de David y el de su hijo Salomón, la edad de oro de la monarquía y de la nación. Los reinados posteriores, sin embargo, iban provocando nuevas decepciones. Tenían sus más y sus menos.
Algunos reyes destacaban por su piedad y su buen gobierno. Pero, en general, el paso de las generaciones representaba un proceso de decadencia en el cual el pueblo se alejaba cada vez más de Dios y el país se encontraba cada vez más enredado en los tentáculos de las grandes potencias de Oriente Medio. Con Jeconías y Sedequías el desengaño llega a su culminación.
Pero mira, dice Mateo, las aspiraciones monárquicas nunca podían ser cumplidas en hombres pecadores. Ni siquiera un David es solución adecuada para la necesidad humana de gobierno y dirección. Por esto Dios prometió -precisamente a David- que vendría otro príncipe que cumpliría plenamente aquellas aspiraciones. Y ahora ha nacido. Es el Cristo. Es Jesús. Es el nuevo y mayor David. Con Él comienza la segunda y verdadera monarquía. Él es el Rey que necesitamos.
«Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límites, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre». (Isaías 9:6–7).
El Evangelio de Mateo nos invita a reflexionar que una de las necesidades más básicas del ser humano es la de tener un Rey. Pero ningún otro ser humano pecador le basta. No ha habido, ni habrá nunca, ningún gobierno humano que realice plenamente nuestras aspiraciones de justicia, orden y paz. Pero Dios ha provisto el Rey que necesitamos en Jesucristo. Y tarde o temprano -nos seguirá diciendo el Evangelio- cada uno de nosotros tendrá que dar su respuesta a esta pregunta: ¿Admitiremos en nuestra vida la autoridad de este Rey? ¿Confesaremos que éste es el Cristo, el Hijo del Dios viviente (16:16)? ¿Querremos que éste reine sobre nosotros (Lucas 19:14)?
TRES POR CATORCE, OTRA VEZ
Sin embargo, debemos volver al versículo 17 a fin de intentar resolver la cuestión de las «catorce generaciones» que ya hemos planteado. Si Mateo deliberadamente ha «impuesto» el número catorce sobre cada sección de su genealogía (y es así si entendemos que él ha omitido diversas generaciones) ¿qué pretende con el número catorce? Y si luego nos asegura que en cada sección hay catorce generaciones, ¿cómo explicar que en algunas parece haber quince o trece, según como se mira?
Empecemos con la segunda pregunta.
Desde luego, creo que podemos descartar la idea de que Mateo no sabía contar. ¡Por algo era cobrador de impuestos! Las matemáticas eran su fuerte.
Tampoco convence la idea propuesta por algunos, de que algún copista posterior haya omitido el nombre de Joacim entre Josías y Joaquín: no hay ninguna base documental que la apoye, y no se trataría de la omisión de un solo nombre sino de toda una frase: Josías engendró A JOACIM, Y JOACIM a Jeconías y a sus hermanos. Además esta corrección no sería históricamente exacta por lo cual, de aceptar esta tesis, tendríamos que enmendar la frase más aún: Josías engendró a JOACIN Y A SUS HERMANOS, Y JOACIN A Jeconías.
La única explicación que mínimamente me satisface es la que Hendriksen propone en su comentario de Mateo, y aún ésta parece dudosa a primera vista. Sólo es una mayor profundización en algunos detalles de la historia de Jeconías la que nos convence de su viabilidad.
Hendriksen sugiere que, mientras el nombre de David sólo debe aparecer una vez (al pie de la primera columna) sin embargo, el de Jeconías debería ser incluido dos veces. Ciertamente esto «normalizaría» la cuestión numérica, con el siguiente resultado:
Pero ¿qué argumentos se pueden aducir en favor de lo que parece una solución arbitraria?
Sencillamente este: que la figura histórica de Jeconías participa de dos funciones bien diferenciadas, y él aparece en el escenario en dos momentos claramente determinados. En primer lugar, él es el último representante de la casa real de David (no en orden cronológico, porque su tío Sedequías reinó después de él; sí en orden generacional). Con él se extingue la dinastía de los reyes de Judá. Para reforzar esta idea de la esterilidad y finalidad de la primera fase de su vida, tenemos estas palabras del profeta Jeremías quien habla de Jeconías como de «este hombre privado de descendencia» y asegura que «ninguno de su descendencia logrará sentarse en el trono de David» (Jeremías 22:20). Así pues, Jeconías «desaparece» de la historia, llevado cautivo a Babilonia. En este sentido ocupa su lugar oportuno al final de la segunda columna. Representa el fin de una línea.
Pero ¡he aquí! treinta y siete años después, cuando todo el mundo se había olvidado de él, Jeconías «resucitó» de la cárcel y es restaurado por el nuevo rey de Babilonia. Y ahora, aquella línea genealógica que había parecido cortada, revive. Allí en Babilonia, aquel hombre «privado de descendencia» tiene muchos hijos, ocho de ellos según 1o̱ Crónicas 3:17–18. Ahora, pues, Jeconías aparece en su segunda función, como «cabeza» de aquel remanente que Dios está salvando de entre los escombros de la Jerusalén caída. La línea mesiánica vuelve a brotar. La esperanza mesiánica no ha desaparecido. Hay un remanente que, bajo Zorobabel (nieto de Jeconías), volverá a Jerusalén. Es apropiado, por lo tanto, que el nombre de Jeconías se sitúe también como padre de una nueva sección de la genealogía.
Esta es la solución que Hendriksen propone.
Desde luego, si Mateo, sabiendo que sólo ha mencionado 41 nombres, nos asegura que aquí hay 42 generaciones, por algo será. Yo no he encontrado solución mejor.
Ahora bien, si esta solución es acertada, ¿no hemos de ir un poco más lejos aún? Reconozco que en lo que voy a decir tocaré el mismo límite de lo que me parece lícito en cuanto a la espiritualización de los hechos históricos del Antiguo Testamento. Algunos de mis lectores seguramente opinarán que ya he traspasado aquel límite (¡como algunos otros pensarán que sólo he visto la punta del iceberg!) pero lo explico y ¡que cada cual determine por sí el valor que pueda tener!
Miremos otra vez la lista revisada de nombres de la genealogía. El número 14 de cada columna corresponde a David, Jeconías y Jesús, respectivamente. Nadie duda de que David sea un prototipo de Jesucristo. Los escritores del Nuevo Testamento, como los profetas del Antiguo, constantemente se refieren a él como a una ilustración y símbolo del Mesías. Si, pues, David es un prototipo de Jesús, ¿no lo será también Jeconías?
Seguramente alguien dirá: ¡Pero mira qué clase de hombre era ese Jeconías! impío, e injusto, que «hizo lo malo ante los ojos de Jehová, conforme a todas las cosas que había hecho su padre» (2o̱ Reyes 24:19); no debes decir que tal clase de hombre sea el prototipo de Jesús. Pero a esto contestamos: David era un hombre que tomó por esposa a una mujer que ya estaba casada con otro (v. 6); era un hombre sensual y adúltero. Si el David que en esta genealogía se revela como el prototipo de Jesucristo era un hombre que la misma genealogía denuncia por pecador, no podemos excluir por pecador a Jeconías como figura del Mesías. David es prototipo, no en virtud de su vida moral, sino en virtud de ciertas características de su realeza. Lo mismo se puede decir de Jeconías.
Jesús, como Jeconías, fue cortado prematuramente y como consecuencia no tuvo descendencia:
Por cárcel y por juicio fue quitado; y su generación, ¿quién la contará? Porque fue cortado de la tierra de los vivientes, y por la rebelión de mi pueblo fue herido» (Isaías 53:8).
Jesús, como Jeconías, resucitó de la cárcel y conoció una restauración de sus honores reales que excede infinitamente a la rehabilitación del prototipo:
«Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos» (Isaías 53:12).
Y en su resurrección ese «hombre privado de descendencia» tiene muchos hijos:
«…verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada. Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho» (Isaías 53:10–11).
Como Jeconías, el Señor Jesucristo no sólo merece concluir una columna de nombres, sino encabezar otra nueva.
Como el de David, el nombre de Jesús está al pie de una columna por ser la culminación de una esperanza real y mesiánica.
Como el de Jeconías, el nombre de Jesús está al pie de una columna por ser el último de un linaje. Asimismo encabeza una nueva columna como primero de un nuevo remanente, un nuevo pueblo de Dios salvado de Babilonia.
Y esto nos conduce a la cuestión de números otra vez, a los grupos de catorce. Debemos recordar que los judíos daban un significado simbólico a los números que no siempre apreciamos. Para ellos, el siete era el número perfecto de las profecías, y se puede decir que el catorce era «doblemente perfecto». Pero la perfección de perfecciones sería siete veces siete. En las tres columnas de la genealogía ya tenemos seis veces siete. Por lo tanto, la «cuarta columna», de la cual el Jesús resucitado sería cabeza y primicia, sería el comienzo del séptimo siete. Ha llegado el momento de la perfección, del cumplimiento.
Esto queda confirmado si contemplamos los nombres que encabezan las tres columnas de la genealogía:
Abraham, Salomón y Jeconías. Abraham es el padre del pueblo de Dios, aquel a quien Dios primeramente prometió descendencia y tierra. Con Salomón el pueblo de Israel llegó a su máximo explendor y las fronteras de la tierra a su máxima extensión. Jeconías es el padre del remanente, cabeza de aquellos que Dios conservó de la caída de Jerusalén. Son tres figuras que marcan hitos en la formación del pueblo de Dios. Pero no son más que sombras de estos propósitos divinos en comparación con el gran cumplimiento de ellos en la persona de Jesucristo.
Jesús es en sí la verdadera simiente de Abraham, y a través de El la bendición del Evangelio se extiende a todas las naciones. Abraham puede ser el padre de la fe, pero -diría Jesús-«antes que Abraham fuese, yo soy» (Juan 8:58). Abraham se gozó de poder tener el privilegio de ver el día del Señor Jesucristo (Juan 8:56).
La gloria de Salomón puede haber sido deslumbradora. Pero el pueblo de Jesús es más grande, y su tierra sin fronteras. «La reina del sur vino de los fines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, y he aquí más que Salomón en este lugar» (Mateo 12:42).
El nombre de Jeconías simboliza la esperanza de la resurrección de un pueblo que parecía cortado y deshecho. Pero aquel remanente que él encabeza es pobre y pequeño en comparación con los muchos hijos que Dios llevará a la gloria por medio de Jesucristo (Hebreos 2:10).
Uno de los temas que Mateo planteará en su Evangelio es la constitución del verdadero pueblo de Dios, la verdadera descendencia de Abraham. Este tema saldrá en la predicación de Juan el Bautista, cuando dice que «Dios puede levantar hijos a Abraham de estas piedras» (3:9). Saldrá en el comentario que hace Jesús a los judíos al ver la fe del centurión gentil: «Vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera» (8:11). Mateo, a su manera, -como Pablo a la suya en el capítulo 4 de Romanos-establecerá que el verdadero pueblo de Dios y descendencia de Abraham son los creyentes: tanto los creyentes hebreos, pertenecientes a la genealogía física de Abraham, como los creyentes gentiles incluidos en el linaje de Abraham por su incorporación en «la simiente» de Jesucristo.
En Jesucristo, por lo tanto, la genealogía toma otro rumbo. Hasta el día de su nacimiento, el pueblo de Dios y la esperanza mesiánica habían dependido de una descendencia física. Pero ahora Jesucristo encabeza una cuarta columna compuesta por los verdaderos hijos de Abraham, el gran remanente que Dios está reuniendo en Cristo de todas las naciones y tribus, el Israel de Dios por la fe.
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