LA DOCTRINA DE CRISTO [Rv60]

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¿Cómo es Jesús plenamente Dios y plenamente hombre, y sin embargo una sola persona?

Podemos resumir la enseñanza bíblica sobre la persona de Cristo como sigue: Jesucristo fue plenamente Dios y plenamente hombre en una persona, y así lo será para siempre.
El material bíblico que respalda esta definición es extenso. Hablaremos primero de la humanidad de Cristo, y luego de su deidad, y entonces intentaremos mostrar cómo la deidad y la humanidad de Jesús están unidas en la sola persona de Cristo.

La humanidad de Cristo

Nacimiento virginal.

Cuando hablamos de la humanidad de Cristo es apropiado empezar con una consideración del nacimiento virginal de Cristo. La Biblia claramente afirma que Jesús fue concebido en el vientre de su madre, María, mediante la obra milagrosa del Espíritu Santo y sin padre humano.

«El nacimiento de Jesús, el Cristo, fue así: Su madre, María, estaba comprometida para casarse con José, pero antes de unirse a él, resultó que estaba encinta por obra del Espíritu Santo» (Mt 1:18).

Poco después de esto un ángel del Señor le dijo a José, que estaba comprometido en matrimonio con María: «José, hijo de David, no temas recibir a María por esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo» (Mt 1:20). Luego leemos que José «hizo lo que el ángel del Señor le había mandado y recibió a María por esposa. Pero no tuvo relaciones conyugales con ella hasta que dio a luz un hijo, a quien le puso por nombre Jesús» (Mt 1:24–25).

El mismo hecho se menciona en el Evangelio de Lucas, en donde leemos de la aparición del ángel Gabriel a María. Después de que el ángel le dijo que ella tendría un hijo, María dijo: «¿Cómo puede ser esto, puesto que no tengo marido?» El ángel le contestó:

El Espíritu Santo vendrá sobre ti,
y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra.
Así que al santo niño que va a nacer lo llamarán
Hijo de Dios. (Lc 1:34–35; cf. 3:23)

Esta afirmación bíblica del nacimiento virginal de Cristo debería por sí sola darnos suficiente base para aceptar esta doctrina. Sin embargo, hay también implicaciones doctrinales fundamentales del nacimiento virginal que ilustran su importancia. Podemos ver esto por lo menos en tres aspectos.

a. Muestran que la salvación en definitiva debe venir del Señor.

El nacimiento virginal de Cristo es un recordatorio inconfundible del hecho de que la salvación jamás puede venir por esfuerzo humano, sino que debe ser la obra sobrenatural de Dios. Ese hecho fue evidente al principio mismo de la vida de Jesús, cuando «Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos» (Gá 4:4–5).

b. El nacimiento virginal hizo posible la unión de plena deidad y plena humanidad en una persona.

Esto fue el medio que Dios usó para enviar a su Hijo (Jn 3:16; Gá 4:4) al mundo como hombre. Si pensamos por un momento en las otras maneras posibles en que Cristo podía haber venido a la tierra, ninguna de ellas hubiera unido tan claramente la humanidad y la deidad en una persona. Probablemente habría sido posible que Dios creara a Jesús como ser humano completo en el cielo y lo enviara para que descendiera del cielo a la tierra sin la intervención de ningún padre humano.

Pero entonces habría sido muy difícil para nosotros entender el hecho de que Jesús era plenamente humano como nosotros. Por otro lado, probablemente habría sido posible que Dios hiciera que Jesús viniera al mundo con dos padres humanos, tanto un padre como una madre, y con su plena naturaleza divina milagrosamente unida a su naturaleza humana en algún punto temprano en su vida. Pero entonces hubiera sido muy difícil para nosotros entender cómo Jesús era plenamente Dios, puesto que su origen fue como el nuestro en todo sentido. Pensar en estas otras dos posibilidades nos ayuda a entender cómo Dios, en su sabiduría, ordenó una combinación de influencia humana y divina en el nacimiento de Cristo, para que su plena humanidad fuera evidente para nosotros por el hecho de su nacimiento humano ordinario de una madre humana, y que su plena deidad fuera también evidente por el hecho de su concepción en el vientre de María por la obra poderosa del Espíritu Santo.

c. El nacimiento virginal también hace posible la verdadera humanidad de Cristo sin el pecado heredado.

Como observamos en el capítulo 14, todos los seres humanos han heredado de su primer padre, Adán, la culpa legal y una naturaleza moral corrupta. Pero el hecho de que Jesús no tuvo un padre humano quiere decir que la línea de descendencia de Adán queda parcialmente interrumpida. Jesús no descendía de Adán en la misma manera exacta que todo los demás seres humanos han descendido de Adán. Esto nos ayuda a entender por qué la culpa legal y la corrupción moral que pertenecen a todos los demás seres humanos no le perteneció a Cristo.

Pero, ¿por qué Jesús no heredó la naturaleza de pecado de María? La Iglesia Católica Romana contesta a esta pregunta diciendo que María misma era libre de pecado, pero la Biblia en ninguna parte enseña esto, y de todas maneras esto no resolvería el problema (¿por qué María no heredó pecado de su madre?). Una mejor solución es decir que la obra del Espíritu Santo en María debe haber prevenido no sólo la transmisión del pecado de José (porque Jesús no tuvo padre humano) sino también, de una manera milagrosa, la transmisión de pecado de María. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti … Por eso, el niño que va a nacer será llamado Santo e Hijo de Dios» (Lc 1:35, VP).1

Debilidades y limitaciones humanas.

Jesús tenía un cuerpo humano.

El hecho de que Jesús tenía un cuerpo humano tal como el nuestro se ve en muchos pasajes de la Biblia. Nació tal como nacen todos los bebés (Lc 2:7). Creció de la niñez a la edad adulta como crece todo niño. «El niño crecía y se fortalecía; progresaba en sabiduría, y la gracia de Dios lo acompañaba» (Lc 2:40). Lucas nos dice además que «Jesús siguió creciendo en sabiduría y estatura, y cada vez más gozaba del favor de Dios y de toda la gente» (Lc 2:52).

Jesús se cansó tal como nosotros, porque leemos que «Jesús, fatigado del camino, se sentó junto al pozo» en Samaria (Jn 4:6). Sintió sed, porque cuando estuvo en la cruz, dijo: «Tengo sed» (Jn 19:28). Después de haber ayunado durante cuarenta días en el desierto, leemos que «tuvo hambre» (Mt 4:2). A veces sintió debilidad física, porque durante su tentación en el desierto ayunó por cuarenta días (el punto en que la fuerza física de los seres humanos ha desaparecido casi por completo y más allá del cual hay daño físico irreparable si continúa el ayuno). En ese momento «unos ángeles acudieron a servirle» (Mt 4:11), evidentemente para atenderle y proveerle alimento hasta que recuperara suficiente fuerza para salir del desierto. La culminación de las limitaciones de Jesús en términos de su cuerpo humano seven cuando murió en la cruz (Lc 23:46). Su cuerpo humano dejó de tener vida y dejó de funcionar, tal como ocurre con el nuestro cuando morimos.

Jesús también resucitó de los muertos con un cuerpo físico, humano, un cuerpo perfecto y ya no estaba sujeto a debilidad, enfermedad y muerte. Les demuestra repetidas veces a sus discípulos que de verdad tiene un cuerpo físico. Dice: «Miren mis manos y mis pies. ¡Soy yo mismo! Tóquenme y vean; un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que los tengo yo» (Lc 24:39). Les está mostrando y enseñando que él tiene «carne y huesos», y no es solo un «espíritu» sin cuerpo. Otra evidencia de este hecho es que «le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y él lo tomó, y comió delante de ellos» (Lc 24:42; cf. v. 30; Jn 20:17, 20, 27; 21:9, 13).

En el mismo cuerpo humano (aunque era un cuerpo resucitado hecho perfecto) Jesús también ascendió al cielo. Antes de irse dijo: «Ahora dejo de nuevo el mundo y vuelvo al Padre» (Jn 16:28, cf. 17:11). La manera en que Jesús ascendió al cielo fue calculada para demostrar la continuidad entre su existencia en un cuerpo físico aquí en la tierra y su continua existencia en ese cuerpo en el cielo. Apenas pocos versículos después de que Jesús les había dicho que «un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que los tengo yo» (Lc 24:39), leemos en el Evangelio de Lucas que Jesús «los sacó fuera hasta Betania, y alzando sus manos, los bendijo. Y aconteció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo» (Lc 24:50–51). Algo similar leemos en Hechos: «Habiendo dicho esto, mientras ellos lo miraban, fue llevado a las alturas hasta que una nube lo ocultó de su vista» (Hch 1:9).

Todos estos versículos tomados en conjunto muestran que, en lo que tiene que ver con el cuerpo humano de Jesús, fue como el nuestro antes de su resurrección, y después de su resurrección siguió siendo un cuerpo humano de «carne y huesos», pero ya perfecto, la clase de cuerpo que tendremos cuando Cristo vuelva y seamos igualmente resucitados de los muertos.2 Jesús sigue existiendo en ese cuerpo humano en el cielo, como la ascensión nos enseña.

Jesús tenía mente humana.

El hecho de que Jesús «crecía en sabiduría» (Lc 2:52) dice que pasó por un proceso de aprendizaje como los demás niños; aprendió a comer, a hablar, a leery escribir, a ser obediente a sus padres (véase He 5:8). Este proceso ordinario de aprendizaje fue parte de la genuina humanidad de Cristo.
También vemos que Jesús tuvo una mente humana como la nuestra cuando habla del día en que volverá a la tierra: «Pero en cuanto al día y la hora, nadie lo sabe, ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mr 13:32).3

Jesús tenía un alma humana y emociones humanas.

Vemos varias indicaciones de que Jesús tenía un alma (o espíritu) humana. Poco antes de su crucifixión Jesús dijo: «Ahora está turbada mi alma» (Jn 12:27, RVR). Juan escribe un poco más adelante: «Habiendo dicho Jesús esto, se conmovió en espíritu» (Jn 13:21, RVR). En ambos versículos las palabras «turbada» y «conmovió» son traducción del término griego tarasso, palabra que a menudo se usaba para referirse a las personas que estaban llenas de ansiedad o a las que el peligro las había sorprendido. Es más, antes de la crucifixión de Jesús, al darse cuenta del sufrimiento que atravesaría, dijo: «Es tal la angustia que me invade, que me siento morir» (Mt 26:38). Tan grande fue su tristeza que sintió que lo mataría si aumentaba.

Jesús tuvo toda la gama de emociones humanas. Se «maravilló» por la fe del centurión (Mt 8:10). Lloró de aflicción por la muerte de Lázaro (Jn 11:35). Oró con corazón lleno de emoción, porque «en los días de su vida mortal, Jesús ofreció oraciones y suplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su reverente sumisión» (He 5:7).

El autor de Hebreos también nos dice: «Aunque era Hijo, mediante el sufrimiento aprendió a obedecer; y consumada su perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para todos los que le obedecen» (He 5:8–9). Sin embargo, si Jesús nunca pecó, ¿cómo pudo «aprender obediencia»? Evidentemente conforme Jesús crecía, él, como todos los demás niños, pudo ir asumiendo más responsabilidad cada vez. Mientras más años tenía, más demandas podían imponerle su padre y su madre en términos de obediencia, y más difíciles las tareas que su Padre celestial podía asignarle para que las desempeñara en la fuerza de su naturaleza humana. Con cada tarea cada vez más difícil, incluso cuando incluía sufrimiento (como He 5:8 especifica), la capacidad moral de Jesús, su capacidad de obedecer en circunstancias cada vez más difíciles, aumentaba. Podemos decir que su «espalda moral» se fortaleció mediante ejercicios cada vez más difíciles. Sin embargo en todo esto jamás pecó.

Impecabilidad.

Aunque el Nuevo Testamento claramente afirma que Jesús fue plenamente humano tal como nosotros somos, también afirma que Jesús fue diferente en un aspecto importante: Fue sin pecado, y nunca cometió pecado alguno durante su vida. Algunos han objetado que si Jesús no pecó, no era verdaderamente humano, porque todos los seres humanos pecan. Pero esa objeción olvida que los seres humanos están ahora en una situación anormal. Dios no nos creó pecadores, sino santos y justos. Adán y Eva en el huerto del Edén, antes de pecar, eran verdaderamente humanos, y nosotros ahora, aunque humanos, no igualamos el patrón que Dios quiere para nosotros cuando nuestra plena humanidad sin pecado sea restaurada.

La impecabilidad de Jesús se enseña frecuentemente en el Nuevo Testamento. Vemos que Satanás no pudo tentar a Jesús con éxito, y fracasó, después de cuarenta días, cuando trató de persuadirlo para que pecara: «Así que el diablo, habiendo agotado todo recurso de tentación, lo dejó hasta otra oportunidad» (Lc 4:13). También no vemos en los Evangelios Sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) ninguna evidencia de algo malo de parte de Jesús. A los judíos que se le oponían, Jesús les preguntó: «¿Quién de ustedes me puede probar que soy culpable de pecado?» (Jn 8:46), y no recibió respuesta.

Las afirmaciones de la impecabilidad de Jesús son más explícitas en el Evangelio de Juan. Jesús hizo esta asombrosa proclama: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8:12). Si entendemos que la luz es símbolo de veracidad y pureza moral, aquí Jeshizo esta asombrosa proclamas está afirmando ser la fuente de la verdad, la pureza moral y la santidad en el mundo. Es una afirmación impresionante que sólo podía hacer alguien que estaba libre de pecado. Todavía más, con respecto a la obediencia a su Padre celestial, siempre hacía «lo que le agrada» (Jn 8:29; el tiempo presente da el sentido de actividad continua: «Siempre estoy haciendo lo que le agrada»). Al fin de su vida Jesús pudo decir: «Yo he obedecido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15:10). Es significativo que cuando llevaron a Jesús ante Pilato para que lo juzgara, a pesar de las acusaciones de los judíos, Pilato solo pudo concluir: «Yo no encuentro que éste sea culpable de nada» (Jn 18:38).

Cuando Pablo habla de que Jesús vino a vivir como hombre se cuida de no decir que tomó «carne pecadora», sino más bien dice que Dios envió a su Hijo «en condición semejante a nuestra condición de pecadores» (Ro 8:3). Luego se refiere a Jesús como el «que no cometió pecado alguno» (2 Co 5:21). El autor de Hebreos afirma que Jesús fue tentado pero simultáneamente insiste en que no pecó: Jesús es «uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado» (He 4:15).

Es un sumo sacerdote que es «santo, irreprochable, puro, apartado de los pecadores y exaltado sobre los cielos» (He 7:26). Pedro habla de Jesús como «de un cordero sin mancha y sin defecto» (1 P 1:19), usando la figura del Antiguo Testamento para decir que estaba libre de toda contaminación moral. Pedro directamente afirma: «Él no cometió ningún pecado, ni hubo engaño en su boca» (1 P 2:22). Cuando Jesús murió, fue «el justo por los injustos, a fin de llevarlos a ustedes a Dios» (1 P 3:18). Y Juan, en su primera Epístola, le llama «Jesucristo, el Justo» (1 Jn 2:1), y dice que «él no tiene pecado» (1 Jn 3:5). Es difícil negar, entonces, que la impecabilidad de Cristo se enseña claramente en todas las secciones principales del Nuevo Testamento. Ciertamente fue hombre pero sin pecado.

El hecho de que Jesús fue tentado «en todo» (He 4:15) tiene gran significación para nuestra vida. Por difícil que nos parezca comprenderlo, la Biblia afirma que en estas tentaciones Jesús creció en capacidad para comprendernos y ayudarnos en nuestras tentaciones. «Por haber sufrido él mismo la tentación, puede socorrer a los que son tentados» (He 2:18). El autor pasa luego a conectar la capacidad de Jesús para comprender nuestras debilidades y el hecho de que él fue tentado como nosotros: «Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos» (He 4:15–16).

Esto tiene aplicación práctica para nosotros: En toda situación en que estemos luchando contra la tentación debemos reflejar la vida de Cristo y preguntarnos si no estamos en una situación similar a la que él enfrentó. Por lo general, después de reflexionar por un momento o dos, podremos pensar en algún caso en la vida de Cristo en el que él enfrentó tentaciones que, aunque no exactamente iguales en todo detalle, fueron muy similares a las situaciones que nosotros enfrentamos hoy.

¿Pudo Cristo haber pecado?

La pregunta que a veces se formula es: «¿Era posible que Cristo pecara?» Algunos arguyen la impecabilidad de Cristo, en la que la palabra impecable quiere decir «incapaz de pecar». Otros objetan que si Jesús no era capaz de pecar, sus tentaciones no eran válidas, porque, ¿cómo puede una tentación ser válida si la persona tentada de todos modos no puede pecar?

Para responder a esta pregunta debemos distinguir lo que la Biblia afirma claramente, por un lado, y por el otro, lo que es más por naturaleza especulación de parte nuestra.

(1) La Biblia afirma sin lugar a dudas que Cristo nunca pecó (vea la explicación que dimos antes). No debe haber duda alguna en nuestra mente respecto a este hecho.

(2) También afirma que Jesús fue tentado y que las tentaciones fueron reales (Lc 4:2).

Si creemos lo que dice la Biblia, debemos insistir en que Cristo «ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado» (He 4:15).

(3) También debemos afirmar con la Biblia que «Dios no puede ser tentado por el mal» (Stg 1:13). Pero aquí la pregunta se vuelve difícil: Si Jesús era plenamente Dios y plenamente hombre (y explicaremos más adelante que la Biblia clara y repetidamente enseña esto), ¿no deberíamos afirmar también que (en algún sentido) Jesús «no pudo ser tentado por el mal»?

Estas afirmaciones explícitas de la Biblia nos presentan un dilema similar a otros varios dilemas doctrinales en los que la Biblia parece enseñar cosas que son, si no directamente contradictorias, por lo menos muy difíciles de combinar en nuestro entendimiento. En este caso no tenemos una contradicción real. La Biblia no nos dice que «Jesús fue tentado» y que «Jesús no fue tentado» (una contradicción si «Jesús» y «tentado» se usan exactamente en el mismo sentido en ambas oraciones).

La Biblia nos dice que «Jesús fue tentado» y que «Jesús fue plenamente hombre» y que «Jesús fue plenamente Dios» y que «Dios no puede ser tentado». Esta combinación de enseñanzas de la Biblia deja abierta la posibilidad de que conforme comprendemos la manera en que la naturaleza humana de Jesús y su naturaleza divina actúan juntas, podamos entender más de la manera en que pudo ser tentado en un sentido y sin embargo, en otro sentido, no ser tentado. (Esta posibilidad se considerará más adelante.)

En este punto pasamos más allá de las claras afirmaciones de la Biblia e intentamos sugerir una solución al problema de si Cristo pudo haber pecado o no. Pero es importante que reconozca que lo que vamos a hacer es más bien sugerir una combinación de varias enseñanzas bíblicas y no cuenta con el respaldo de afirmaciones explícitas de la Biblia.

Con esto en mente, es apropiado que digamos:

(1) Si la naturaleza humana de Jesús hubiera existido por sí misma, independiente de su naturaleza divina, habría sido una naturaleza humana tal como la que Dios le dio a Adán y a Eva. Habría sido libre de pecado pero así y todo capaz de pecar.

(2) Pero la naturaleza humana de Jesús nunca existió aparte de la unión con su naturaleza divina.

Desde el momento de su concepción, existió como verdadero Dios y también como verdadero hombre. Su naturaleza humana y su naturaleza divina estaban unidas en una persona.

(3) Aunque hubo algunas cosas (tales como sentir hambre o sed, o sentirse débil) que Jesús experimentó en su naturaleza humana y no en su naturaleza divina (véase más adelante), un acto de pecado habría sido un acto moral que evidentemente habría incluido tanto su naturaleza humana como su naturaleza divina.

(4) Pero si Jesús como persona hubiera pecado, incluyendo tanto su naturaleza humana como divina en el pecado, Dios mismo habría pecado y habría dejado de ser Dios. Sin embargo, esto es claramente imposible debido a la infinita santidad de la naturaleza de Dios.

(5) Por consiguiente, parece que si preguntamos si en realidad era posible que Jesús pecara, debemos concluir que no era posible. La unión de su naturaleza humana y divina en una persona lo prevenía.

Pero la pregunta subsiste: «¿Cómo entonces pudieron ser válidas las tentaciones de Jesús?»

El ejemplo de la tentación de cambiar las piedras en pan es útil en este respecto. Jesús tenía la capacidad, en virtud de su naturaleza divina, de realizar este milagro, pero si lo hubiera hecho, ya no habría estado obedeciendo a Dios Padre apoyándose solo en la fuerza de su naturaleza humana, y habría fallado en la prueba tal como Adán falló, y no habría ganado nuestra salvación. Por consiguiente, Jesús no quiso apoyarse en su naturaleza divina para que la obediencia le fuera más fácil. De manera similar, parece apropiado concluir que Jesús le hizo frente a toda tentación a pecar, no con su poder divino, sino con la fuerza de su naturaleza humana sola (aunque, por supuesto, no estaba «solo» porque Jesús, al ejercer la clase de fe que los seres humanos deben ejercer, dependía perfectamente de Dios Padre y de Dios Espíritu Santo en todo momento).

La fuerza moral de su naturaleza divina fue una clase de «red protectora» que habría prevenido que pecara, en todo caso (y por consiguiente podemos decir que no era posible que él pecara), pero él no se apoyó en la fuerza de su naturaleza divina para que le fuera más fácil enfrentar las tentaciones, y su negativa a convertir las piedras en pan al principio de su ministerio es una clara indicación de esto.
¿Fueron entonces reales las tentaciones? Muchos teólogos han destacado que solo el que resiste victoriosamente una tentación hasta el fin siente plenamente la fuerza de esa tentación. Así como un campeón de levantamiento de pesas que con éxito levanta y sostiene sobre su cabeza el peso más pesado en la competencia siente la fuerza del mismo más plenamente que el que intenta levantarlo y lo deja caer, todo creyente que ha enfrentado la tentación y salido triunfante al fin sabe que es mucho más difícil que ceder a ella de inmediato. Lo mismo con Jesús: Toda tentación que enfrentó, la enfrentó hasta elfin, y triunfó sobre ella. Las tentaciones fueron tentaciones de verdad, aunque no cedió a ninguna; de hecho, las sufrió al máximo porque no cedió a ellas.

¿Por qué fue necesaria la plena humanidad de Jesús?

Cuando Juan escribió su primera epístola, circulaba en la Iglesia una enseñanza herética que aducía que Jesús no fue humano. Esta herejía llegó a conocerse como el docetismo, del verbo griego dokeo, «parecerse, parecer ser»; esta posición sostiene que Jesús no fue realmente un hombre sino que parecía serlo. Tan seria fue esta negación de la verdad en cuanto a Cristo, que Juan pudo decir que era una doctrina del anticristo: «En esto pueden discernir quién tiene el Espíritu de Dios: todo profeta que reconoce que Jesucristo ha venido en cuerpo humano, es de Dios; todo profeta que no reconoce a Jesús, no es de Dios sino del anticristo» (1 Jn 4:2–3). El apóstol Juan entendió que negar la verdadera humanidad de Cristo era negar algo que estaba en la misma médula del cristianismo, así que si alguno negaba que Jesús había venido en la carne, el tal no venía de parte de Dios.

Al examinar todo el Nuevo Testamento, vemos varias razones por las que Jesús tenía que ser plenamente hombre para poder ser el Mesías y ganar nuestra salvación. Aquí se mencionan dos de las razones más vitales.

Para obediencia representativa.

Como observamos en el capítulo sobre el pecado, Adán fue representante nuestro en el huerto del Edén, y por su desobediencia Dios nos consideró igualmente culpables.5 De manera similar, Jesús fue representante nuestro y obedeció por nosotros en donde Adán desobedeció y fracasó. Vemos esto en los paralelos entre la tentación de Jesús (Lc 4:1–13) y el tiempo de prueba de Adán y Eva en el huerto (Gn 2:15–3:7). También esto se refleja claramente en la explicación de Pablo de los paralelos entre Adán y Cristo: «Por tanto, así como una sola transgresión causó la condenación de todos, también un solo acto de justicia produjo la justificación que da vida a todos. Porque así como por la desobediencia de uno solo muchos fueron constituidos pecadores, también por la obediencia de uno solo muchos serán constituidos justos» (Ro 5:18–19).

Por eso Pablo puede llamar a Cristo «el último Adán» (1 Co 15:45) y llamar a Adán el «primer hombre» y a Cristo el «segundo hombre» (1 Co 15:47). Jesús tenía que ser hombre a fin de ser nuestro representante y obedecer en lugar nuestro.

Para ser sacrificio sustituto.

Si Jesús no hubiera sido hombre, no hubiera podido morir en nuestro lugar y pagar la pena que nosotros debíamos pagar. El autor de Hebreos nos dice que: «Ciertamente, no vino en auxilio de los ángeles sino de los descendientes de Abraham. Por eso era preciso que en todo se asemejara a sus hermanos, para ser un sumo sacerdote fiel y misericordioso al servicio de Dios, a fin de expiar [más exactamente, “en propiciación por”] los pecados del pueblo» (He 2:16–17; cf. v. 14). Jesús tuvo que hacerse hombre, y no ángel, porque Dios se interesaba en salvar a los hombres, no en salvar ángeles. Pero para hacer esto «era preciso» que fuera hecho como nosotros en todo, para que pudiera ser «la propiciación» a nuestro favor, un sacrificio aceptable como sustituto nuestro. A menos que Cristo haya sido plenamente hombre, no podía haber muerto para pagar la pena de los pecados del hombre. No podía haber sido el sacrificio sustituto por nosotros.

Hay también otras razones por las que la humanidad de Jesús era necesaria. Jesús tenía que ser plenamente hombre tanto como plenamente Dios para poder cumplir el papel de mediador entre Dios y el hombre (cf. 1 Ti 2:5). La verdad de que Jesús fue hombre y experimentó tentaciones le permitió entendernos más plenamente como «sumo sacerdote» nuestro (He 2:18; cf. 4:15–16). La humanidad de Jesús también nos provee un ejemplo y patrón para nuestras vidas (cf. 1 Jn 2:6; 1 P 2:21). Todas estas razones apuntan a la vital importancia de afirmar que Jesús no fue sólo plenamente Dios sino también plenamente hombre y por eso pudo asegurar plenamente nuestra salvación.

La deidad de Cristo

Para completar la enseñanza bíblica acerca de Jesucristo, debemos afirmar no sólo que fue plenamente humano, sino también que fue plenamente divino. Aunque la palabra no ocurre explícitamente en la Biblia, la Iglesia ha usado el término encarnación para referirse al hecho de que Jesús fue Dios en carne humana. La encarnación fue el acto de Dios Hijo por el que tomó una naturaleza humana. La prueba bíblica de la deidad de Cristo es muy extensa en el Nuevo Testamento. La examinaremos bajo varias categorías.

Afirmaciones bíblicas directas.

En esta sección examinaremos afirmaciones bíblicas directas de que Jesús es Dios y de que es divino.

La palabra Dios (teos) se aplica a Cristo.

Aunque la palabra teos, «Dios», en el Nuevo Testamento por lo general se reserva para Dios Padre, hay varios pasajes en los que también se usa para referirse a Jesucristo. En todos estos pasajes, «Dios» se usa en fuerte sentido para referirse al Creador del cielo y de la tierra, gobernador sobre todo. Estos pasajes incluyen Juan 1:1; 1:18 (en los manuscritos más antiguos y mejores); 20:28; Romanos 9:5; Tito 2:13; Hebreos 1:8 (citando el Sal 45:6); y 2 Pedro 1:1. Como algunos de estos pasajes ya se consideraron en detalle en el capítulo sobre la Trinidad,6 no repetiremos aquí esa consideración. Baste recordar que hay por lo menos estos siete pasajes claros en el Nuevo Testamento que explícitamente se refieren a Jesús como Dios.

Un ejemplo del Antiguo Testamento en que se aplica a Cristo el nombre Dios es el de un pasaje mesiánico conocido: «Porque nos ha nacido un niño, se nos ha concedido un hijo; la soberanía reposará sobre sus hombros, y se le darán estos nombres: Consejero admirable, Dios fuerte» (Is 9:6).

La palabra Señor (kurios) se aplica a Cristo.

A veces la palabra Señor (gr. kurios) se usa simplemente como tratamiento de cortesía para un superior, más o menos como nuestro uso de «señor» en español (vea Mt 13:27; 21:30; 27:63; Jn 4:11). A veces simplemente puede querer decir el «amo» de un sirviente o esclavo (Mt 6:24; 21:40). Sin embargo la misma palabra se usa en la Septuaginta (traducción al griego del Antiguo Testamento, que se usaba comúnmente en tiempo de Cristo) como traducción del hebreo YHVH, Yahvé, o (como se le traduce frecuentemente) «el SEÑOR», o «Jehová».

La palabra kurios se usa para traducir el nombre del Señor 6.814 veces en el Antiguo Testamento en griego. Por consiguiente, toda persona que hablaba griego en los tiempos del Nuevo Testamento y que tenía algún conocimiento del Antiguo Testamento en griego habría reconocido que, en contextos en donde era apropiado, la palabra Señor era el nombre del Creador y sustentador del cielo y de la tierra, el Dios omnipotente.

Hay varios casos en el Nuevo Testamento en donde «Señor» se aplica a Cristo y se puede entender sólo en este fuerte sentido del Antiguo Testamento: «el Señor» es Yahvé o Dios mismo. Este uso de «Señor” es muy impactante en la palabra del ángel a los pastores de Belén: «Hoy les ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo el Señor» (Lc 2:11). Aunque estas palabras nos son bien conocidas debido a la lectura frecuente de la historia de navidad, debemos darnos cuenta de lo sorprendente que esto debe haber sido para cualquier judío del primer siglo al oír que alguien nacido en Belén era el «Cristo» (o «Mesías»),7 y todavía más, que este Mesías también era «el Señor»; o sea, el Señor Dios mismo.

Vemos otro ejemplo cuando Mateo dice que Juan el Bautista era el que clamaba en el desierto: «Voz de uno que grita en el desierto: “Preparen el camino para el Señor, háganle sendas derechas”» (Mt 3:3). Juan está citando Isaías 40:3, que habla del Señor Dios mismo que viene a su pueblo. Pero el contexto aplica este pasaje al papel de Juan en la preparación del camino para que Jesús venga. La implicación es que cuando Jesús llega, es el Señor mismo el que llega.

Jesús también se identificó como el Señor soberano del Antiguo Testamento cuando les preguntó a los fariseos sobre el Salmo 110:1: «Dijo el Señor a mi Señor: “Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies”» (Mt 22:44). La fuerza de esta afirmación es que «Dios Padre le dijo a Dios Hijo (el Señor de David): “Siéntate a mi diestra …”» Los fariseos saben que él está hablando de sí mismo e identificándose como digno del título kurios del Antiguo Testamento, «Señor».

Tal uso se ve frecuentemente en las epístolas, en donde «el Señor» es un nombre común para referirse a Cristo. Pablo dice: «Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para el cual vivimos; y no hay más que un solo Señor, es decir, Jesucristo, por quien todo existe y por medio del cual vivimos» (1 Co 8:6: cf. 12:3, y muchos otros pasajes, tanto en las epístolas paulinas como en las generales).

Otras afirmaciones de deidad.

Además de los usos de las palabras Dios y Señor para referirse a Cristo, tenemos otros pasajes que afirman fuertemente la deidad de Cristo. Cuando Jesús les dijo a sus oponentes judíos que Abraham había visto su día (el de Cristo), ellos le cuestionaron: «Ni a los cincuenta años llegas … ¿y has visto a Abraham?» (Jn 8:57). Aquí una respuesta suficiente para demostrar la eternidad de Jesús hubiera sido: «Antes de que Abraham fuera, yo era». Pero Jesús no dice eso. Más bien, hace una aseveración mucho más asombrosa: «Ciertamente les aseguro que, antes de que Abraham naciera, ¡yo soy!» (Jn 8:58). Jesús combinó dos aseveraciones cuya secuencia parecía no tener sentido: «Antes de que algo del pasado sucediera [Abraham naciera], algo que está en el presente sucedió [Yo soy]».

Los líderes judíos reconocieron al instante que no estaba hablando en acertijos ni diciendo cosas sin sentido. Cuando dijo: «Yo soy», estaba repitiendo las mismas palabras que Dios usó para identificarse ante Moisés: «YO SOY EL QUE SOY» (Éx 3:14). Jesús estaba tomando para sí el título «YO SOY», por el cual Dios se autotitula el Eterno que existe, el Dios que es la fuente de su propia existencia y que siempre ha sido y siempre será. Cuando los judíos oyeron esta afirmación inusual, enfática, solemne, supieron que estaba afirmando que era Dios: «Entonces los judíos tomaron piedras para arrojárselas, pero Jesús se escondió y salió inadvertido del templo» (Jn 8:59).8

Otra fuerte declaración de deidad es la afirmación de Jesús al final de Apocalipsis: «Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin» (Ap 22:13). Cuando se combina esto con la afirmación de Dios Padre en Apocalipsis 1:8, «Yo soy el Alfa y la Omega», eso también constituye una fuerte afirmación de igual deidad con Dios Padre. Soberano sobre toda la historia y toda la creación, Jesús es el principio y el fin.

Evidencia adicional de las afirmaciones de deidad se pueden hallar en el hecho de que Jesús se autotitula «el Hijo del hombre». Este título se usa ochenta y cuatro veces en los cuatro evangelios, pero sólo lo usa Jesús y sólo para referirse a sí mismo (obsérvese, p. ej., Mt 16:13 con Lc 9:18). En el resto del Nuevo Testamento la frase «el Hijo del hombre» (con el artículo definido el) se usa sólo una vez, en Hechos 7:56, en donde Esteban se refiere a Cristo como el Hijo del hombre. Este único término tiene como trasfondo la visión de Daniel 7, en donde Daniel vio a uno como «hijo del hombre» que «vino al Anciano de Días» y «se le dio autoridad, poder y majestad. ¡Todos los pueblos, naciones y lenguas lo adoraron! ¡Su dominio es un dominio eterno, que no pasará, y su reino jamás será destruido!» (Dn 7:13–14) Es impresionante que este «hijo de hombre» venga «con las nubes del cielo» (Dn 7:13). Este pasaje habla claramente de uno que tenía origen celestial y al que se le dio dominio eterno sobre todo el mundo.

Los sumos sacerdotes no se perdieron este punto de este pasaje cuando Jesús les dijo: «De ahora en adelante verán ustedes al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso, y viniendo en las nubes del cielo» (Mt 26:64). La referencia a Daniel 7:13–14 fue inconfundible, y los sumos sacerdotes y el concilio supieron que Jesús estaba afirmando ser el gobernador mundial de origen celestial de que hablaba Daniel en su visión. De inmediato ellos dijeron: «¡Ha blasfemado!… Merece la muerte» (Mt 26:65–66). Aquí Jesús finalmente dijo explícitamente las fuertes afirmaciones de dominio mundial eterno que anteriormente había insinuado en su uso frecuente del título «el Hijo del hombre» que se aplicaba a sí mismo.
Aunque el título «Hijo de Dios» se puede usar a veces sencillamente para referirse a Israel (Mt 2:15), o al hombre como creado por Dios (Lc 2:38), o al hombre redimido en general (Ro 8:14, 19, 23), hay con todo instancias en que la frase «Hijo de Dios» se refiere a Jesús como el Hijo celestial y eterno que es igual a Dios mismo (vea Mt 11:25–30; 17:5; 1 Co 15:28; He 1:1–3, 5, 8). Esto es especialmente cierto en el Evangelio de Juan, en donde se ve a Jesús como el Unigénito del Padre (Jn 1:14, 19, 34, 49) que revela plenamente al Padre (Jn 8:19; 14:9). Como Hijo es tan grande que nosotros podemos confiar en él en cuanto a la vida eterna (algo que no se podría decir de ningún ser creado; Jn 3:16, 36; 20:31). También es el que tiene toda la autoridad del Padre para dar vida, dictar juicio eterno y gobernar sobre todo (Jn 3:36; 5:20–22, 25; 10:17; 16:15). Como Hijo ha sido enviado po rel Padre, y por consiguiente existió antes de venir al mundo (Jn 3:36; 5:23; 10:36).

Estos pasajes se combinan para indicar que el título de «Hijo de Dios» cuando se le aplica a Cristo afirma fuertemente su deidad como Hijo eterno en la Trinidad, igual a Dios Padre en todos sus atributos.

 Evidencia de que Jesús poseía atributos de deidad.

Además de la afirmación específica de la deidad de Jesús en los muchos pasajes citados anteriormente, vemos muchos ejemplos en los hechos de Jesús durante su vida que apuntan a su carácter divino.

(a) Jesús demostró su omnipotencia cuando calmó la tormenta del mar con una palabra (Mt 8:26–27), multiplicó los panes y los peces (Mt 14:19), y cambió el agua en vino (Jn 2:1–11).

(b) Jesús afirmó su eternidad cuando dijo: «Ciertamente les aseguro que, antes de que Abraham naciera, ¡yo soy!» (Jn 8:58), o «Yo soy el Alfa y la Omega» (Ap 21:13).

(c) La omnisciencia de Jesús se demuestra porque él sabía los pensamientos de la gente (Mr 2:8) y sabía «desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que iba a traicionarlo» (Jn 6:64). El conocimiento de Jesús era mucho más extenso que la información que la gente podía recibir mediante el don de profecía, porque incluso sabía la creencia o incredulidad que había en el corazón de toda persona (véase Jn 2:25; 16:30).

(d) El atributo divino de omnipresencia no se afirma directamente ser cierto de Jesús durante su ministerio terrenal. Sin embargo, al mirar al tiempo en que la Iglesia sería establecida, Jesús pudo decir: «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18:20). Es más, antes de dejar la tierra dijo a los discípulos: «Les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo» (Mt 28:20).

(e) Jesús poseía soberanía divina, un tipo de autoridad que posee solamente Dios, y se ve en el hecho de que pudo perdonar pecados (Mr 3:5–7). A diferencia de los profetas del Antiguo Testamento que declaraban «Así dice el SEÑOR», él podía poner como prefacio a sus afirmaciones la frase «Pero yo les digo» (Mt 5:22, 28, 32, 34, 39, 44); afirmación asombrosa de su propia autoridad. Podía hablar con la autoridad de Dios mismo porque era plenamente Dios.

(f) Otra clara afirmación de la deidad de Cristo es el hecho de que se le cuenta como digno de adoración, algo que no sucede con ninguna otra criatura, ni siquiera con los ángeles (véase Ap 19:10), sino sólo con Dios. Sin embargo, la Biblia dice de Cristo que «por eso Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo y en la tierra y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil 2:9–11). De modo similar, Dios ordena a los ángeles que adoren a Cristo, porque leemos: «Además, al introducir a su Primogénito en el mundo, Dios dice: “Que lo adoren todos los ángeles de Dios”» (He 1:6).

¿Dejó Jesús a un lado algunos de sus atributos divinos mientras estaba en la tierra (teoría kenótica)?

Pablo escribió a los Filipenses: «La actitud de ustedes debe ser como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos» (Fil 2:5–7). Partiendo de este pasaje, varios teólogos del siglo diecinueve abogaron por una noción novedosa de la encarnación llamada «teoría kenótica», que sostiene que Cristo dejó a un lado algunos de sus atributos divinos mientras estaba en la tierra como hombre. (La palabra kenosis tiene su raíz en el verbo griego kenoo, que generalmente quiere decir «vaciar», y se traduce «se despojó a sí mismo» en Fil 2:7, RVR.) Según esta teoría, Cristo «se vació a sí mismo» de algunos de sus atributos divinos, tales como omnisciencia, omnipresencia y omnipotencia, mientras estaba en la tierra como hombre. Esto se veía como la limitación voluntaria a la que Cristo se sometió a fin de cumplir la obra de redención.

Bajo un examen más detenido, podemos ver que Filipenses 2:7 no dice que Cristo «se haya vaciado de ciertos poderes» ni que «se haya vaciado de atributos divinos» ni parecido. Más bien, el pasaje describe lo que Jesús hizo en este «vaciarse»: No lo hizo descartando alguno de sus atributos, sino «tomando forma de siervo», o sea, viniendo a vivir como hombre, y «al manifestarse como hombre, se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!» (Fil 2:8). Por tanto, el contexto mismo interpreta este «vaciarse» como equivalente de «humillarse» y tomar una posición y estatus bajo. Este vaciamiento incluye función y estatus, no atributos esenciales ni naturaleza. Quiere decir que asumió un papel humilde.

El contexto más amplio de este pasaje también deja bien clara esta interpretación. El propósito de Pablo ha sido persuadir a los filipenses a que «no hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos» (Fil 2:3), y continúa diciéndoles: «Cada uno debe velar no sólo por sus propios intereses sino también por los intereses de los demás» (Fil 2:4). Para persuadirlos a ser humildes y poner primero los intereses de los demás, Pablo apunta a Cristo como el ejemplo supremo de quien hizo precisamente eso: Puso los intereses de los demás primero y estuvo dispuesto a dejar algo del privilegio y estatus que eran suyos como Dios. Pablo quiere que los filipenses imiten a Cristo. Pero con certeza no está pidiéndoles a los creyentes filipenses que «dejen a un lado» o «descarten» su inteligencia, o su fuerza, o su habilidad y se vuelvan una versión disminuida de lo que eran. Más bien, les está pidiendo que pongan primero los intereses de los demás: «Cada uno debe velar no sólo por sus propios intereses sino también por los intereses de los demás» (Fil 2:4).

Por consiguiente, la mejor manera de entender este pasaje es considerar que habla de que Jesús dejó su estatus y privilegio que eran suyos en el cielo: «No consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse» (o «aferrarse para provecho propio»), sino que «se despojó a sí mismo» o «se humilló a sí mismo» por amor a nosotros, y vino a vivir como hombre. Jesús habla en otro lugar de la «gloria» que tuvo con el Padre «antes de que el mundo existiera» (Jn 17:5), gloria que había dejado e iba a recibir de nuevo cuando volviera al cielo. Pablo pudo hablar de Cristo que «aunque era rico, por causa de ustedes se hizo pobre» (2 Co 8:9), hablando de nuevo del privilegio y honor que merecía pero que temporalmente cedió por nosotros.

La «teoría de la kenosis», por consiguiente, no es una noción correcta de Filipenses 2:5–7. Es más, si la teoría de la kenosis fuera cierta (y esta es una objeción fundamental contra ella), no podríamos afirmar que Jesús fue plenamente Dios mientras estaba aquí en la tierra. La teoría kenótica a fin de cuentas niega la plena deidad de Jesucristo y le hace algo menos que plenamente Dios.

Conclusión: Cristo es plenamente divino.

El Nuevo Testamento afirma una vez tras otra la plena y absoluta deidad de Jesucristo. Lo hace en cientos de versículos específicos que llaman a Jesús «Dios», «Señor», e «Hijo de Dios», así como en los muchos versículos que usan otros títulos de deidad para referirse a Cristo, y en los muchos pasajes que le atribuyen hechos o palabras que pueden ser ciertos sólo de Dios. «Porque a Dios le agradó habitar en él con toda su plenitud» (Col 1:19), y «Toda la plenitud de la divinidad habita en forma corporal en Cristo» (Fil 2:9). En una sección anterior ya explicamos que Jesús es real y plenamente hombre. Ahora concluimos también que es real y plenamente Dios. Legítimamente, su nombre es «Emanuel», o sea, «Dios con nosotros» (Mt 1:23).

¿Por qué fue necesaria la deidad de Cristo?

En la sección previa mencionamos varias razones por las que fue necesario que Jesús fuera plenamente hombre a fin de ganar nuestra redención. Aquí es apropiado que reconozcamos que es de crucial importancia insistir también en la plena deidad de Cristo, no sólo porque la Biblia la enseña muy claramente, sino también porque (1) solamente alguien que fuera Dios infinito podía llevar la plena pena de todos los pecados de todos los que creerían en él; una criatura finita hubiera sido incapaz de llevar esa pena; (2) la salvación es del Señor (Jn 2:9), y todo el mensaje de la Biblia está diseñado para mostrar que ningún ser humano, ninguna criatura, jamás hubiera podido salvar al hombre; sólo Dios mismo; y (3) solamente alguien que fuera real y plenamente Dios podía ser el único mediador entre Dios y el hombre (1 Ti 2:5), tanto para llevarnos de regreso a Dios como también para revelarnos a Dios más plenamente (Jn 14:9).

Por lo tanto, si Jesús no es plenamente Dios, no tenemos salvación y no hay cristianismo. No es accidente que en toda la historia los grupos que han descartado la creencia en la plena deidad de Cristo no han durado mucho tiempo dentro de la fe cristiana, y se han descarriado a los tipos de religión representados por el unitarismo en los Estados Unidos y en otras partes. «Todo el que niega al Hijo no tiene al Padre» (1 Jn 2:23). «Todo el que se descarría y no permanece en la enseñanza de Cristo, no tiene a Dios; el que permanece en la enseñanza sí tiene al Padre y al Hijo» (2 Jn 9).

La encarnación:

Deidad y humanidad en la sola persona de Cristo

La enseñanza bíblica de la plena deidad y humanidad de Cristo es tan extensa que ambas han sido creídas desde los primeros tiempos de la historia de la Iglesia. Pero una comprensión precisa de cómo la plena deidad y la plena humanidad pudieron combinarse en una persona se fue formulando gradualmente en la Iglesia, y no alcanzó su forma final sino en la Definición de Calcedonia en el año 451 d.C. Antes de ese punto se propusieron varios conceptos inadecuados de la persona de Cristo, y todos fueron rechazados. Uno de ellos, el arrianismo, que sostenía que Jesús no era plenamente divino, lo estudiamos en el capítulo sobre la doctrina de la Trinidad.9 Pero otros tres que a la larga fueron rechazadas como heréticos se deben mencionar en este punto.

Tres conceptos inadecuados de la persona de Cristo.

Apolinarismo.

Apolinario, que llegó a ser obispo de Laodicea alrededor del año 361 d.C., enseñaba que la persona de Cristo tenía cuerpo humano pero no mente humana ni espíritu humano, y que la mente y espíritu de Cristo procedían de la naturaleza divina del Hijo de Dios.

Pero las ideas de Apolinario fueron rechazadas por los dirigentes de la Iglesia de ese tiempo, quienes se dieron cuenta de que no era simplemente nuestro cuerpo humano lo que necesitaba salvación y necesitaba estar representado por Cristo en su obra redentora, sino también nuestra mente y nuestro espíritu (o alma): Cristo tenía que ser plena y verdaderamente hombre para poder salvarnos (He 2:17). Varios concilios de la Iglesia rechazaron el apolinarismo, desde el Concilio de Alejandría en 362 d.C. hasta el Concilio de Constantinopla en 381 d.C

Nestorianismo.

El nestorianismo es la doctrina de que había dos personas separadas en Cristo, una persona humana y una persona divina, enseñanza que es distinta del concepto que ve a Jesús como una sola persona. El nestorianismo se puede diagramar como la figura 14.2.

Nestorio fue un predicador popular de Antioquía, y desde el año 428 d.C. fue obispo de Constantinopla. Aunque Nestorio mismo probablemente nunca enseñó la noción herética de lleva su nombre (la idea de que Cristo era dos personas en un cuerpo, antes que una sola persona), por una combinación de varios conflictos personales y una buena dosis de política eclesiástica lo sacaron de su cargo de obispo y condenaron sus enseñanzas.

Es importante comprender por qué la Iglesia no podía aceptar la idea de que Cristo tenía dos personas distintas. En ninguna parte de la Biblia tenemos indicación alguna de que la naturaleza humana de Cristo, por ejemplo, sea una persona independiente, que pudiera hacer algo contrario a la naturaleza divina de Cristo. En ninguna parte tenemos la menor indicación de que la naturaleza humana y la divina se comunicaban entre sí, o luchaban dentro de Cristo, ni cosa parecida. Más bien, lo que tenemos es un cuadro constante de una sola persona que actúa en totalidad y unidad. Jesús siempre habla de «yo», y no de «nosotros», aunque se podía referir a sí mismo y al Padre como «nosotros» (Jn 14:23).

La Biblia siempre habla de Jesús como «él» y no como «ellos». Y aunque podemos a veces distinguir hechos de su naturaleza divina y hechos de su naturaleza humana a fin de ayudarnos a entender algunas de las afirmaciones y hechos registrados en las Escrituras, la Biblia misma no dice que «la naturaleza humana de Jesús hizo esto», ni que «la naturaleza divina de Jesús hizo lo otro», como si fueran dos personas separadas, sino que siempre habla de lo que hizo la persona de Cristo. Por consiguiente, la Iglesia continuó insistiendo que Jesús era una sola persona, aunque poseía tanto una naturaleza humana como una naturaleza divina.

Monofisismo (Eutiquianismo).

Un tercer concepto inadecuado es el monofisismo, según el cual Cristo tenía sólo una naturaleza (gr. monos, «una», y fisis, «naturaleza»). El principal personaje que abogó por esta noción en la Iglesia primitiva fue Eutico (ca. 378–454 d.C.), que era dirigente de un monasterio en Constantinopla. Eutico enseñaba el error opuesto del nestorianismo, porque negaba que la naturaleza humana de Cristo y su naturaleza divina siguieron siendo plenamente humana y plenamente divina.

Sostenía más bien que la naturaleza divina de Cristo se apoderó y absorbió la naturaleza humana de Cristo, y así ambas naturalezas cambiaron para llegar a ser una especie de tercera naturaleza. Una analogía del eutiquianismo se puede ver si ponemos una gota de tinta en un vaso de agua: La mezcla resultante no es ni tinta pura ni agua pura, sino una clase de tercera sustancia, una mezcla de las dos en la que tanto la tinta como el agua sufrieron cambios. De modo similar, Eutico enseñaba que Jesús era una mezcla de elementos humanos y divinos y que ambos de alguna manera fueron modificados para formar una nueva naturaleza.

El monofisismo también causó gran preocupación en la Iglesia, y con razón, porque mediante esta doctrina Cristo no era ni verdadero Dios ni verdadero hombre. Y si esto hubiera sido así, no pudiera representarnos como hombre ni pudiera ser verdadero Dios y ganar nuestra salvación.

LA DOCTRINA DE CRISTO

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